No me gusta mucho hablar de política, o quizá sí, pero solo con los buenos amigos. Con esos a los que conoces y que te conocen tan bien que solo te retiran el saludo hasta el postre o como mucho hasta el postre de mañana o pasado. Me parece una pérdida de tiempo monumental exponer tu opinión a quien solo quiere a su vez exponer la suya sin que ninguno de los dos esté dispuesto a escuchar en realidad.
Cuando mi hija me fabricó esto del facebook me hice el firme propósito de no dedicarme a opinar (¡JA! Tan firme como el de adelgazar, hacer deporte o estudiar). Pero estos días de crispación con autonomías, días de la Hispanidad y caterva opinante múltiple "parriba" y "pabajo", no me puedo resistir a sentar mi catedra yo también.
En mi familia, como buenos gallegos y españoles que somos, siempre nos ha gustado mucho esto de opinar; y opinar de sobremesa lo que más. Como cualquier otra familia de rancio abolengo que se precie, nuestras tertulias se solían iniciar alrededor de la mesa de las cartas (una mesa gigante de comedor en la que textualmente se levantaba el mantel que se trasladaba a otra mesa más pequeña con todo el contenido en su interior, garantía indiscutible de prontitud a la hora de recolocarse a toda prisa para cenar) sobre el tapete la baraja, el café de pota y las copas con licor. Lo de la paridad se inventó en mi casa y el reparto era y será para todos igual; hombres y mujeres: el café con tizón y solo, el licor aguardiente de orujo o guindas. Como dijo una vez una de mis primas cuyo nombre no estoy autoriza a citar aquí: " Si no aguantas un orujo cámbiate de apellido. Te habremos recogido del huerto o algo así".
En casa nunca hemos sido de Mus o Bridge, a nosotros siempre nos motivó mucho más el muy noble deporte olímpico de la Brisca o Barulleira, que te permite las siempre atléticas licencias de bailar alrededor de la silla o pasar la baraja por debajo del trasero ya sea para cambiar la suerte o para celebrarla.
En esas interminables partidas se iniciaban a menudo tertulias de dispares temas y participantes que permitían como en cualquier otro deporte que se precie, tiempos muertos y cambios de jugadores.
A mi abuelo, que había dado la vuelta al mundo varias veces en un carguero, le encantaba jugar y opinar, pero muchas veces, cuando la conversación superaba sus conocimientos, se quedaba escuchando muy atento, con un gesto serio y preocupado que casi no se le veía en ninguna otra ocasión, se servía una copa de orujo y decía sacudiendo la cabeza y casi susurrando para sí "Qué triste é a ignorancia."
Cuando mi hija me fabricó esto del facebook me hice el firme propósito de no dedicarme a opinar (¡JA! Tan firme como el de adelgazar, hacer deporte o estudiar). Pero estos días de crispación con autonomías, días de la Hispanidad y caterva opinante múltiple "parriba" y "pabajo", no me puedo resistir a sentar mi catedra yo también.
En mi familia, como buenos gallegos y españoles que somos, siempre nos ha gustado mucho esto de opinar; y opinar de sobremesa lo que más. Como cualquier otra familia de rancio abolengo que se precie, nuestras tertulias se solían iniciar alrededor de la mesa de las cartas (una mesa gigante de comedor en la que textualmente se levantaba el mantel que se trasladaba a otra mesa más pequeña con todo el contenido en su interior, garantía indiscutible de prontitud a la hora de recolocarse a toda prisa para cenar) sobre el tapete la baraja, el café de pota y las copas con licor. Lo de la paridad se inventó en mi casa y el reparto era y será para todos igual; hombres y mujeres: el café con tizón y solo, el licor aguardiente de orujo o guindas. Como dijo una vez una de mis primas cuyo nombre no estoy autoriza a citar aquí: " Si no aguantas un orujo cámbiate de apellido. Te habremos recogido del huerto o algo así".
En casa nunca hemos sido de Mus o Bridge, a nosotros siempre nos motivó mucho más el muy noble deporte olímpico de la Brisca o Barulleira, que te permite las siempre atléticas licencias de bailar alrededor de la silla o pasar la baraja por debajo del trasero ya sea para cambiar la suerte o para celebrarla.
En esas interminables partidas se iniciaban a menudo tertulias de dispares temas y participantes que permitían como en cualquier otro deporte que se precie, tiempos muertos y cambios de jugadores.
A mi abuelo, que había dado la vuelta al mundo varias veces en un carguero, le encantaba jugar y opinar, pero muchas veces, cuando la conversación superaba sus conocimientos, se quedaba escuchando muy atento, con un gesto serio y preocupado que casi no se le veía en ninguna otra ocasión, se servía una copa de orujo y decía sacudiendo la cabeza y casi susurrando para sí "Qué triste é a ignorancia."