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Capítulo II
Una figura familiar se recortaba contra la luz
titilante de las velas. Candela enfocó sus ojos en la penumbra y vio ante sí a
una niña algo más joven que ella, sonriente, que no era otra que la infanta
Margarita. Se hallaba tal cual la había visto pintada en el lienzo desde el
que, apenas hacía un rato, que se le antojaba remotísimo, le había lanzado el
pliego que la había metido en esta extravagante aventura. Eso quería decir que
habían pasado algunos años desde el momento que acababa de vivir junto a Don
Diego, en el salón del cuadro de “las Meninas”. ¡Aquello era para volverse
loca!
Y mientras Candela pensaba en
todo esto, y en qué era lo que convenía hacer en esa situación, la infanta se
le echo encima y le aplicó dos besazos en la cara, dejándola un tanto
desarmada. Después de aquel saludo tan eufórico, la cogió de la mano y la llevo
a un pequeño sofá en la habitación contigua, donde la invitó a sentarse junto a
ella, como un par de buenas amigas de toda la vida.
En aquel momento la infanta se
puso a hablar, y ya no hubo forma de hacerla callar.
- Gracias por venir, Candela, te llamas así
¿Verdad? Que nombre tan bonito. No sabéis cuanto os agradezco que hayáis
acudido en mi ayuda, pero es que estaba desesperada. ¿Os costó mucho encontrar
el camino? Supongo que no, y espero que el viaje no os haya sido complicado,
aunque supongo que lo complicado viene de aquí en adelante, y además habéis
contado con la ayuda del maestro Velázquez. ¡Hay pobre maestro! Era tan
bueno... - La infanta hablaba y hablaba sin parar. De vez en cuando introducía
una pregunta en el hilo de su monologo, pero sin esperar que nadie la
contestara, o contestándosela inmediatamente ella misma. Candela apenas era
capaz de seguir el derrotero de su charla, y no conseguía introducir más que un
“sí” o un “bueno” de vez en cuando. Parecía claro que la infanta o no estaba
acostumbrada a que la replicaran y que por eso no esperaba que le contestaran,
o que por el contrario que estaba muy necesitada de ser escuchada y que había
tomado a Candela para su propio desahogo. Finalmente pareció decidirse a entrar
en materia, y a centrarse y explicarle a su abrumada invitada aquella extraña
situación en la que ambas se encontraban implicadas, y le dijo:
- Os preguntareis porque os he
pedido ayuda, es que soy una desconsiderada, y sí, ya sé que os he alejado de
vuestra familia, pero solo vos sois capaz de ayudarme. ¡Sí al menos aun vivera
Don Diego! Pero ahora ya no está con nosotros... Bien, veréis, ¿conocéis el
origen del pliego que portáis y que os envié?
- Si, me lo ha explicado el señor
Velázquez.- contestó Candela.
- Por supuesto, que tonta soy,
además lo acabáis de usar. Bueno, como os decía, Don Diego me contó hace años
el secreto del pliego de los lienzos. Lo hizo con mucho secreto, y con gran
misterio, diciéndome que estaba seguro de que un día lo necesitaría. Así mismo
me indicó como debía utilizarlo escribiendo en él mi mensaje, y como podía
lanzarlo a través de cierto cuadro en busca de una dama valiente que me
ayudara.- Y diciendo esto le apretó el brazo con un gesto de complicidad antes
de proseguir.- Y aunque me indicó que la mejor forma de acceder a alguien es
mediante una pintura en la que esa persona estuviera representada, también me
dio instrucciones precisas para conseguir encontrar a una determinada persona
aunque no dispusiera de un retrato propiamente dicho.- Sus ojos quedaron
durante un instante perdidos en el infinito, como si recordara algo, pero
enseguida buscaron de nuevo a los de Candela y prosiguió con su explicación.
- Ciertamente y a pesar de las
explicaciones del señor Don Diego, hasta estas últimas semanas, no había
imaginado que nunca necesitaría emplear semejantes consejos... Pero, por lo que
parece, el viejo maestro además de pintor debía de tener dotes adivinatorias...
O eso, o era tremendamente previsor, ¿no creéis? Aunque os diré, que el maestro
desconocía una peculiaridad del pliego, o bien aunque la conocía no creyó
conveniente el comunicármela. Y esta es que no todas las personas son capaces
de utilizarlo. Se debe requerir algún rasgo o cualidad que desconozco, y que yo
no poseo. Supongo que debe de ser el poseer cierta predisposición a las artes
plásticas o a la pintura. ¡Ay! ¡Cuántas veces en los últimos días he intentado
usarlo sin éxito! Y finalmente descubrí algo extraño. Delante de un único
cuadro pintado por Don Diego, del retrato de una menina en azul, a la que nunca
antes conocí, os vi a vos sonreír mientras paseabais entre los cuadros del
maestro. Fue apenas una visión, pero me resulto tremendamente inspiradora de lo
que debía hacer a continuación. Se me ocurrió enviaros el pliego mismo, él
solo, al interior de aquel cuadro. Os escribí esta misiva y os lo envié, y por
lo que parece con éxito.
Supongo que debéis de ser
virtuosa en las artes ¿no es así? Sí, estoy segura que sí, pues en otro caso,
no estaríais aquí. Además eso ahora mismo no importa demasiado, y por otra
parte estoy siendo un poco descortés con vos.
- No... - Acertó a contestar
Candela refiriéndose al mismo tiempo a que no la consideraba descortés, y a que
no se veía a sí mismo como virtuosa de nada, aunque sus padres le insistían a
menudo en que ella escribía, pintaba y que tocaba el piano bastante bien, y que,
sobre todo esto último, lo haría mucho mejor si le dedicara algo más de tiempo.
