domingo, 17 de marzo de 2024

Una vuelta al cuello de la camisa III

          Intento no juzgar porque los juicios duelen. La vida me ha enseñado que los seres humanos somos frágiles, a veces de una fragilidad oculta pero mucho más fácil de quebrar que la visible y transparente. Frente a la muerte y a la enfermedad, cada uno de nosotros camina de un modo personal y diferente. Los humildes se vuelven soberbios o mas humildes y los soberbios se vuelven humildes o más soberbios todavía. La enfermedad rara vez tiene el don de curar el alma de las personas aunque existan tantos y tantos tópicos al respecto. Hace muchos años, cuando era una joven médico haciendo sustituciones, un celador que intentaba consolarme después de una reclamación me dijo: “No hagas caso, este tipo siempre ha sido un cabrón y la enfermedad, que se sepa, no es un antídoto eficaz contra la cabronería”. Entonces yo aun creía en la bondad de los seres humanos y sus palabras sonaron a mis jóvenes e ilusionados oídos duras y crueles. Ahora, con el paso de los años me pregunto cómo pude haber sido tan ingenua alguna vez. Cómo pude pensar que personas como Clara Calderón podrían ser mejores solo porque el cáncer trastocara su vida. He recordado aquellas palabras infinidad de veces, unas llorando, y otras, he de confesar que con una sonrisa retorcida en los labios.

          Pero a pesar de todo, intento no juzgar. Los seres humanos somos fruto de nuestras circunstancias y nuestra genética. Muchas veces no podemos elegir ni la una ni la otra y es esa incapacidad para sentirnos dueños de nuestra propia vida la que moldea rabias y frustraciones que nos transforman de un modo definitivo en la persona que nunca quisimos ser.

          No sabría decir por qué soy así, por bondad no, desde luego. No hay en mí un atisbo de clemencia si lo pienso detenidamente, es tan solo que me he sentido juzgada y desconocida para los demás tantas veces a lo largo de mi vida que me pesaría en la conciencia el daño que mis valoraciones pudiese hacer a los demás.

          Si miro hacia atrás no puedo ver ni un solo instante de mi infancia en el que alguien no se considerara con derecho a juzgarme por el mero hecho de ser hija única. Nunca sentí pena o comprensión por la soledad desoladora de una niña enferma, solo juicio tras juicio por el cariño que recibía de mis padres y mi abuela. Nadie me ha preguntado nunca que pensaba durante aquellas largas horas de soledad tumbada en una cama sin poder moverme, comiendo pollo cocido con patatas, y bebiendo cantidades tan exageradas de agua que podrían haber llenado un pantano. Si estaba enferma era mi culpa y cuando estaba sana no podía hacer nada por si me volvía a enfermar y eso era también otra carga de ineludible culpabilidad.

          Ser hija única y enfermiza me hizo el tristemente maravilloso regalo de la lectura para llenar mi soledad. Leer me transformaba cada día en otra persona que podía escalar  montañas, navegar océanos infinitos y volar más allá de donde las restricciones de mi cuerpo humano me obligaban a permanecer enjaulada.

          Leer me hizo mejor persona porque con cada lectura arrastraba lejos de mí el miedo, la rabia y el dolor. Cada línea, cada párrafo me daba la absoluta seguridad de que podía ser alguien diferente, alguien mucho  mejor; y lo que es más importante despertó en  mi el loco sueño de ayudar a otros a volar, a encontrarse consigo mismos más allá de las limitaciones del dolor y la enfermedad.

          Si ser una niña frágil y super protegida me hizo descubrir la tremenda fragilidad de los seres humanos, la lectura, me enseñó, sin lugar a dudas, su infinita fortaleza.


Publicado por Farela