domingo, 17 de noviembre de 2019

Una noche en el Museo del Prado. II



               Leer previamente el Capitulo I en https://celtiberosyceltimoras.blogspot.com/2019/11/una-noche-en-el-museo-del-prado-i.html
         

Capítulo II

          Una figura familiar se recortaba contra la luz titilante de las velas. Candela enfocó sus ojos en la penumbra y vio ante sí a una niña algo más joven que ella, sonriente, que no era otra que la infanta Margarita. Se hallaba tal cual la había visto pintada en el lienzo desde el que, apenas hacía un rato, que se le antojaba remotísimo, le había lanzado el pliego que la había metido en esta extravagante aventura. Eso quería decir que habían pasado algunos años desde el momento que acababa de vivir junto a Don Diego, en el salón del cuadro de “las Meninas”. ¡Aquello era para volverse loca!
Y mientras Candela pensaba en todo esto, y en qué era lo que convenía hacer en esa situación, la infanta se le echo encima y le aplicó dos besazos en la cara, dejándola un tanto desarmada. Después de aquel saludo tan eufórico, la cogió de la mano y la llevo a un pequeño sofá en la habitación contigua, donde la invitó a sentarse junto a ella, como un par de buenas amigas de toda la vida.
En aquel momento la infanta se puso a hablar, y ya no hubo forma de hacerla callar.
         - Gracias por venir, Candela, te llamas así ¿Verdad? Que nombre tan bonito. No sabéis cuanto os agradezco que hayáis acudido en mi ayuda, pero es que estaba desesperada. ¿Os costó mucho encontrar el camino? Supongo que no, y espero que el viaje no os haya sido complicado, aunque supongo que lo complicado viene de aquí en adelante, y además habéis contado con la ayuda del maestro Velázquez. ¡Hay pobre maestro! Era tan bueno... - La infanta hablaba y hablaba sin parar. De vez en cuando introducía una pregunta en el hilo de su monologo, pero sin esperar que nadie la contestara, o contestándosela inmediatamente ella misma. Candela apenas era capaz de seguir el derrotero de su charla, y no conseguía introducir más que un “sí” o un “bueno” de vez en cuando. Parecía claro que la infanta o no estaba acostumbrada a que la replicaran y que por eso no esperaba que le contestaran, o que por el contrario que estaba muy necesitada de ser escuchada y que había tomado a Candela para su propio desahogo. Finalmente pareció decidirse a entrar en materia, y a centrarse y explicarle a su abrumada invitada aquella extraña situación en la que ambas se encontraban implicadas, y le dijo:
- Os preguntareis porque os he pedido ayuda, es que soy una desconsiderada, y sí, ya sé que os he alejado de vuestra familia, pero solo vos sois capaz de ayudarme. ¡Sí al menos aun vivera Don Diego! Pero ahora ya no está con nosotros... Bien, veréis, ¿conocéis el origen del pliego que portáis y que os envié?
- Si, me lo ha explicado el señor Velázquez.- contestó Candela.
- Por supuesto, que tonta soy, además lo acabáis de usar. Bueno, como os decía, Don Diego me contó hace años el secreto del pliego de los lienzos. Lo hizo con mucho secreto, y con gran misterio, diciéndome que estaba seguro de que un día lo necesitaría. Así mismo me indicó como debía utilizarlo escribiendo en él mi mensaje, y como podía lanzarlo a través de cierto cuadro en busca de una dama valiente que me ayudara.- Y diciendo esto le apretó el brazo con un gesto de complicidad antes de proseguir.- Y aunque me indicó que la mejor forma de acceder a alguien es mediante una pintura en la que esa persona estuviera representada, también me dio instrucciones precisas para conseguir encontrar a una determinada persona aunque no dispusiera de un retrato propiamente dicho.- Sus ojos quedaron durante un instante perdidos en el infinito, como si recordara algo, pero enseguida buscaron de nuevo a los de Candela y prosiguió con su explicación.