Pero antes de que pudiera decir nada más o avanzar en sus pensamientos, la
infanta prosiguió diciendo:
- El caso es que preciso la ayuda
de alguien que pueda utilizar el pasaporte que es este viejo y extraordinario
pliego de los lienzos. Todo el reino, y mi familia en concreto se halla en un
peligro espeluznante. Por eso os necesito a vos.
Candela se sintió a un tiempo
alagada, sorprendida e intrigada. Pero por poco tiempo, pues la cháchara
inagotable de la infanta no le permitía ni seguir el hilo de sus propios
pensamientos.
- Los enemigos de mi buen padre,
el rey Felipe, y de nuestra gran España son multitud, y los problemas nos
acechan en todas partes. Esperábamos que el matrimonio de mi hermana con el rey
Luis de Francia, aliviara las dificultades de nuestra patria, y sino, que al
menos el mío con mi tío Leopoldo, heredero del imperio, mejoraran algo la
situación. Pero ahora los enemigos no solo acechan más allá de las fronteras,
sino que según tengo entendido están indisponiendo a la corte Austriaca contra
este matrimonio. ¡Y yo que tantas ilusiones había puesto en él! Mi tío no es
muy agraciado físicamente, pero según me han informado es un hombre culto, alegre,
y de buen corazón. Y sobre todo, su alianza es absolutamente necesaria para
nuestro reino. Y por eso os necesito a vos.
Candela la miró sorprendida
preguntándose dónde podría ella interferir en ese lío de alianzas políticas y
bodas de estado. Y por un momento hasta se le pasó por la cabeza que tal vez
quisieran casarla con alguien para solucionar vaya usted a saber que extraño
acuerdo.
- Si, aquí es donde vos sois
necesaria. -Continuó la infanta.
- Desgraciadamente no puedo
confiar en ningún otro intermediario. Y la distancia y la interposición de
nuestros enemigos hacen que solo el pliego de los lienzos pueda crear un puente
que le permita llegar hasta mí. La única persona en la que confiaba y que estoy
segura podría utilizar el pliego, mi buen maestro Don Diego, ha fallecido
recientemente, sin tan siquiera poder concluir el último retrato que me estaba
pintando desde hace años.
- Y necesito que alguien que pueda cruzar el mundo
de los cuadros le lleve a mi tío Leopoldo un mensaje de mi puño y letra, un
mensaje que pueda estar segura de que no será interceptado ni modificado por
los espías y malvados que nos rodean a todos en estos extraños y crueles
tiempos. Y si fuera posible, si lo convencierais… Y si él pudiera y quisiera,
que nos lo trajerais hasta mí, por el mismo camino, para que nos conociéramos
en persona, y que así yo pudiera contarle todo esto directamente. Estoy segura
de que si oye la verdad de mis labios, todo se aclarará y que ya nada podrá
distanciarlo de nosotros. Si lo hacéis habréis hecho un gran servicio a vuestra
patria, y tendréis el eterno agradecimiento de una infanta de las Españas.
- Además, -prosiguió la
princesa-, en esta misión no estaréis sola. Porque aunque no puedo mandar que
os acompañen soldados ni ejércitos, si que puedo proporcionaros la escolta de
dos de mis más fieles vasallos.
Y diciendo esto se levantó y
volviéndose hacia los cortinajes granates tiró de un pesado y largo cordón.
Apenas un instante después se abrió la pequeña puerta, por la que había entrado
Candela, y por ella entraron un grupo de personas, a alguna de las cuales la
niña reconoció inmediatamente, pues formaban parte del grupo de “Las Meninas”.
Se le veía más maduro que cuando había sido pintado en el cuadro, y el traje
era diferente, aunque no así su estatura, que era la misma y que apenas era la
de un niño de unos ocho años, pero con todo, Candela identificó inmediatamente
al joven enano que golpeaba al perro en el lienzo, y que ahora lucía una enorme
sonrisa de oreja a oreja. Y también estaba allí el gran perro bonachón y
pachorrudo, que se dirigió hacia su ama con un trote vivaracho y displicente, y
con un aspecto no menos alegre que el del muchacho. Junto a ellos entraron dos
meninas, más jóvenes y a las que Candela no reconoció, muy serias y circunspectas.
Todos, salvo el perro claro, realizaron una reverencia con mucho donaire ante
la infanta, sin poder evitar el lanzar miradas de curiosidad hacia Candela.
- A vuestro servicio, mi Alteza.-
Saludó alegremente el muchacho, mientras se inclinaba ante la infanta.
Permaneciendo después expectante, esperando a que la princesa le diera su
consentimiento para proseguir. Margarita lo miró con aprobación y señalándole a
Candela le indicó con un gesto que podía continuar. El muchacho se volvió hacia
la sorprendida niña y continuó lo que parecía un discurso largamente ensayado.
- Mi señora, doña Margarita, me
ha ordenado que nos pongamos a vuestro servicio, tanto yo, Nicolasillo
Pertusato, para servir a Dios y a vuesa merced, como mi fiel amigo y compañero,
el fiero Salomón, - y bajando un poco la voz le dijo como en un aparte, -
aunque prefiere que le llamen León.- Y haciendo una media reverencia se volvió
señalando al enorme perro, que se había sentado perezoso y que los miraba a
todos con un palmo de lengua fuera y con unos grandes y húmedos ojos, en los
que brillaba una expresión bonachona y sonriente, que más recordaba a la de un
cachorro juguetón que a la fiera cuyo nombre pretendía llevar. El muchacho se
volvió de nuevo hacia Candela y continuó con su discurso.
