domingo, 1 de diciembre de 2019

Una noche en el Museo del Prado IV



Cuando finalmente se despertó magullada y dolorida, se encontró acostada en una enorme y blanda cama, arropada con mantas y sábanas limpias, y con una suave colcha de algodón. Se hallaba en una pequeña habitación, en la que la cama ocupaba casi todo el espacio, y en la que no había más ventilación que un pequeño ventanuco en la pared de enfrente, y el hueco de una puerta en la pared a su derecha, tan solo cubierto por una cortina. Junto a la cama se hallaba una sencilla mesilla de noche en la que había una palmatoria con una vela encendida y junto a ella el cartapacio y el pliego de los lienzos. A los pies de la cama, sobre una silla de madera, estaban el que debía de ser su vestido, un delantal oscuro, y un sencillo chal de tela negra. Un tanto intranquila se palpó el cuerpo y comprobó aliviada que llevaba una especie de camisón largo que le cubría del cuello hasta los pies.
Se sentía tan agotada, física y mentalmente, que se dejó envolver por la agradable sensación del calor, amodorrándose mientras su mente somnolienta intentaba comprender en donde se encontraba.
Supuso que quizá por el agotamiento, la angustia y el miedo, o por el golpe que se había dado al caer de espaldas, debía de haberse desmayado, y que alguien la había encontrado y la había acostado en esa cama, arropándola con unas ropas suaves y calientes. Por primera vez en mucho tiempo se sentía tranquila, así que se dejó llevar de nuevo por el cansancio y cerrando los ojos se abandonó a un sueño reparador, esperando que todo fuera una pesadilla y que al despertar estuviera de nuevo en casa con sus padres.
          No sabía cuánto tiempo había pasado cuando una voz amable la despertó. Al abrir los ojos vio a una mujer mayor, de rasgos agradables y voz pausada, que le ofrecía una bebida caliente. Era una bebida amarga, caliente y seguro que reconfortante, pero de la que apenas tomó dos sorbos.
          Mientras intentaba tragar aquella pócima oyó otra voz mandona fuera de la alcoba que preguntaba si ya se había despertado, y sin apenas esperar una respuesta ordenaba a la mujer que le ayudara a vestirse y que la bajara al comedor.
         La mujer miró hacia la puerta un tanto contrariada, pero volviéndose hacia la muchacha le preguntó:
         - ¿Se siente con ánimos para levantarse? Porque si usted prefiere descansar le diré a ese viejo gruñón que espere hasta mañana.
 Candela, que hasta ese momento no había abierto la boca, le dijo a la mujer que sí, que ya se encontraba mejor, y que hasta agradecería el levantarse. Y sin poder reprimir la curiosidad le preguntó por el dueño de ese vozarrón.
          La mujer sonrió y le dijo:
          - Ese es Don Francisco. Fue él quien la recogió, y él mismo la subió hasta aquí. Es un poco gruñón, sobre todo desde que se quedó sordo. Y más testarudo que una mula, como buen aragonés, pero no se preocupe, porque en el fondo es un pedazo de pan.
          Y diciendo esto, la ayudó a incorporarse y la acompañó hasta un pequeño cuarto situado junto a la alcoba, y que daba a un corralillo, donde encontró una jofaina con agua clara y unas toallas limpias. Y cuando la muchacha salió aliviada de aquel rudimentario aseo, la ayudó a vestirse con las ropas que se hallaban en la silla a los pies de la cama, y que por lo que parecía debían de estar recién lavadas y planchadas.
          Cuando estaban a punto de abandonar la sala, la mujer le dijo, como quien no quiere la cosa:
          - No se olvide de sus valiosos documentos.
          Candela la miró con sorpresa, pero luego, sin decir nada, recogió el pliego y el cartapacio de la mesilla. Después de lo cual ambas mujeres abandonaron la alcoba, y tras recorrer un oscuro pasillo, bajaron por unas escaleras hasta un gran comedor.
          La habitación estaba parcialmente iluminada por varios candelabros, y en sus paredes, entre los ventanales cerrados, había varias pinturas oscuras, que no acababan de distinguirse bien a la luz de las velas. Dos de ellas, las que estaban en las paredes más largas, eran unos murales enormes, mientras que las que se hallaban en cada una de las paredes más estrechas eran más pequeñas y estaban distribuidas entre las puertas y ventanas. Eran pinturas extrañas, tenebrosas y oscuras, y no podía entender como nadie podía sentarse tranquilamente a comer rodeado de aquellas imágenes.
          En el centro de la habitación había dispuesta una mesa con utensilios y viandas para comer y beber, y en torno a ella varias sillas, en una de las cuales estaba el poseedor de la voz que las había apremiado antes.
          Era este un hombre mayor, calvo y con sus escasos cabellos blancos, con el ceño fruncido en un gesto de enfado continuo y con una expresión que denotaba un fuerte carácter. Sus ojos eran los de alguien que ha visto grandes fatigas y sufrimientos, a pesar de lo cual no podían evitar traslucir un cierto brillo de bondad. Iba vestido con ropas elegantes, y con una camisa de cuello alto y con chorreras que a Candela le hizo mucha gracia.

El pintor Francisco de Goya
(Vicente López Fortaña 1826) Museo del Prado (Madrid)
          El hombre al ver la sonrisa en el rostro de la muchacha, le dijo regañón y con un tono de voz demasiado elevado: 
          - No veo que puede hacerle tanta gracia a quien acaba de cruzar el mismísimo infierno.