- Ciertamente y a pesar de las explicaciones del señor Don Diego, hasta estas últimas semanas, no había imaginado que nunca necesitaría emplear semejantes consejos... Pero, por lo que parece, el viejo maestro además de pintor debía de tener dotes adivinatorias... O eso, o era tremendamente previsor, ¿no creéis? Aunque os diré, que el maestro desconocía una peculiaridad del pliego, o bien aunque la conocía no creyó conveniente el comunicármela. Y esta es que no todas las personas son capaces de utilizarlo. Se debe requerir algún rasgo o cualidad que desconozco, y que yo no poseo. Supongo que debe de ser el poseer cierta predisposición a las artes plásticas o a la pintura. ¡Ay! ¡Cuántas veces en los últimos días he intentado usarlo sin éxito! Y finalmente descubrí algo extraño. Delante de un único cuadro pintado por Don Diego, del retrato de una menina en azul, a la que nunca antes conocí, os vi a vos sonreír mientras paseabais entre los cuadros del maestro. Fue apenas una visión, pero me resulto tremendamente inspiradora de lo que debía hacer a continuación. Se me ocurrió enviaros el pliego mismo, él solo, al interior de aquel cuadro. Os escribí esta misiva y os lo envié, y por lo que parece con éxito.
Supongo que debéis de ser virtuosa en las artes ¿no es así? Sí, estoy segura que sí, pues en otro caso, no estaríais aquí. Además eso ahora mismo no importa demasiado, y por otra parte estoy siendo un poco descortés con vos.
- No... - Acertó a contestar Candela refiriéndose al mismo tiempo a que no la consideraba descortés, y a que no se veía a sí mismo como virtuosa de nada, aunque sus padres le insistían a menudo en que ella escribía, pintaba y que tocaba el piano bastante bien, y que, sobre todo esto último, lo haría mucho mejor si le dedicara algo más de tiempo. Pero antes de que pudiera decir nada más o avanzar en sus pensamientos, la infanta prosiguió diciendo:
- El caso es que preciso la ayuda de alguien que pueda utilizar el pasaporte que es este viejo y extraordinario pliego de los lienzos. Todo el reino, y mi familia en concreto se halla en un peligro espeluznante. Por eso os necesito a vos.
Candela se sintió a un tiempo alagada, sorprendida e intrigada. Pero por poco tiempo, pues la cháchara inagotable de la infanta no le permitía ni seguir el hilo de sus propios pensamientos.
- Los enemigos de mi buen padre, el rey Felipe, y de nuestra gran España son multitud, y los problemas nos acechan en todas partes. Esperábamos que el matrimonio de mi hermana con el rey Luis de Francia, aliviara las dificultades de nuestra patria, y sino, que al menos el mío con mi tío Leopoldo, heredero del imperio, mejoraran algo la situación. Pero ahora los enemigos no solo acechan más allá de las fronteras, sino que según tengo entendido están indisponiendo a la corte Austriaca contra este matrimonio. ¡Y yo que tantas ilusiones había puesto en él! Mi tío no es muy agraciado físicamente, pero según me han informado es un hombre culto, alegre, y de buen corazón. Y sobre todo, su alianza es absolutamente necesaria para nuestro reino. Y por eso os necesito a vos.
Candela la miró sorprendida preguntándose dónde podría ella interferir en ese lío de alianzas políticas y bodas de estado. Y por un momento hasta se le pasó por la cabeza que tal vez quisieran casarla con alguien para solucionar vaya usted a saber que extraño acuerdo.
- Si, aquí es donde vos sois necesaria. -Continuó la infanta.
- Desgraciadamente no puedo confiar en ningún otro intermediario. Y la distancia y la interposición de nuestros enemigos hacen que solo el pliego de los lienzos pueda crear un puente que le permita llegar hasta mí. La única persona en la que confiaba y que estoy segura podría utilizar el pliego, mi buen maestro Don Diego, ha fallecido recientemente, sin tan siquiera poder concluir el último retrato que me estaba pintando desde hace años.
          - Y necesito que alguien que pueda cruzar el mundo de los cuadros le lleve a mi tío Leopoldo un mensaje de mi puño y letra, un mensaje que pueda estar segura de que no será interceptado ni modificado por los espías y malvados que nos rodean a todos en estos extraños y crueles tiempos. Y si fuera posible, si lo convencierais… Y si él pudiera y quisiera, que nos lo trajerais hasta mí, por el mismo camino, para que nos conociéramos en persona, y que así yo pudiera contarle todo esto directamente. Estoy segura de que si oye la verdad de mis labios, todo se aclarará y que ya nada podrá distanciarlo de nosotros. Si lo hacéis habréis hecho un gran servicio a vuestra patria, y tendréis el eterno agradecimiento de una infanta de las Españas.
- Además, -prosiguió la princesa-, en esta misión no estaréis sola. Porque aunque no puedo mandar que os acompañen soldados ni ejércitos, si que puedo proporcionaros la escolta de dos de mis más fieles vasallos.