- Mi señora me ha indicado que os
espera una misión secreta y peligrosa, y en la que precisareis toda la ayuda
posible, y me ha ordenado que os proporcionemos todo el auxilio de que seamos
capaces, y os ayudemos a conseguir vuestro propósito.
Y diciendo esto hizo una nueva
reverencia muy garbosa y galante ante la niña.
La infanta se volvió sonriendo a
Candela esperando una respuesta. Mientras esta miraba a todos aquellos
personajes entre sorprendida, curiosa y angustiada. Su principal deseo era regresar
a su casa, y no entendía cómo podía haberse visto metida en semejante embrollo.
Por otra parte, la angustia de la
Infanta le hacía sentir pena, y deseaba de corazón ayudarla,
pero parecía todo tan extraño y peligroso... Volvió la cabeza hacia donde
Nicolasillo y Salomón-León las miraban atentos y sonrientes, como si aquello
fuera un juego divertido en el que estaban ansiosos por entrar a participar.
Por otra parte todo aquello parecía sencillo, quizá solo cruzar un par de
cuadros, como quien atraviesa un par de puertas, darle una nota o una carta al
tal Leopoldo y volver de nuevo… Así que se volvió hacia Doña Margarita y solo
se atrevió a preguntar:
- ¿Y luego podré volver con mi
familia?
La infanta la miró con los ojos
llenos de tristeza y angustia, y le contestó:
- De verdad que siento haberos
metido en este embrollo, pero os aseguro que sois mi única, y os diré más, mi
última esperanza. Por otra parte os doy mi palabra de que ignoro como podrías
volver a vuestra casa ahora mismo. Tan solo imagino, por lo que me comentó Don
Diego cuando me cedió el pliego de los lienzos, que si completáis la misión por
la que entrasteis en el primer cuadro, el propio pliego os llevará de alguna
forma de vuelta a vuestro origen. Ya sé que os pido una empresa complicada y
quizá peligrosa, pero me temo que una vez envuelta en ella, solo su feliz
conclusión, podrá devolveros a vuestro hogar.
Candela no sabía ya que pensar,
tan solo sentía una angustia en su pecho que le atenazaba, y estaba muy
asustada. Se sentía sola, triste y desbordada. Pero entonces el perro ladró
alegremente, y Candela se echó a reír y a llorar al tiempo. Aquel ladrido que
trasmitía a un tiempo alegría y ánimo la hizo decidirse. Se secó las lágrimas
con la manga del vestido, y después de sonreír al chucho, al que
definitivamente decidió llamar León, se volvió hacia la Infanta , y sin poder
apenas hablar, asintió con la cabeza.
Margarita le dio un abrazo
agradecido al tiempo que se unía a ella en el llanto y en las risas, para
consternación de las meninas que las miraban asombradas ante aquella flagrante
alteración del protocolo.
Y tras aquel momento de emoción
compartida Candela se atrevió a preguntar:
- ¿Y entonces que es lo que
debemos hacer?
La infanta, mientras se enjugaba
las lágrimas con un precioso y elaborado pañuelo blanco de batista, le dijo:
- Veréis, desgraciadamente no dispongo de ningún
retrato de mi señor Leopoldo, lo que nos facilitaría en gran medida vuestro
viaje. Pero si es correcto lo que me contó don Diego, el color de nuestra
familia es el dorado, alegoría de la
Orden del Toisón de Oro, que trajo a nuestras tierras el Gran
Emperador Carlos. Como supongo que sabréis, el Toisón de Oro es una
condecoración en forma de collar del que pende el vellocino de oro, es decir
una piel de cordero de ese metal.
Candela asintió sin atreverse a decirle que nunca
había oído hablar de ese medallón, al parecer tan importante para la casa real
de la infanta, pero Margarita continuó sin prestarle la menor atención al
rostro sorprendido de Candela.
- Como el gran Carlos fue al mismo tiempo
emperador, rey de las Españas, y antepasado tanto de mi tío Leopoldo como de mí
misma, ese debe de ser el color maestro que os lleve hasta mi tío. Por otra
parte Don Diego me reveló que de alguna forma dejaría una puerta abierta al
pliego de los lienzos en una de sus pinturas, desde la que se pueda alcanzar
cualquier objetivo si se sigue el color maestro acertado. Supongo que apenas
serán dos o tres cuadros los que tengáis que cruzar. Y en cuanto a la vuelta,
seguro que os será mucho más sencilla, pues mi tío y prometido dispone de
varios cuadros de mi persona, a través de los cuales podréis regresar junto a
mí sin problemas.
- Así que sin más demora debemos de ponernos en
marcha. - Y volviéndose hacia las meninas continuó diciendo: Esperad un
instante mientras preparo los documentos que deberéis llevad, y vosotras, -dijo
dirigiéndose a las meninas-, atended a nuestra invitada.
Las dos meninas se apresuraron a ofrecerle a
Candela una bandeja con galletas, lo que esta agradeció hambrienta, así como un
vaso con una bebida refrescante muy agradable, que aunque le recordaba a la
leche tenía un sabor desconocido para la muchacha.
