Nieva. Otra vez. Pero en esta ocasión parece que los copos comienzan a cuajar en el suelo en una capa blanca en lugar de transformarse en lodo y charcos helados. El vapor sale de su boca en forma de humo. Aun puede recordar cuando jugaba con sus amigas en invierno, simulando que fumaban, mientras exhalaban el vapor condensado por sus bocas, al tiempo que se llevaban a los labios cigarrillos imaginarios.
Asomada
a la puerta de la maltrecha jaima de lona, donde vive con su madre y sus hermanos
pequeños, observa los copos caer y el vapor de su aliento mientras comienza a
oír la llamada a la oración del muecín. Entra deprisa y termina de abrigarse mientras acalla el gimoteo del pequeño Hasan que se ha despertado asustado con
sus movimientos. Lo arropa y, acariciándole la cabeza, consigue que vuelva a
quedarse adormilado.
Sale
y cierra la lona que hace de puerta y, arrebujándose aterida, mira con envidia
los contenedores-casa donde viven los afortunados que tienen plaza en el Campo Interior. Espera que algún día sean agraciados y consigan que les asignen
alguno de ellos. Pero sabe que las plazas en el interior son escasas y
codiciadas.
Pisa
la capa de nieve recién cuajada y siente como sus zapatillas la atraviesan y se
hunden en el lodo helado de debajo. Y sale disparada para llegar a la primera
cola del día. No es que haya demasiada escasez, o que no les lleguen los
suministros, pero sabe que cuanto antes llegue, antes podrá recoger el paquete
que le corresponde a su familia, y más tiempo tendrá para el resto de sus
quehaceres diarios. Además, este año de desarraigo, huida y terror, le han
hecho comprender lo frágiles que son las falsas seguridades, y lo pronto que
puede desaparecer todo. Ha aprendido, ha madurado y ya no es la niña que salió
de su casa derruida, de la mano de su padre, huyendo de la guerra, de la
desolación y de la muerte.
Mientras
corre le llega el aroma del pan recién hecho en la panadería del Campo y ve
como se abren las puertas para dejar salir a los adultos que residen dentro y
que tienen trabajo en el exterior, y al mismo tiempo dejar entrar a los que
malviven fuera para ser atendidos en el dispensario médico de la media luna
roja, o para conseguir suministros en las colas de la mañana. Llega corriendo y
se pone en la fila enfurruñada. Cada día madruga más y nunca consigue llegar la
primera. Siempre hay personas delante esperando.
Todavía
tiene que aguardar un largo rato antes de que aparezcan los de la ONG. Y emplea
el tiempo en observar. En mirar con envidia la bulliciosa actividad de los
privilegiados que viven dentro de las alambradas del Campo Interior. Contempla
con desazón a los niños que jugando se dirigen bulliciosos hacia las escuelas
improvisadas. Ha oído que allí les enseñan como hablan los kafir, además de otras
muchas cosas. Y mientras, la cola de gente esperando se va incrementando y
alargando. Cuando llegan los voluntarios ya no se distingue el final, pero la
multitud reunida, ya resignada y temerosa de los policías armados que los
acompañan, apenas arma revuelo. Poco a poco van distribuyendo los paquetes y la
muchedumbre se va dispersando. Cuando le llega su turno enseña la tarjeta de su familia, la que les entregaron al poco de llegar, y tras
tomar nota en la lista que tienen, el señor serio y con cara de niño
cansado que la atiende, le da un pequeño saco, que se le antoja más pequeño que
los de los días precedentes. Se lo queda mirando como esperando algo más, pero
este la despide con un gesto displicente para atender a la siguiente mujer de
la cola. No pierde más el tiempo. Se carga el paquete al hombro y se dirige
trotando hacia el alojamiento de su familia.
Cuando
llega, cansada, sudorosa y hambrienta, ya están en pie todos los miembros de su
familia, y casi han acabado con el agua del bidón que recogió la noche
anterior. Porque por la mañana es ella la responsable de recoger la comida, por
la tarde el combustible para el hogar, y por la noche el agua potable. Es la
mayor, y en ausencia de su padre y de su hermano Khaled, que Ala el Compasivo
sabrá por dónde anda, le toca a ella cuidar de sus hermanos pequeños mientras
su madre hace las tareas de la “casa”. Tras beber un sorbo comienza a ayudar a
su madre a deshacer el paquete y a preparar la comida de la jornada. Saca la harina y
con el resto del agua comienza a amasar el pan de cada día. Mientras, su madre
se dispone a preparar un guiso con el resto de las provisiones. Le gustaría
acudir a la escuela del Campo Interior pero, en una ocasión en que se atrevió a
preguntar a algunas de las niñas, le dijeron que no cumplía “los requisitos”,
además tenía que atender a su familia. Así que sigue amasando el pan, tratando
de que no la distraiga su exuberante imaginación.
Poco
a poco va extendiendo los panes sobre las piedras del hogar para que se cuezan,
mientras su madre va aderezando el guiso, y todo ello hace que un agradable
aroma invada toda la jaima, y que se disipe algo más el frío que llega desde el
exterior. Luego cuida de sus hermanos, les acomoda mejor la ropa,
abrigándolos como buenamente sabe, y los entretiene mientras esperan a que esté
lista la comida y entretanto atiende que no se quemen los panes, uno por cabeza,
que se van cociendo lentamente.