          Al oír eso la muchacha se puso pálida y se quedó observando a aquel hombre preguntándose quien era y como podía saber de dónde venía. La mujer mayor miró al hombre recriminándole sus modales, pero ante una mirada y un gesto impaciente de este, se apresuró a servirles un plato de sopa caliente a cada uno, que la muchacha agradeció sobremanera, después de lo cual los dejó solos y se marchó hacia la cocina.
          Candela, entre cucharada y cucharada, miraba a aquel señor con curiosidad, intentando descubrir si era cierto que sabía de ella todo lo que insinuaba.
          - No me mire con esa cara de ababol.- Le dijo el hombre mientras daba cuenta de la sopa.- Puede que esté sordo como una tapia, pero todavía veo perfectamente, o por lo menos con la suficiente nitidez como para distinguir el pliego de los lienzos.
          La muchacha se quedó con la boca abierta y la cuchara a medio camino entre el plato y su cara, al tiempo que sus ojos casi se le salían de las órbitas. Y tras la sorpresa inicial consiguió balbucear:
          - ¿Co-cómo es posible que usted sepa eso? Y... ¿Quién es usted?
          - ¡Vamos por partes recordones! – Le interrumpió aquel hombre.- Si me quiere decir algo, o me habla más alto o me mira directamente a los labios. Ya le he dicho que estoy sordo como una tapia. Y en cuanto a su expresión de sorpresa, no tiene por qué asombrarse, pues yo mismo poseo también el pliego de los lienzos y sé muy bien de lo que hablo. Y no hace falta ser muy listo para saber que cuando alguien aparece en el salón de la casa de uno, de repente, como si fuera una aparición, y con ese pergamino en la mano, es porque está recorriendo el mundo de los cuadros. Lo que no sé es si usted lo estaba haciendo por accidente o con algún propósito determinado. Así que venga, desembuche, si es que quiere que la ayude.
          Candela reconoció el acento aragonés de aquel hombre porque era el mismo de sus abuelos, y el mismo que se le ponía a su padre cuando se enfadaba.
          - Estoy intentando cumplir un encargo de alguien.- Le contestó dudando, e inmediatamente desconfiada le volvió a preguntar:
          - Pero ¿Quién es usted y como sabe todo eso?
          - En primer lugar, en el mundo de los cuadros las cosas se hacen o no se hacen, - le recriminó el anciano, - pero “intentar cumplir un encargo” es la forma más fácil de acabar de mala manera. Y acábese la sopa que se le va a enfriar. No sé de dónde o de cuándo vendrá usted, pero sepa que estamos en Madrid, en el año 1826, y mi nombre es Francisco de Goya y Lucientes, maestro pintor. O eso era antes de tener que salir, en mala hora, de esta ingrata tierra, que es la mía, y en donde me encuentra de casualidad, porque hace pocos días que he vuelto por asuntos de negocios, y donde espero quedarme el menor tiempo posible. Y ahora ¿me puede decir quién es usted, y como narices ha acabado en mi casa?
          Candela reconoció al maestro de Fuendetodos, en cuyo pueblo había estado con sus padres, recorriendo su casa natal y viendo sus pinturas. Lo miró con admiración, al tiempo que con esperanza al recordar el último consejo de Velázquez. Le parecía que había transcurrido una eternidad desde que estuvo con el amable y admirado Don Diego. Pero aun podía recordar su recomendación de que buscara a otro maestro pintor en el caso de que perdiera el camino dorado. Así que aliviada y emocionada se echó a llorar de alegría.
          El viejo Goya se intimidó ante la reacción de la muchacha y, quizá pensando que había sido demasiado brusco, se levantó de su asiento y dirigiéndose hacia ella intentó consolarla de la mejor forma que pudo, y finalmente le ofreció un enorme pañuelo gris con pequeñas manchas de pintura.
          Candela tomó el pañuelo riendo y llorando a un tiempo, se limpió la cara y se sonó los mocos. Y cuando se sintió más tranquila procedió a presentarse muy formal, y a relatarle toda su aventura al maestro. Desde su visita al museo, pasando por su entrevista con Velázquez y con la Infanta, y por los dolorosos recuerdos de los perros del bosque y del ejército de muertos, y acabando con la reciente batalla entre los caballos. Pero aquella narración no fue ni fácil ni corta. El maestro le cortaba el hilo de su argumentación una y otra vez, bien porque no había oído o entendido alguna frase, o bien porque quería más pormenores o aclaraciones de alguna parte de la aventura. Sobre todo quería conocer cuantos detalles recordaba la muchacha del maestro Velázquez y de los cuadros que reconocía en la narración. Y tan solo se quedó callado y sombrío al identificar en las descripciones de la muchacha algunas de sus propias pinturas.
          Los gritos de Candela por hacerse entender, junto con el vozarrón del maestro pidiendo más y más información, producían una algarabía ensordecedora, hasta el punto que en un momento la mujer mayor salió de la cocina, recriminándoles el escándalo que estaban organizando, y recomendándoles que fueran más discretos si no querían que acudiera alguien pensando que se estaba perpetrando un crimen.
          Cuando finalmente Candela consiguió completar el relato, y a pesar de haber pasado por el dolor del recuerdo de sus dos compañeros perdidos, se sintió mucho más relajada y aliviada, aunque con la garganta irritada por el esfuerzo. Y ya en silencio se volvió a enjugar las lágrimas con el pañuelo de Goya.