Mientras, la infanta se dirigió a un pequeño
escritorio que había en un rincón, abrió uno de los cajones de donde saco un
sobre ya lacrado, así como un pliego y recado de escribir, y se apresuró a
garabatear unas líneas con su esmerada caligrafía. Secó con cuidado la tinta
del escrito, lo plegó y lo selló igualmente con lacre. Luego introdujo ambos
pliegos en un pequeño cartapacio de cuero que ató con gran cuidado y
volviéndose a Candela se los entregó con gran solemnidad diciéndole:
- Esto es para mi tío y prometido Leopoldo. Solo
debéis entregárselo a él en persona. Os ruego que lo protejáis con vuestra
propia vida si fuera necesario. Candela lo tomo entre sus manos un poco intimidada,
y lo apretó contra su pecho.
Luego Margarita se dirigió hacia
los otros y les arengó diciéndoles:
- El momento del que os había
hablado ha llegado. Todos sabéis lo que debéis hacer. En marcha.
Y el pequeño grupo se lanzó a la aventura. Las
meninas tomaron cada una un candelabro y abrieron la comitiva atravesando aquella
sala y abriendo una pequeña puerta tallada de tal forma en la pared, que sin
ser propiamente una puerta secreta, apenas se distinguía de los relieves
damasquinados del resto del panel que decoraba el muro. Detrás de ellas iba la
infanta muy decidida, y finalmente Nicolasillo y León, que se colocaron uno a
cada lado de Candela, como escoltándola cerrando la marcha muy dignos, pero sin
poder evitar lanzarle miradas sonrientes mientras se adentraban en el pasillo
que se abría al otro lado de la puerta.
Al poco atravesaron otra puerta
similar que daba a un largo e iluminado corredor al final del cual estaba el
gran salón al que se dirigían, sin haberse tropezado por el camino nada más que
con una criada, que sorprendida les hizo una y cien reverencias.
Candela, aunque ya resignada a
realizar el viaje, creía que ya no podía caberle más asombro ni angustia en su cuerpo.
Recapacitó en su misión, que según parecía, finalmente consistía en entrar de
alguna forma en un lienzo de Velázquez, que al parecer era una especie de
puerta a esa especie de mundo-entre-cuadros, y en desplazarse de cuadro en
cuadro, como si fuera de estación en estación, siguiendo la endeble pista de un
color dorado, hasta dar con un príncipe, o emperador, o lo que fuera, para
llevarle esos documentos que ahora apretaba junto a su pecho, para luego volver
por el mismo camino, y si era posible trayéndolo con ella... Pero ¿es que esta
gente no sabía mandar un mensaje por el móvil o por el Messenger o como fuera?
No claro que no, que según creía recordar, para que se descubrieran esos medios
de comunicación debían de faltar cientos de años...
En estos angustiosos pensamientos
se hallaba, cuando finalmente el grupo llegó al gran salón iluminado por varios
candelabros y lámparas en el que había varios lienzos enormes que representaban
batallas, y otros con diferentes retratos ecuestres de la familia real, entre
los que pudo reconocer al Rey Felipe, el padre de la infanta. Pero Candela
apenas tuvo oportunidad de observarlos con detenimiento, pues la infanta
dirigió al pequeño grupo directamente frente a un cuadro que por un momento le
pareció recordar haber visto en el museo.
En él se podía ver a dos hombres,
seguramente militares, generales o algo así, uno de los cuales se inclinaba
ante el otro ofreciéndole una llave. En torno a ellos había un nutrido grupo de
soldados, a ambos lados, y un enorme caballo oscuro de espaldas al espectador.
Pero lo que más le llamó la
atención fue el bosque de lanzas que se alzaban por encima de los soldados de
la derecha. Pues mientras los soldados de la izquierda del cuadro, los que se situaban por detrás del
hombre inclinado, se hallaban con aspecto abatido y las armas inclinadas, los
de la derecha, los emplazados detrás del que recibía la llave presentaban un
grupo arrogante y orgulloso como las lanzas que elevaban rectas hacia el cielo,
en actitud francamente altiva y victoriosa.
- Es este cuadro. Lo pintó Don
Diego, y representa la rendición de la ciudad rebelde de Breda a nuestras tropas. Y según él mismo me dijo, a la derecha del
caballo, si se posee el pliego de los lienzos, se puede encontrar el color
maestro que se esté buscando. Una vez que entréis en él debéis recordar seguir
siempre el resplandor dorado que representa a vuestro objetivo y al Emperador,
y caminando de cuadro en cuadro, llegareis hasta él. Así que ya sabéis, apretad
el pliego de los lienzos, cogeros de las manos y entrad en él. Suerte Candela.
Confío en vos.
Y diciendo esto, y tras darle un
emocionado abrazo, se echó un paso atrás, como si temiera ser absorbida por la
pintura.
Candela se acercó al cuadro,
acompañada por sus dos alegres escoltas que parecían no querer despegarse de
ella.
Inmediatamente un rayo de luz
dorada pareció salir del cuadro, entre las patas del caballo y el marco del
lienzo. La joven lo miró un instante entre asustada y sorprendida, pero la
determinación de la infanta era tan fuerte, y su mirada tan convincente que
cogió la mano de Nicolasillo y se encaró hacia la pintura. Así que haciendo
acopio de todo el valor que pudo recopilar, cerró los ojos y sin tener muy claro por qué lo hacía, dio un
salto hacia el interior de aquel cuadro, justo por la esquina entre el caballo
y el marco, de donde parecía provenir el resplandor dorado de la pintura, con
una mano aferrando el pliego de los lienzos y el cartapacio de cuero, y con la
otra tirando de Nicolasillo, que a pesar de su excitación no se desprendía ni
de la sonrisa de su rostro ni del collar de León que lo seguía cachazudo.