Cuando
está listo el guiso, ayuda a su madre a servirlo en los cuencos y cada uno con
el suyo, se sientan en torno al hogar, y lo comen hambrientos, rebañando con el
pan hasta el último resquicio. Eso aplaca su estómago y el de los pequeños,
pero no hace desaparecer la sensación de que nunca es suficiente, de que nunca
están saciados del todo, y sobre todo la de la angustia que la acompaña desde
que empezó la huida, la incertidumbre de no saber qué pasará mañana y de si
habrá una próxima comida.
Tras
ayudar a su madre a recoger y a limpiar todo, toma los dos bidones vacíos y,
envolviéndose de nuevo en el hiyab deshilachado, sale una vez más al frío exterior para hacer la segunda cola del día.
En
la fila del combustible las comadres parlotean, hablan y cotillean mientras
esperan. Hablan de los hombres, de los que están y de los que se fueron, de los
que tienen trabajo y de los que pasan los días aguardando, esperando algo que
no acaba de llegar, ni de suceder. Y cotillean de las mujeres. No hay nada más
afilado que la lengua de una mujer largando de otra. Y como allí no hay mucho
que hacer, hay mucho de qué hablar. Ella no habla, solo escucha. Tampoco le
harían caso, es demasiado niña para ellas. Al menos no cotillean de su madre.
Como casi no sale de la jaima, ni de cuidar a los pequeños, no da mucho de que
cotillear. Y tampoco hablan de su padre. Casi ninguna de ellas llegó a
conocerlo.
Echa
de menos a su padre, y no puede dejar de sentir un cierto rencor hacia él por
no estar allí. Por dejarlas solas. Por haberse dejado matar de una forma tan
estúpida.
Las
lágrimas empañan sus ojos y no puede permitírselo. Gracias a Ala el
Misericordioso en ese momento llegan los hombres que reparten el combustible
para cocinar y para calentarse y puede ocupar su mente en otras cosas. Recoge
la ración que le dan y, cargada como está, se apresura para llegar a los
tanques de agua. El que es de libre acceso, y en el que apena hay cola, es el
del agua de uso doméstico y para las abluciones. El del agua potable no lo abren
hasta la noche, justo antes del Salat del ocaso, y esa es la última cola que le
toca hacer cada día. Aunque recuerda que, de camino al Campo de Refugiados, bebieron agua mucho peor que la que ahora solo utilizan para la limpieza y para las
abluciones.
Pero ahora, en el depósito de agua para uso doméstico, apenas hay gente y llena el bidón enseguida. Luego, cargada con el combustible y el agua, se dirige de nuevo hacia la jaima, que cada día está más deteriorada. Por el camino el peso la hace detenerse varias veces a descansar, pues casi no puede con los dos bidones. Se para y cavila en como reparar la lona de la tienda. En lo bien que se le daban esas cosas a su hermano Khaled. Pero su hermano se quedó en casa, luchando por la “libertad”. No sabe muy bien que significa eso de “libertad”. Su padre le dijo una vez que libertad era poder vivir sin miedo, como uno quiere, y ella se imagina que la “libertad” será poder volver a casa, pero a su casa de verdad, y no a unas lonas agujereadas que hacen de jaima, sin esa angustia que la acompaña cada día, y tener comida y agua, y no tener que ir a buscarla todos los días, y disponer de tiempo para ella misma, para poder pensar y pasear sin hacer colas. Y echa de menos a su hermano Khaled, Ala el Justo lo proteja y le ayude en su lucha por la “libertad”.
Finalmente
llega y puede desprenderse de su carga. Pero solo para volver a hacerse cargo
de sus hermanos hasta la noche, mientras su madre sigue afanada en sus cosas.
Al menos con sus hermanos pequeños no tiene tiempo para pensar, y mientras
remienda sus ropas, ocupa su desbordante imaginación en inventar cuentos para
distraerlos hasta la hora del ocaso.
Y
allí está otra vez, con un bidón en la fila delante del tanque de agua potable.
Es la última cola del día. Cada vez hace más frío, pero al menos allí, rodeada
de gente, lo nota menos. Y pronto, en cuanto recoja el agua, podrá volver al
calor del hogar junto a su familia, junto a su madre de ojos tristes, y junto a
sus hermanos pequeños que le reclamarán una nueva historia que escuchar antes de
dormir.
Mientras
espera en la fila a que los de la ONG les den el agua ve el calendario ajado,
colgado de la puerta de madera del edificio de oficinas que hay junto a los
tanques, y observa como uno de los voluntarios tacha la fecha del día que
concluye. Se queda pensativa, como entre sueños, recordando algo sobre esa
fecha tachada que le resulta familiar. Y se ve a sí misma hace unos años
soplando las velas de una tarta. Y cae en la cuenta de que es su cumpleaños.
Ese día ha cumplido ocho años. Y sonríe por primera vez desde hace días. Y
espera en la cola su regalo en forma de un bidón de agua potable.
Publicado por Balder
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