          El maestro se quedó mirándola reflexivo, con el ceño fruncido y una expresión de tristeza en la mirada. Luego, al verla más calmada y relajada, se dirigió a un armario del que sacó una paleta y unos pinceles, y ensimismado se puso a hacer mezclas de colores sobre la madera. Candela, sentada en silencio, jugueteaba con el pañuelo y de vez en cuando hipaba y se sonaba la nariz. Ocasionalmente dirigía la mirada a las paredes de aquel salón pero enseguida las apartaba de esas pinturas perturbadoras.
          Después de un rato, el pintor levantó los ojos de la paleta pensativo y se dirigió meditabundo hacia la muchacha indicándole que le siguiera hasta una esquina del salón.
          Cuando llegaron allí, Don Francisco le señaló una pintura que le pareció especialmente desagradable. En ella un viejo desnudo, con ojos de loco, devoraba a un niño, apenas un bebé, al que ya le faltaban la cabeza y uno de los brazos.
          - Es el tiempo.- Dijo Goya.- El tiempo que nos va devorando y que devora todas las cosas. Y eso es lo único que se me ocurre que le puede llevar a su destino, un camino a través de tiempo.

Saturno devorando a un hijo
              (Francisco de Goya 1823)
               Museo del Prado (Madrid)
          Candela miró la pintura con aprensión, pero haciendo acopio de todo el valor que pudo reunir, continuó escuchando atenta las palabras del maestro.
           - Si no estoy equivocado, y según mis cálculos, para recuperar el camino dorado debe seguir esta secuencia de colores, que no se debe de olvidar, y que no debe abandonar. Si no lo hace así, quizá no tenga tanta suerte y no encuentre a otro maestro pintor. Así pues, para salir del horror, donde usted sola se ha metido, tiene que pasar por el gris plomo, de ahí al marfil, y de allí al ocre, al rojo arcilla y finalmente al dorado. -El maestro la miró severamente.- ¿Lo recordará?
          - Espero que sí.- Contestó apesadumbrada Candela.- Espere a ver, gris plomo, marfil, rojo... No, ocre, rojo arcilla y dorado. Sí, gris, marfil, ocre, rojo y dorado. Si creo que lo recordaré.
          - Más le vale niña, porque si no, no sé dónde podrá ir a parar su suerte. -Se apresuró a contestarle malhumorado Goya.- Y ahora no puede retrasarse, entre en la pintura justo por entre las piernas del tiempo, no mire atrás, y si no me equivoco, apenas unos pasos por detrás de él encontrará el brillo gris plomo y su siguiente puerta.
          Y tras despedirse con un abrazo del viejo maestro, que nervioso y mientras murmuraba algo ininteligible entre dientes, le dio un par de palmaditas en la espalda, Candela apretó una vez más contra su pecho el pliego de los lienzos y el cartapacio, y con una experiencia que ya rozaba el fatalismo, cerró los ojos y se lanzó hacia la pared justo por debajo de las piernas del viejo Cronos. 
         En lugar de estrellarse contra el muro, como hubiera sido lo previsible, volvió a notar en su cara la conocida sensación de la membrana que se rompía a su paso, y sin abrir los ojos, y confiando plenamente en las palabras del malhumorado Goya, dio a tientas un par de pasos oscilantes en medio de una bruma oscura, fría y pegajosa. Entreabrió los ojos al sentir un escalofrío, y siguió caminando sin detenerse por aquel lugar álgido y tenebroso, sin atreverse a volver la mirada atrás, pese a oír a su espalda unos gruñidos espantosos, que por un momento le parecieron terriblemente cercanos, y junto a los gruñidos, un sonido desagradable que le hizo rechinar los dientes. Algo así como si alguien estuviera frotando una cuchilla de acero contra la superficie de una piedra. No lo pudo evitar y se lanzó a correr en línea recta, y entonces vio enfrente de ella un jirón de niebla de color gris, de un pesado gris plomizo. Cerró fuertemente los ojos una vez más, y acelerando sus piernas al ritmo de los latidos de su desbocado corazón se arrojó hacia el jirón de niebla, y cayó rondando sobre un suelo de hierba húmeda y fría.
          Lo primero que percibió fue un olor como el de las viejas catedrales. Una mezcla de efluvio a velas, incienso y humedad, pese a encontrarse al aire libre.
          Tanto por el frío que la envolvió, como por la tenue luz del horizonte, debía ser cerca del amanecer o del anochecer.
          Y cuando se levantó pudo comprobar que portaba un triste vestido de lana negra, de luto riguroso, y que se hallaba en mitad de una lúgubre y extraña escena.

Doña Juana la Loca (Francisco Pradilla Ortíz 1877)
Museo del Prado (Madrid)
Se encontraba en mitad de un campo desolado, cerca de un triste edificio levantado en mitad de la estepa, junto a una fría hoguera, que más ahumaba que calentaba a los presentes. Junto a ella un grupo de personas rodeaban a una llorosa dama, toda vestida de negro, con una toca que le recordaba a la de las monjas, y que era la misma imagen de la desolación.
          La dama miraba con absoluta tristeza un ataúd que reposaba sobre un catafalco, rodeado por cuatro velones encendidos, en torno al cual rezaban algunos frailes y monjas. Un sentimiento de tristeza irradiaba de aquel lugar, y el frío y la humedad ambiente no hacían más que acentuarlo.
          Evidentemente estaba en medio de un cortejo fúnebre, y por lo que parecía de alguien importante, tanto por los adornos y escudos que envolvían al féretro, como por el noble porte de las personas que lo acompañaban.
          Casi podía palparse el dolor de aquella mujer que, desolada, no apartaba la mirada del ataúd. Y cuyos ojos secos y silenciosos trasmitían más tristeza que el torrente de lágrimas más copioso que pudiera derramar cualquier plañidera.