Volvió a sentir aquella extraña sensación, como si atravesara la pared
elástica de un globo que la envolvía y que parecía rechazarla, cuando, como en
las ocasiones anteriores la fuerza desapareció como si algo se rasgara y cayo
medio rodando entre las patas de un caballo oscuro.
Nicolasillo la agarró por el cuello de la camisa y la sacó de debajo
del animal, antes de que alguna de sus patas le diera una coz o la pisara.
Varios de los soldados, con sus largas picas los miraron con una media
sonrisa, como divertidos por el hecho de que un caballo amenazara con pisotear
a unos chavales, pero sin demostrar la más mínima sorpresa por su brusca
aparición. Fue entonces cuando Candela se descubrió llevando un traje de
muchacho, con pantalones y casaca de fieltro, como muchos de los mochileros
adolescentes que seguían y servían a la soldadesca.
Siguiendo las instrucciones que recordaba le había indicado el maestro,
y sobreponiéndose a la situación y a la nueva sorpresa, miró a lo que debían
ser los límites teóricos del cuadro, intentando encontrar algún signo de la
puerta o del resplandor dorado.
A su espalda oyó una algarabía, alegre y bulliciosa que suponía sería
la alegría de las tropas por el final de aquella batalla y quién sabe si de la
guerra. Volvió el rostro y se encontró con unos ojos azules, glaucos, profundos
y sonrientes en el rostro de un veterano enjuto, serio y moreno con un gran
mostacho, junto al que se hallaba un joven con expresión emocionada y feliz, de
unos trece o catorce años, que no apartaba la mirada alegre de los generales.
El veterano la saludó llevándose la mano al sombrero y sin dejar de
sonreír con la mirada, le señaló con apenas un gesto de la cabeza hacia su
espalda, como si de alguna manera supiera de su misión y le quisiera indicar
algo. Candela giró la cabeza un tanto sorprendida, y preocupada, y vio, apenas
con el rabillo del ojo, un brillo dorado.
Sin atreverse a apartar los ojos del soldado y al mismo tiempo sin
querer perder de vista el brillo dorado antes de que desapareciera, cogió
Nicolasillo por el brazo y diciéndole: “vamos, por aquí”, se dirigió hacia la
supuesta puerta, arrastrando al muchacho y seguida por el cachazudo perro.
Corrió sintiendo como si aquellos ojos azules se le clavaran en la
espalda y se lanzó hacia la luz dorada que los envolvió en una especie de
abrazo silencioso.
Por un momento no vio nada más, y cuando el brillo dorado se extinguió
comprendió que se hallaba en otro cuadro. Sus ropas habían cambiado de nuevo, y
ahora llevaba una falda larga de paño azul, con un delantal y una blusa de lino
blanco. Nicolasillo, sin embargo, llevaba las mismas ropas que portaba en la
sala de la infanta.
Se hallaban en una sala luminosa y bien ventilada, donde un grupo de
alegres mujeres, muy dicharacheras, parecían muy afanadas en la preparación de
hilos. Una manejaba una rueca y otras preparaban ovillos y madejas de lana. Y
mientras trabajaban no paraban de conversar alegremente.
La fábula de Aracne (Diego Velázquez 1657) Museo del Prado (Madrid) |
Al fondo colgaba un tapiz muy hermoso en el que se veía una escena
mitológica de brillantes colores.
Como en las ocasiones anteriores, nadie parecía haberse percatado de su
aparición, y todas aquellas mujeres seguían afanas en sus quehaceres y
pláticas, sin demostrar el más mínimo signo de sorpresa.
Por lo que decían y por las expresiones irónicas y burlonas que
manifestaban, se veía que estaban, ya no criticando, sino más bien
despellejando a alguna otra que no estaba delante, y que según parecía debía
ser bastante vanidosa y orgullosa tanto de su supuesta hermosura como de su
habilidad con el telar.
Por un momento Candela pensó que quizá la indiferencia de aquellas
gentes, ante su brusca y sorprendente aparición en la estancia, se debía a que
quizá no los podían ver. Quién sabe si el pliego de los lienzos tuviera algún
otro poder mágico oculto. Pero tal ilusión se deshizo cuando la más mayor de
aquellas mujeres, una que llevaba una especie de toca blanca en la cabeza y que
era la que manejaba la rueca pidió a una jovencita que les trajera un poco de
agua, y cuando esta lo hizo y tras saciar ella misma la sed en el cantarillo,
les ofreció beber a todos los allí presentes, incluidos a Nicolasillo, que
aceptó alegre, y a ella misma que no pudo más que decir con un susurro “No,
gracias”, mientras notaba como sus mejillas se ponían rojas como un tomate,
mitad por la vergüenza, mitad por la sorpresa de verse integrada en aquella
escena como si fuera la cosa más natural del mundo.
Como el tiempo iba pasando y no aparecía ningún brillo de color, León
se tumbó perezoso, y Nicolasillo se puso a mirar alrededor con cara de
aburrido.
Candela lo observaba un poco enfadada por su apatía, cuando de pronto,
vio justo a la espalda del muchacho un pequeño rayo de luz dorada. Así que sin
muchos miramientos empujo al chico y pasando por encima del perro tumbado, les
susurró a ambos:
- Vamos, que ahí está la luz, - y los arrastró hacia el nuevo portal.
Atravesaron la luz y la familiar membrana, para notar como una brisa
refrescante les indicaba que ahora estaban al aire libre.
El triunfo de Baco (Diego de Velázquez 1629) Museo del Prado (Madrid) |
Según pudo comprobar portaban la misma ropa que en el lugar anterior,
pero ahora se hallaban en un pequeño prado en el que había plantadas varias
parras, cuyas ramas, sujetas con palos y cañas, formaban una especie de
cobertizo refrescante por entre cuya techumbre se filtraban los rayos del sol
dándole a todo aquel lugar una curiosa iluminación. Bajo aquel abrigo había un
grupo de hombres, a todas luces ebrios, que reían, comían y bebían, mientras un
joven medio desnudo, y engalanado con una corona de hojas de parra, iba
colocando guirnaldas de pámpanos verdes y hojas de vid en la cabeza de los
alegres borrachos.
A Candela toda aquella escena le disgustaba y la escandalizaba un poco. Aquellos hombres embriagados en vino le resultaban sumamente desagradables, por muy bonachonas y alegres que fueran sus expresiones. Y allí estaba un tanto incomoda cuando Nicolasillo le tiro de la manga y le dijo:
A Candela toda aquella escena le disgustaba y la escandalizaba un poco. Aquellos hombres embriagados en vino le resultaban sumamente desagradables, por muy bonachonas y alegres que fueran sus expresiones. Y allí estaba un tanto incomoda cuando Nicolasillo le tiro de la manga y le dijo:
- Mi señora. - Candela nunca se acostumbraría a que la llamaran así.-
No sabemos cuánto tiempo estaremos en estas extrañas tierras, ni lo que
tendremos que andar. Pidámosles a estas buenas gentes algo de uva, pan y un
cantarillo de vino.
- Bueno, haz lo que quieras pero date prisa, que no sé cuándo aparecerá
la luz dorada. - Le contestó Candela, apresurándose a añadir:
- Y si te pueden dar agua en vez de vino mejor.
Nicolasillo la miró como si Candela acabara de decir la estupidez más
grande que se pudiera recordar. Meneó la cabeza como si no se lo acabara de creer
y se dirigió hacia el grupo de borrachos corriendo.
Candela observó, como aquel grupo de hombres recibía jovialmente a
Nicolasillo, como le ponían alegremente una corona de hojas de parra en la
cabeza y le acercaban a la boca un jarrillo para que se uniera a ellos en la
bebida. Estaba nerviosa mirando de un lado a otro esperando a ver donde
aparecía la luz dorada, y ya se había arrepentido de haber dejado alejarse al
muchacho. Temía que de un momento a otro se iniciara el proceso de la luz
dorada y que no le diera tiempo a volver con ella y con León. Este, como si
advirtiera el nerviosismo de la niña, la miraba con esos grandes ojos tiernos,
al tiempo que le lanzaba un ladrido como diciendo “tranquila, que ya estoy yo
aquí”. Candela lo miró y acariciándole la cabeza le dijo:
- Tú también estás nervioso, ¿verdad? Si es que no se tenía que haber
alejado, y menos ahora. Cuando venga le pegas un mordisco en el… Bueno, tú le
muerdes.
El perro le agradeció la atención poniéndole una de sus patazas encima
de la mano y frotando su enorme cabeza contra la falda de Candela.
Tras lo que le pareció una eternidad, Nicolasillo regresó junto a ellos
con la corona de parra en la cabeza, la boca roja de vino y los ojos rebosantes
de excitación. Llevaba una hogaza de pan bajo el brazo, un racimo de uvas en
las manos, del que ya estaba dando buena cuenta, y colgado del cordón que le
hacía de cinturón, un pequeño cantarito, tapado con un tarugo de madera, tan
morado, que no dejaba duda del contenido líquido que contenía.
Candela se partió un buen trozo de pan que le pareció exquisito, y se
apresuró en ayudar al zagal a acabar con el racimo de uvas. Y aunque rechazó el
vino, pudo saciar su sed en una fuentecilla que allí había, y de la que León
bebía ansioso tras haberse devorado él solo media hogaza. Aquellas viandas le
parecieron a la muchacha el más suculento de los manjares, posiblemente por el
hambre que tenía, pues ya habían pasado bastantes horas desde su última comida
en condiciones en aquel restaurante de Madrid. El recuerdo de aquella comida,
que se le antojaba tremendamente remota, y de sus padres tan lejanos, le hizo
sentir un sentimiento de nostalgia en el pecho que pugnaba por salir en forma
de llanto, y que se forzó en disimular, mitad por vergüenza, mitad por no angustiar
a sus dos alegres acompañantes.
Se lavó los ojos húmedos en la fuente, y ya con el estómago lleno, se
sintió algo más reconfortada.
De haber tenido tiempo para pensar, quizá la angustia, la morriña y los
recuerdos hubieran acabado por derrotarla. Pero León, que se encontraba alegre
y satisfecho, se lanzó a lamerla y a llenarla de babas pretendiendo convencerla
para jugar con él. Nicolasillo, en un arrebato de responsabilidad, intentaba
inútilmente sujetar la tremenda cabeza del animal para que no molestara a la
niña, pero tan solo consiguió caer cómicamente sobre Candela, que para entonces
ya estaba partiéndose de risa. Y todo esto terminó convirtiéndose en una alegre
pelea entre los tres compañeros, que solo acabó, entre risas y golpes, cuando
finalmente ambos muchachos exhaustos, se quedaron tumbados sobre la fresca
hierba, mientras León incansable les ladraba pidiendo más.
Candela que estaba relajada y agotada, se fue quedando extasiada
mirando la luz que se filtraba entre las parras, cuando el muchacho le sacudió
el brazo. Y cuando iba a recriminarle la actitud, diciéndole que la dejase
tranquila que estaba extenuada, vio la expresión de urgencia en el rostro del
chaval y como este señalaba, sin poder hablar, un rayo de luz dorada que se
filtraba entre las parras.