          Candela había descubierto en sus propias carnes que el dolor y el sufrimiento no era algo lejano ni extraordinario, sino que forma parte de la existencia diaria, y quizá por eso se sintió identificada con aquella noble mujer y con su pérdida irreparable. Así que, de la forma más natural del mundo, al verla tan sola y desamparada, aun en medio de aquel numeroso cortejo, no pudo menos que acercarse a ella y tomarla de la mano con un gesto de cariño.
          La triste mujer, al sentir el contacto humano, apartó por un instante sus ojos del féretro y contempló sorprendida a la muchacha. Luego, como distraída, volvió su mirada perdida al ataúd mientras murmuraba como para sí:
          - Una mujer honesta debe de huir de la luz del día cuando ha perdido a su marido... A su marido... a su sol...- Luego, tras un instante en silencio, soltó la mano de Candela y dándole un golpecito cariñoso en la espalda le dijo:
          - Venga muchacha, que ya se vislumbra el rayo de color marfil, ¡no os entretengáis!
          Candela la contempló asombrada, intentando discernir si aquello era el desvarío de una loca acongojada por el dolor, o si de alguna forma aquella mujer sabía quién era ella y a donde se dirigía. Pero al mirar al otro lado del catafalco, justo a la izquierda de dos personas orantes, pudo contemplar un pequeño rayo de color marfil que iluminaba la húmeda hierba.
          Así que susurrando un tembloroso “gracias” a la triste dama, se lanzó tan rápidamente como pudo hacia el estrecho rayo de pálida luz.
          Quizá fuera por la premura en cruzar el rayo, o porque tropezó con algo en el último momento, lo cierto es que atravesó la membrana dando traspiés y cayendo cuan larga era sobre una alfombra y entre varios caballeros de edad madura, ataviados con nobles ropas de aspecto medieval, que la miraron reprobatoriamente, pero que no hicieron nada más, ni por ayudarla, ni por reprenderla.
          Candela se levantó lo más discretamente que pudo, apartándose de aquellos hombres que muy dignos se apresuraron a ignorarla dándole la espalda.
           Se encontraba en una gran sala en cuyo centro se hallaba una gran cama con dosel y cortinajes. En ella una mujer anciana, a todas luces moribunda, pálida como las sábanas que la cubrían, dictaba alguna cosa, con voz débil, aunque extremadamente autoritaria, a un hombre vestido todo de negro, que lo iba copiando pausadamente en unos pergaminos apoyados sobre un pequeño pupitre. Junto a la cama otro hombre, ricamente vestido, encorvado y abatido en un sillón, atendía al dictado sin levantar su triste mirada del suelo. Y a los pies de la cama, varios caballeros ricamente engalanados, entre los que se encontraban aquellos con los que había tenido su tropiezo inicial, eran testigos de la escena.

Doña Isabel la Católica dictando su testamento
(Eduardo Rosales Gallinas 1864) Museo del Prado (Madrid)
Pero lo que consiguió sorprender a Candela y dejarla una vez más sin habla y hasta paralizada, a pesar de la copiosa experiencia adquirida en toda clase de acontecimientos y situaciones insólitos, fue que, de pie, junto al hombre abatido, consolándole, estaba la dama que acababa de dejar en la llanura junto al ataúd y el cortejo fúnebre. Quizá sus rasgos estaban menos ajados, y definitivamente sus ropas eran distintas, pero no le cupo ninguna duda de que era la misma dama.
         La muchacha, nerviosa, se alisó la falda en un gesto mecánico, mientras contemplaba aquella, por lo demás, triste escena. Y cuando dirigió de nuevo su mirada a la circunspecta dama, la sorprendió observándola con curiosidad, como se mira a alguien que se cree reconocer sin saber muy bien de que. Candela tan solo se atrevió a lanzarle una sonrisa de circunstancias, al tiempo que le hacía una media reverencia, como las que había visto hacer en tantas ocasiones a Nicolasillo. La dama le devolvió la sonrisa, y de pronto apareció en su rostro un gesto de alegre sorpresa, como si acabara de reconocerla. Su sonrisa se hizo más franca al tiempo que asentía con la cabeza, como si recordara algo. Luego la miró fijamente a los ojos y le señaló con apenas un movimiento de sus cejas y de su rostro el fondo del dormitorio. Parecía como si quisiera llamarle la atención sobre algo situado a espaldas de la muchacha.
          Candela giró disimuladamente su cabeza y descubrió atónita, justo detrás de ella, una pequeña luz brillante de tonos ocres que flotaba en el aire como una pompa de jabón.
          Candela se giró hacia aquella extraña y amable mujer, y dándole las gracias con los labios, se giró y atravesó la pequeña pompa de luz etérea.
          Una brisa fresca y agradable le refrescó la cara, trayéndole un dulce aroma a mosto y a uvas, junto con el sonido de voces alegres y distendidas.
          Se hallaba en una llanura cubierta de vides en la que un alegre grupo de campesinos se dedicaba a la vendimia. Junto a ella, sentados en un murete, una pareja con un niño contemplaban alegres la escena mientras se repartían un racimo de uvas que les ofrecía una campesina.
          Candela recordó el reparto de otro racimo de uvas, junto a una fuentecilla y un perro pachorrudo, y sintió como la tristeza le inundaba los ojos de lágrimas a pesar del ambiente de alegría que se respiraba allí.