Se puso en
pie azorada, y tras asegurarse de que llevaba con ella el pliego de los lienzos
y el cartapacio, se lanzó hacia la luz seguida por sus jadeantes compañeros.
Cuando los ojos se le adaptaron a la nueva luminosidad, Candela no pudo
reprimir un suspiro de impaciencia. Había esperado encontrar al Emperador
rápidamente, y el verse en un nuevo paraje rodeada de plantas y de olores
extraños, pero sin señal alguna ni del Emperador, ni del medallón de oro, ni de
cosa parecida consiguió volver a desanimarla.
No obstante, cuando observó con detalle donde se encontraban, no pudo
menos que maravillarse de nuevo. Pues si extraños habían sido los lugares
anteriores, este no les iba a la zaga.
La Anunciación (Fra Angélico 1425-1426) Museo del Prado (Madrid) |
Se hallaban en un extraño y luminoso bosque, de una frondosidad
exuberante, del que salía una joven pareja llorosa y avergonzada, al parecer
expulsada, y de no muy buenos modos, por un ángel. Al menos eso aparentaba ser
ese individuo con alas y de una innegable hermosura, pero de tan feroz
expresión en su cara que asustaría al más valiente. A lo lejos se veía un
pequeño templete, muy bello, en el que, en ese momento, entraba otro ángel, este
con una expresión mucho más amable y bondadosa en el rostro, al tiempo que hacía una reverencia ante alguien que Candela no
alcanzaba a ver. Y por encima de aquel ángel un rayo de luz dorada, que venía
desde el cielo, entraba en el interior del Templete.
Candela exhortó a sus compañeros a dirigirse hacia esa edificación y
hacia aquel rayo de luz, esperando encontrar allí el anhelado resplandor
dorado. Pero cuando se dirigían animosos hacia allí, el ángel de rostro feroz
se interpuso en su camino y les cortó el paso.
Fue inútil que los muchachos trataran de explicarle su urgencia, o que
intentarán rodear el lugar donde aquel ser se interponía. Se movieran hacia
donde se movieran, aquel ser de rostro enfurecido se cruzaba en su camino sin
dejarles avanzar ni hacia el Templete, ni retroceder hacia el bosque. León,
nervioso, intentó lanzarse encima de aquél furioso ser, pero solo consiguió que
algún tipo de rayo misterioso, que surgió de las palmas de las manos del ángel,
lo lanzara magullado a los pies de sus dos amigos.
El pobre animal quedó tumbado y dolorido, quejándose triste y
lastimeramente del tremendo golpe recibido. Los dos muchachos se abalanzaron
sobre él para acariciarle y comprobar si tenía alguna herida o lesión grave,
pero parecía que solo había recibido un tremendo empujón sin mayores
consecuencias.
Candela se encaró hacia el ángel intentando recriminarle aquella
acción, pero el rostro de aquel ser reflejaba tal furia, severidad e inflexible
dureza, que no se atrevió a decirle nada. Solo se volvió hacia sus compañeros y
juntos se alejaron en la única dirección que parecía permitirles aquel
individuo furibundo.
Se sentaron unos metros más allá, entre unas plantas algo más secas y
raquíticas que las del frondoso bosque. Desde allí podían observar el templete,
el rayo de luz y los movimientos del ángel furioso. Candela esperaba que tal
vez, con tiempo, aquel ser dejara de prestarles atención y que así pudieran
desplazarse hasta el edificio. Pero aquel individuo alado no los perdía de
vista ni un momento, ni a ellos ni a la afligida pareja que se alejaba en
dirección contraria, y que lanzaba, de vez en cuando, miradas furtivas y
llorosas hacia el bosque.
El tiempo pasaba y no parecía que la situación, ni la actitud del
ángel, cambiaran lo más mínimo. Y el grupo de los tres compañeros estaban
impacientándose sobremanera.
Nicolasillo, ansioso, le daba de vez en cuando sorbos al cantarillo de
vino. León se quejaba con lamentos espaciados, más de miedo que de dolor, al
tiempo que intentaba taparse la enorme cabeza con las patas. Y Candela no
dejaba de morderse sus ya escasas uñas. Aquello era como para desesperar al más
templado.
Entonces, cuando ya estaban a punto de perder la poca paciencia que les
quedaba, apareció junto a ellos una pequeña luz de un color entre morado y
granate. Candela sabía que tenían que esperar otra de color dorado, pero no
aguantaba estar allí, en aquel lugar, ni un minuto más sin poder hacer nada.
Así que se volvió una vez más hacia el inalcanzable rayo dorado, miró furiosa
al ángel vigilante y poniéndose en pie decidida les increpó a sus compañeros:
- ¡Venga! ¡Nos vamos de aquí!- Y casi empujándolos se dirigió hacia el
oscuro resplandor de color violáceo.
Sus compañeros no se hicieron repetir la increpación, pues estaban tan
artos de aquel lugar como ella y se lanzaron hacia aquella luz como alma que
lleva el diablo.
Una vez más sintieron atravesar la ya conocida membrana, y cayeron
rodando sobre un manto de fresca y mullida hierba.
La bacanal de los andrios (Tiziano 1523-1526) Museo del Prado (Madrid) |
Estaban en un prado en el que
crecían algunos árboles dispersos en las orillas de un plácido mar en el que se
veían alejarse a lo lejos, las velas de un navío. Cerca de ellos, detrás de
unos arbolillos y arbustos se oían unas risas y cantos que por un momento les
recordaron a los de los borrachos que les habían obsequiado con el pan y las
uvas. Pero las voces y los sonidos eran más sórdidos, menos alegres y más
maliciosos. Y, lo que le resultó más misterioso, los vestidos que llevaban,
esta vez no se habían transformado, en lugar de eso estaban deteriorados,
desgarrados en algunos lugares, manchados y desgastados.
Sin saber muy bien que hacer, y
con cierto recelo, Candela dirigió a su pequeña expedición hacia los sonidos. Y
cuando se asomaron tras los arbustos vieron una escena decadente que le pareció
tremendamente sucia. Había un grupo de hombres, mujeres, y hasta niños,
desnudos y borrachos, revueltos, tirados por el suelo, escanciándose vino unos
a otros directamente en las bocas, riendo tonta y sórdidamente. Aquí y allá
algunos caían incapaces de sostenerse sobre sus piernas, otros se abrazaban
impúdicamente, sucios de vino y de sudor. Y en el centro de aquella escena, un
niño pequeño, de apenas cuatro o cinco años,
borrachito, se tambaleaba alrededor de una mujer desnuda, tirada
indolentemente, y seguramente inconsciente por el alcohol. Candela pensó que
seguramente era su madre. Pero ¿qué madre desnaturalizada podía dejar que su
hijo se emborrachara y emborracharse ella misma hasta el extremo de no
enterarse de lo que le pudiera ocurrir a la criatura? Pobrecillo. Se sintió
totalmente escandalizada.
Así que cogió de la manga a
Nicolasillo, que no podía apartar los ojos de los cuerpos voluptuosos, y
llamando a León, que era el más indiferente de los tres ante aquella escena,
se volvió hacia el lugar de donde venían, intentando alejarse de aquella bacanal,
y buscando por todas partes un resplandor dorado.
Al cabo de unos
instantes distinguió claramente una luz junto a los arbolillos, era verde
brillante, de un verde pegajoso. Por un momento estuvo a punto de lanzarse
hacia allí y pasar a través de ella, deseando como estaba de alejarse de
aquella sórdida escena por la que aún le dolía en los ojos. ¡Pobre niño! Pero
se contuvo, pues seguramente estaban allí por no haber elegido el color
adecuado. Al poco apareció una luz rojo sangre, y de nuevo contuvo sus ganas de
huir, luego una luz de tonos oscuros que casi la hacían parecer oscuridad, y
luego otra, y otra, y otra... Cuando volvió a aparecer, tras lo que le pareció
una eternidad de escuchar esas risas y jadeos, la luz verde pegajosa, y luego
la rojo sangre, y luego la luz oscura, comprendió que el ciclo se había cerrado
y que no aparecería el color dorado. Por un momento sintió como el miedo la
atenazaba, y se sintió perdida. Nicolasillo la miraba con esos ojos grandes y
sonrientes, como esperando fielmente la decisión que ella quisiera tomar.
Entonces apareció una luz que antes había descartado, era de un amarillo
chillón, y como, aunque no era lo que buscaba, le recordaba al color dorado, se
dirigió a sus compañeros y les dijo vamos, es la nuestra, y se lanzó a ella
como si se subiera a un autobús de línea que hubiera llegado con demasiado
retraso.
Una vez más cruzaron la membrana
elástica, encontrándose frente a una nueva escena, que si bien no le gustó, al
menos no le resultó tan desagradable como la anterior.
Se hallaban igualmente en una praderilla rodeada de vegetación en flor. Sobre ella se alzaba un enorme árbol que techaba todo aquel lugar con sus ramas, sus hojas y sus abundantísimas flores. Y desde aquellas ramas les llegaba una algarabía de trinos y cantos de una infinidad de pajarillos que debían habitar el frondoso árbol.
Se hallaban igualmente en una praderilla rodeada de vegetación en flor. Sobre ella se alzaba un enorme árbol que techaba todo aquel lugar con sus ramas, sus hojas y sus abundantísimas flores. Y desde aquellas ramas les llegaba una algarabía de trinos y cantos de una infinidad de pajarillos que debían habitar el frondoso árbol.
Las tres Gracias (Rubens 1636-1639) Museo del Prado (Madrid) |
Al pie del tronco se hallaban
tres señoras entradas en carnes y desnudas, o bueno, tan solo cubiertas por
unas gasas trasparentes que apenas dejaban el más mínimo detalle a la
imaginación, y que parecían bastante tontitas. Estaban medio abrazadas en
círculo, y no hacían otra cosa que mirarse entre ellas al tiempo que soltaban
estúpidas risitas.
Candela
empezaba estar un poco cansada de todo aquel trajín. Y para colmo de males casi
le dio un vahído al ver que toda su ropa, así como la de Nicolasillo se había
tornado de gasa, y que apenas le ocultaba nada. Así que tapándose como
buenamente pudo, y sin esperar a ver el anhelado resplandor dorado, agitó en la
mano el pliego de los lienzos y dio un
paso hacia adelante al tiempo que la envolvía un extraño resplandor verde manzana.
Inmediatamente se arrepintió de no haber tenido un poco de paciencia y
de no haber esperado a ver la luz dorada. Pero el hecho ya no tenía vuelta
atrás, pues seguidamente vio como el paisaje a su alrededor se transformaba al
tiempo que sentía como eran trasladados a un nuevo lugar... o a un nuevo
cuadro.
Si la
escena de las tres señoras no le había hecho demasiada gracia, lo que vio ahora
le produjo una desazón en todo su ser que la hizo estremecerse. Y por un
momento comenzó a temer que se hubieran perdido definitivamente en aquel
formidable y gigantesco universo de las pinturas.
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Publicado por Balder
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