La vendimia o el Otoño
(Francisco de Goya 1786) Museo del Prado (Madrid)
          Entonces notó como alguien le tiraba de la falda, y al inclinarse vio a un niño de apenas dos o tres años, sonriente, con la cara morada por el mosto, que le ofrecía en sus manitas sucias y pegajosas un puñado de uvas. La muchacha al verlo se echó a reír y le cogió agradecida un par de granos de uva. El niño lanzó una carcajada divertida y se volvió corriendo junto a la pareja.
          Candela los miró con un poco de envidia y vio como la mujer le sonreía amable.
          Se sentó en el murete, reconfortada con la brisa y con el agradable ambiente que se respiraba, resignada a esperar la siguiente luz. Mientras transcurrían los minutos pensó que si volvía a ver a sus padres podría decirles con orgullo que había aprendido a ser paciente. La brisa se fue haciendo algo más fuerte, y Candela agradeció el chal que formaba parte de su vestimenta actual. Una nube de polvo arrastrada por el viento se acercaba a ella formando un pequeño remolino, y cuando ya estaba a punto de cubrirse la cara y la cabeza con el paño para protegerse de la arena, observó curiosa como el remolino lanzaba pequeños destellos de luz roja. De una luz rojo arcillosa. Candela se puso en pie y esperó tranquila a que el remolino y la luz la envolvieran.
          Cuando sintió alejarse la brisa y abrió los ojos se descubrió sola en una pequeña habitación cerrada.
          La sala estaba en penumbra, pero en una penumbra fresca y agradable. No había nadie junto a ella, y no parecía que hubiese habido nadie en mucho tiempo. En la estancia tan solo había una mesa de madera sobre la que se hallaban varios cacharros ricamente moldeados. Una copa que parecía de bronce sobre una bandeja plateada, una vasija de barro blanco y otra de barro rojo, y junto a ellas una cantarilla también blanca sobre otra bandeja plateada. Todos aquellos objetos estaban dispuestos alienados, más como en algún tipo de composición estética, que como si estuvieran dispuestos para ser usados. La sensación que daba aquella colocación armoniosa, y casi simétrica, era la de un mundo de orden, de serenidad y de limpieza. Lo cual, después de todas las aventuras sufridas era algo más que reconfortante. 

Bodegón con cacharros
(Francisco de Zurbarán 1650) Museo del Prado (Madrid)
         En un extremo de la mesa, un poco alejado, un pequeño cirio encendido sobre una palmatoria era la única iluminación de la estancia.
Candela se acercó hacia el vaso sedienta, esperando que contuviera algo para beber, y lo tomo en sus manos. Efectivamente estaba lleno de un líquido, y al observarlo no pudo evitar sonreír feliz, pues por fin supo de nuevo que estaba en el camino correcto.
          Y sin esperar nada más, sabiendo a ciencia cierta que debía hacerlo, se llevó el vaso a los labios y bebió con ansiedad el líquido dorado que contenía.
          Inmediatamente notó una sensación de euforia que la embriagaba, y se sintió flotar en una luz dorada que la envolvió por completo.
La estancia con la mesa y los recipientes había desaparecido, y en su lugar ahora se hallaba en algo parecido al cielo. Una tenue luz dorada lo envolvía todo. Por todas partes había flotando nubes de algodón, y en el centro una esfera celeste con los signos del Zodiaco de la que pendía la condecoración del Toisón de oro, un cordón de oro con un corderillo igualmente dorado. Ella misma se hallaba flotando entre las nubes, y sus vestiduras se habían transformado en una preciosa túnica o vestido de color dorado brillante.
Alegoría del Toisón de Oro
(Luca Giordano 1694) Casón del Buen Retiro (Madrid)
          Había allí multitud de personas que le sonreían y le indicaban con sus gestos y sus miradas el cordón de la orden real.
        Candela intentó dirigirse hacia el Toisón y descubrió que debía de hacerlo volando, entre esas nubes de algodón y todas aquellas personas sonrientes.
          La sensación era de una maravillosa euforia. Parecía como si nadara en el aire, y al menor del movimiento de sus brazos su cuerpo se movía ágil y ligero entre las nubes algodonosas. Se sentía tan feliz que no pudo evitar el hacer unas piruetas y en dar unas volteretas en el aire mientras daba una vuelta triunfal por todo aquel lugar antes de dirigirse hacia el enorme medallón que desprendía una cálida y agradable luz dorada.
          Cuando llegó hasta la condecoración notó como el resplandor dorado se hacía mucho más intenso, como la envolvía en un cálido abrazo y la transportaba de nuevo a otro lugar.
          Estaba en lo que parecía el gran salón de un palacio. Un salón que de alguna forma le recordaba a las salas del museo del Prado, donde toda aquella locura había empezado. Quizá fuera porque todas las paredes estaban llenas de cuadros, o por la grandiosidad del lugar. El caso es que había decenas de personas en la estancia, criados, soldados, nobles, cortesanos... Y todos ellos rodeaban, atendían y agasajaban a un individuo alto, desbarbado, con una gran melena negra que acababa en tirabuzones y que le llegaba hasta el pecho. Iba ataviado con una armadura muy recargada, sobre la que llevaba el collar del Toisón de oro, y con una suntuosa capa de tonos púrpuras y dorados. En sus manos portaba un cetro de oro, y a su lado, sobre una balaustrada de mármol se hallaba una corona. 
Retrato de Leopoldo I
           (Guido Cagnacci 1657-1658)
                Museo de Historia del Arte (Viena)

Tenía una mirada noble y  bondadosa sobre una enorme nariz, por debajo de la cual despuntaba una pelusilla poco favorecedora en el bigote casi oculto por unos voluminosos labios. Lo cierto era que su semblante, y en general toda su figura, resultaban bastante poco agraciados, sobre todo por lo pronunciado de su mandíbula y por aquel labio inferior, tan carnoso y caído que era imposible que se juntara de manera alguna con su hermano el labio superior que, avergonzado, se escondía a la sombra de la nariz.
Todo aquello no le daba precisamente aspecto de persona perspicaz, pero denotaba algún tipo de parentesco con el rey Felipe, el padre de Margarita, lo que unido a los ornamentos reales que lo acompañaban, le hizo suponer a Candela que estaba ante el Emperador. La persona por la que había empezado ese extraño viaje y al que le debía de entregar el mensaje de la infanta.
En un rincón, algo apartado de los cortesanos, un pintor se esforzaba por realizar un retrato de aquel monarca, lo que debía de entrañar su dificultad, debido a toda la gente que se movía a su alrededor.
Candela comprobó que se hallaba de nuevo engalanada con el vestido de terciopelo azul con el que había empezado aquella aventura, y con aquellos tirabuzones en el pelo. Y al igual que cuando entró en el cuadro de las meninas, nadie parecía haberse percatado de su aparición repentina en aquella sala. Bueno, al menos si que había una persona que la miraba con extrañeza, y esta era el individuo alto al que toda aquella corte rodeaba. Sin apartar la vista de Candela, aquel hombre despidió con un movimiento de su mano a todos los cortesanos, los cuales realizando una profunda reverencia se apresuraron a apartarse servilmente un par de pasos de su señor.
El Emperador enarcó las cejas y casi solemne se dirigió pausadamente, casi como empezando algún paso de baile, hacia Candela, que a pesar de todo lo que había vivido en aquella aventura no podía evitar que le temblaran las piernas y que el corazón estuviera a punto de saltarle del pecho. Lo que seguramente hubiera sucedido si no fuera por lo apretado del corsé de su vestido. Y antes de lo que la muchacha hubiera podido desear, aquel individuo alto y desgarbado se plantó delante de ella y le tendió una mano como esperando, como si supiera que la aquella muchacha tuviera que ofrecerle algo.
No supo muy bien cómo ni de qué manera, pero Candela se encontró a sí misma ofreciéndole el cartapacio de cuero con los sobres de la infanta Margarita, al tiempo que hacía una reverencia sin atreverse a despegar los labios, algo que por otra parte aquel monarca nunca podría dejar de hacer.
Un criado trajo del extremo del salón un asiento, en el que el soberano se acomodó displicente, al tiempo que abría y leía aquellos papeles cuyo transporte había ocasionado tantas vicisitudes.
Tras un tiempo que a Candela se le hizo eterno, y durante el cual estuvo tentada en un par de ocasiones de salir corriendo, el Emperador levantó los ojos de los pliegos, y la miró con asombro y casi con respeto.
- Mi señora. - Su acento alemán era fuerte, pero se expresaba en castellano y, por otra parte, el tono de su voz dejaba traslucir una personalidad amable y agradable. - Admiro la dedicación y la lealtad que habéis demostrado hacia vuestra Señora, y que os habrán hecho afrontar, estoy seguro, tantos peligros y quebrantos. Y espero no defraudar las esperanzas que mi querida sobrina deposita en mí y que me ha trasmitido a través de tan valientes manos.
Candela sintió como se le encendían las mejillas, y hasta empezó a parecerle un poco atractivo aquel rostro, al fin y al cavo a ella le gustaban los caballos.
          - También me indica, -prosiguió el Emperador-, que tenéis un medio mágico y secreto por el que puedo ponerme en contacto directo con mi sobrina. Y que no me asuste de lo que me propongáis, por extraño que me resulte.
          - Solo necesitamos un retrato de vuestra sobrina, - acertó a contestar Candela, - de los que estoy segura tenéis muchos. Y un cierto grado de intimidad, si fuera posible. - Dijo al tiempo que volvía su mirada hacia toda aquella corte que hasta ese momento no había dejado de perder detalle de toda aquella extraña conversación.
         El Emperador no pudo evitar demostrar un gesto de sorpresa. Pero volviéndose hacia toda aquella gente, la despidió con un gesto enérgico, ante el cual todos, nobles, cortesanos, criados, guardias y pintores se apresuraron a abandonar la estancia, sin atreverse a emitir la menor objeción. Y en cuanto se quedaron solos en aquel enorme salón, el emperador se levantó de su asiento y se dirigió hacia un lateral de la habitación, donde descorrió una cortina de la pared dejando al descubierto un retrato de la infanta Margarita. Era una imagen en la que se la veía mucho más seria, más mayor de lo que Candela la recordaba, y en el que también se parecía más a su padre el Rey Felipe.
          Candela, con mucho donaire, haciendo gala de su ya notable experiencia en el arte de entrar en los cuadros, agitó el pliego de los lienzos por delante del retrato hasta que vio brillar un reflejo dorado. Se volvió hacia el Emperador y le dijo, quizá con excesiva familiaridad: - Sígame. - y dando un paso se introdujo en el lienzo.
          El emperador Leopoldo, en un principio, contempló asombrado como aquella curiosa dama se introducía en el cuadro sin romperlo. Y quizá porque quería atraparla y no dejarla escapar, o quizá porque efectivamente pretendía seguirla, el caso es que fue detrás de ella y sintió como se introducía en la luz dorada, y luego rompía la membrana elástica ya tan conocida por Candela.
          Y allí estaban ambos, delante de la infanta Margarita, que sonriente los miraba a ambos sin la más mínima sorpresa en la mirada. Al fin y al cabo era la hija del soberano más poderoso de la Tierra, y estaba acostumbrada a que se cumplieran sin dificultades sus planes y designios. Las meninas que la acompañaban, y que no eran las mismas a las que Candela recordaba, los contemplaban con expresión de espanto, lo que denotaba que si no caían inmediatamente desmayadas era más por la dignidad y el amor propio que les confería su honroso cargo, que por aquello que les hubiera pedido su instinto de niñas asustadas. Y la expresión en los ojos del emperador, no le iba muy a la zaga en asombro a la de aquellas muchachas.
          Candela por un momento se sintió casi desilusionada. Nicolasillo y León estaban perdidos en aquellos extraños y peligrosos mundos, quien sabe sí para siempre. Ella misma había sufrido aventuras y quebrantos sin medida. Y a pesar de todo, la infanta, como en su encuentro anterior, sonreía parlanchina ajena a todo aquello que no fuera ella misma y sus preocupaciones, sin dejarle tan siquiera seguir el hilo de sus propios pensamientos. Y así, se abalanzo hacia ambos, tomo a Candela de una mano y al príncipe con la otra y les dijo:
          - Gracias, mi valiente señora. Sabía que lo conseguiríais. Han pasado casi dos años desde que partisteis, pero sabía que, de una forma u otra, lo traeríais hasta mí.
          Candela sintió un escalofrío y se sintió horrorizada. Era cierto que había perdido por completo el sentido del tiempo, pero no le parecía que hubieran transcurrido más que unas largas horas, quizá como mucho un día o dos, pero ¿dos años? No lo podía comprender. Aunque de pronto recordó que su padre le había contado algo sobre que en ocasiones el tiempo no transcurría con la misma velocidad para personas situadas en lugares distintos, y barruntó que quizá era eso lo que había sucedido, y que lo que para ella habían sido apenas unas horas, para la princesa podían haber sido esos dos años. Pero con todo y con eso, no pudo dejar de estremecerse al pensar en el tiempo que habría transcurrido para sus padres, para sus abuelos, para sus amigos... Pero no pudo cavilar en ello mucho tiempo, porque la infanta ya proseguía con su discurso:
          - Y nosotros, mi señor tío, tenemos muchas cosas de que hablar. Espero que hayáis leído mi carta y sepáis las muchas amenazas que nos rodean y que debemos de solventar cuanto antes... Pero antes, disculpadme un segundo pero le debo algo a esta valiente y leal servidora. - Se volvió hacia los cortinajes y tiró de un pesado y largo cordón. Y se volvió de nuevo hacia ellos sonriente.
         Apenas un instante después se abrió una pequeña puerta, aquella misma por la que Candela había entrado en los aposentos de la infanta en la ocasión anterior. Ahora mismo le parecía que efectivamente habían transcurrido cientos de años desde entonces.
          Y al ver quien entraba por aquella puerta, Candela notó como los ojos se le llenaban de lágrimas y el corazón de dicha. Pues los seres que atravesaron el umbral que daba al pasillo no eran otros que León, algo renqueante, y con varias profundas cicatrices en su noble cabeza, pero con su imborrable expresión alegre, y un orgulloso y ufano Nicolasillo, que portaba vestimentas y aires de gente importante y de renombre, pero que en cuanto vio a la muchacha, le ofreció con una enorme sonrisa la mejor de sus reverencias.
          Candela, mientras reía y lloraba a la vez, se fundió en un abrazo de dicha con el muchacho y con el perro. La infanta los miraba radiante y orgullosa, las meninas permanecían paralizadas cual si fueran parte de una pintura del gran maestro Velázquez, y el emperador Leopoldo asistía atónito ante aquella exhibición de sentimientos.
          - Mi valiente señora, - le dijo la infanta a Candela, - os debo pedir temporalmente el pliego de los lienzos para que mi tío pueda volver a su palacio en cuanto le ponga al tanto de la situación y hablemos de nuestro futuro. Creo que en este tiempo hemos resuelto el problema para que el camino de vuelta le sea más sencillo que el que vos tuvisteis que recorrer, mi honorable y valiente señora. - Y al decirlo la infanta inclinó levemente la cabeza hacia Candela. - Y mientras, hacedme el favor de acompañar a mis leales sirvientes para que puedan ofreceros un pequeño refrigerio en la sala de música.
          Candela, con los ojos todavía llorosos y el corazón alborozado, le entregó el pliego a la infanta, no pudiendo evitar un cierto sentimiento de inquietud por tener que desprenderse del salvoconducto merced al cual había recorrido todos aquellos extraños mundos y aventuras, al tiempo que se inclinaba de la misma forma en que había visto lo hacían las meninas. El sentimiento de orgullo por saber que había cumplido con su misión, y sobre todo la alegría de ver de nuevo a León y a Nicolasillo, aplacaron cualquier desconfianza que pudiera invadirla.
          Las meninas, aún atónitas por el asombro pero cautivas de la obediencia a su señora, junto con los exultantes Nicolasillo y León, acompañaron a Candela fuera de aquella estancia. Y mientras sus compañeros de aventuras la escoltaban, tan alegres como ella, a un pequeño salón de música contiguo, Candela se volvió para mirar una vez más a la infanta y al príncipe, y al ver sus miradas entrelazadas, y la sonrisa de sus labios, supo a ciencia cierta que se entenderían perfectamente, que aclararían cualquier malentendido que pudiera haber, y que formarían una pareja alegre y feliz por todo el tiempo que les permitiera la vida.
          Entraron en una pequeña estancia en la que sonaba una dulce melodía que al parecer venía de unas celosías en las paredes cerca del techo, y donde se hallaba dispuesta una mesa con toda clase de refrigerios, pastas y pastelillos, en torno a la cual había varios cómodos asientos y un par de criados solícitos a cualquier petición que pudiera hacérseles.
          Nicolasillo, ignorando a los sirvientes, se afanó en atender personalmente a Candela y le entregó un vaso lleno de una bebida dulce y caliente que la reconfortó especialmente, a pesar de no ser capaz de identificarla, y posteriormente el muchacho la obsequió con un pequeño plato con varios pastelitos de almendra, que hambrienta como estaba, se apresuró a devorar.
          Los niños se miraban sonrientes, comían y reían, mirándose sin atreverse a decir nada, orgullosos y tremendamente felices. Y León los miraba con un palmo de lengua fuera, ansioso por otorgarles un par de lametones a cada uno.
          Candela tenía ganas de preguntarles a ambos cuales habían sido sus aventuras tras separarse, pero estaba tan cansada y al mismo tiempo tan ahíta de felicidad que solo atinaba a mirarles a ambos y a reír. Se sentía feliz.
          Según le contó Nicolasillo entre risa y risa, y entre pastel y pastel, ambos habían sobrevivido a sus respectivos enfrentamientos con grandes dificultades, y en ambos casos, cuando ya creían todo perdido, con los enemigos acechándolos y a punto de vencerlos. En ambos casos el prodigio había sucedido de repente, y sin hacer nada por conseguirlo, puesto que súbitamente habían sido transportados mágicamente a las estancias de Palacio, todavía no se explicaban como. A León le fue el tiempo justo, pues llegó muy malherido, y tardó semanas en recuperarse, y aun para ello requirió grandes cuidados. Nicolasillo, aunque también apurado, escapó en mejores condiciones, pero aún sentía escalofríos al recordar la lucha que tuvo que sostener, y todavía no podía explicarse como había podido escapar de semejante lugar. Aquello sorprendió e hizo reflexionar a Candela, y aunque lo entendía tan poco como sus amigos, supuso que el transporte a su propio mundo debía de tener relación con el hecho de no tener consigo el pliego de los lienzos. Pero con tanta alegría y en aquel ambiente de paz y júbilo, pronto dejó de pensar en ello.
          Poco a poco el agotamiento fue saliendo a la luz, y la fatiga y el nerviosismo acumulados fueron surtiendo efecto. O puede que fueran los acordes suaves y melodiosos de la música que surgía de las paredes, o la bebida calentita, o en definitiva la suma de todo ello, pero lo cierto es que Candela, sin poder evitarlo, comenzó a dar cabezadas. En un principio apenas era un cerrar de ojos un segundo, y un despejarse rápido con el movimiento de la cabeza al caer. Al principio con esas cabezadas la invadía un cierto sentimiento de vergüenza que le azotaba las mejillas y las ponía coloradas como un tomate al no ser capaz de estar despierta delante de sus compañeros de aventuras que la miraban radiantes, y de las meninas que la observaban con desconfianza desde un rincón algo apartado, y levantaba la cabeza intentando disimular sus cabeceos. Pero finalmente el sueño venció las últimas resistencias y acabó por derrotarla.
          Así que cuando noto que el vaso se le caía de entre las manos y que se desplomaba hacia el suelo sin remedio, dio un salto tan fuerte para encubrir su amodorramiento que se golpeó con el cabezal de la cama y se despertó en la habitación del hotel.
          En un primer momento fue incapaz de identificar el lugar donde se hallaba. Sobre todo con la oscuridad que la envolvía. Pero poco a poco reconoció la cama del hotel y sintió a sus padres dormir en el cuarto de al lado. Así que aún un poco confusa, encendió la lamparita de la mesilla de noche y contempló con aprensión el cuadro del ciervo y los perros que había colgado frente de su cama.
          Parecía que toda aquella aventura no había sido otra cosa que un sueño. Era una pena. Y la verdad es que se sentía casi desilusionada. Haber pasado una tarde con la infanta, haber recorrido todos aquellos lugares mágicos, haber escapado de las garras de aquellos monstruos, y sobre todo haber conseguido que Margarita y el Emperador Leopoldo se conocieran y que se amaran había sido demasiado hermoso como para ser cierto.
          Sintió como la tristeza y la melancolía le subían del pecho a los ojos y experimentó la necesidad de ir a la cama de sus padres.
          Se quitó las sabanas de encima, se sentó en la cama, y ya no pudo hacer nada más.
          Al final resultaba que todo había sido cierto. Que había escapado de aquellos perros gracias al bueno de León, y del ejército de muertos con la ayuda de Nicolasillo, que había conocido al maestro Velázquez y al maestro Goya, y que la infanta y el emperador se habían conocido gracias a ella, o por lo menos por medio de su ayuda. No sabía cómo, pero todo aquello había sucedido de alguna forma.
          Porque al incorporarse encontró a los pies de su cama, apoyado entre el suelo y la pared, debajo de la horrorosa pintura del ciervo y los perros, el regalo que le había prometido el maestro Don Diego de Velázquez. En un lienzo oscuro, y sonriendo desde dentro del marco estaba su retrato, pintado con el estilo inconfundible de Velázquez, y en el que se hallaba engalanada con el mismo atuendo que había lucido en el principio y en el final de aquella aventura. El vestido de terciopelo azul de menina de la infanta de las Españas.




                                                                             Fin.



Publicado por Balder

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