Y diciendo esto se levantó y volviéndose hacia los cortinajes granates tiró de un pesado y largo cordón. Apenas un instante después se abrió la pequeña puerta, por la que había entrado Candela, y por ella entraron un grupo de personas, a alguna de las cuales la niña reconoció inmediatamente, pues formaban parte del grupo de “Las Meninas”. Se le veía más maduro que cuando había sido pintado en el cuadro, y el traje era diferente, aunque no así su estatura, que era la misma y que apenas era la de un niño de unos ocho años, pero con todo, Candela identificó inmediatamente al joven enano que golpeaba al perro en el lienzo, y que ahora lucía una enorme sonrisa de oreja a oreja. Y también estaba allí el gran perro bonachón y pachorrudo, que se dirigió hacia su ama con un trote vivaracho y displicente, y con un aspecto no menos alegre que el del muchacho. Junto a ellos entraron dos meninas, más jóvenes y a las que Candela no reconoció, muy serias y circunspectas. Todos, salvo el perro claro, realizaron una reverencia con mucho donaire ante la infanta, sin poder evitar el lanzar miradas de curiosidad hacia Candela.
- A vuestro servicio, mi Alteza.- Saludó alegremente el muchacho, mientras se inclinaba ante la infanta. Permaneciendo después expectante, esperando a que la princesa le diera su consentimiento para proseguir. Margarita lo miró con aprobación y señalándole a Candela le indicó con un gesto que podía continuar. El muchacho se volvió hacia la sorprendida niña y continuó lo que parecía un discurso largamente ensayado.
- Mi señora, doña Margarita, me ha ordenado que nos pongamos a vuestro servicio, tanto yo, Nicolasillo Pertusato, para servir a Dios y a vuesa merced, como mi fiel amigo y compañero, el fiero Salomón, - y bajando un poco la voz le dijo como en un aparte, - aunque prefiere que le llamen León.- Y haciendo una media reverencia se volvió señalando al enorme perro, que se había sentado perezoso y que los miraba a todos con un palmo de lengua fuera y con unos grandes y húmedos ojos, en los que brillaba una expresión bonachona y sonriente, que más recordaba a la de un cachorro juguetón que a la fiera cuyo nombre pretendía llevar. El muchacho se volvió de nuevo hacia Candela y continuó con su discurso.
- Mi señora me ha indicado que os espera una misión secreta y peligrosa, y en la que precisareis toda la ayuda posible, y me ha ordenado que os proporcionemos todo el auxilio de que seamos capaces, y os ayudemos a conseguir vuestro propósito.
Y diciendo esto hizo una nueva reverencia muy garbosa y galante ante la niña.
La infanta se volvió sonriendo a Candela esperando una respuesta. Mientras esta miraba a todos aquellos personajes entre sorprendida, curiosa y angustiada. Su principal deseo era regresar a su casa, y no entendía cómo podía haberse visto metida en semejante embrollo. Por otra parte, la angustia de la Infanta le hacía sentir pena, y deseaba de corazón ayudarla, pero parecía todo tan extraño y peligroso... Volvió la cabeza hacia donde Nicolasillo y Salomón-León las miraban atentos y sonrientes, como si aquello fuera un juego divertido en el que estaban ansiosos por entrar a participar. Por otra parte todo aquello parecía sencillo, quizá solo cruzar un par de cuadros, como quien atraviesa un par de puertas, darle una nota o una carta al tal Leopoldo y volver de nuevo… Así que se volvió hacia Doña Margarita y solo se atrevió a preguntar:
- ¿Y luego podré volver con mi familia?
La infanta la miró con los ojos llenos de tristeza y angustia, y le contestó:
- De verdad que siento haberos metido en este embrollo, pero os aseguro que sois mi única, y os diré más, mi última esperanza. Por otra parte os doy mi palabra de que ignoro como podrías volver a vuestra casa ahora mismo. Tan solo imagino, por lo que me comentó Don Diego cuando me cedió el pliego de los lienzos, que si completáis la misión por la que entrasteis en el primer cuadro, el propio pliego os llevará de alguna forma de vuelta a vuestro origen. Ya sé que os pido una empresa complicada y quizá peligrosa, pero me temo que una vez envuelta en ella, solo su feliz conclusión, podrá devolveros a vuestro hogar.
Candela no sabía ya que pensar, tan solo sentía una angustia en su pecho que le atenazaba, y estaba muy asustada. Se sentía sola, triste y desbordada. Pero entonces el perro ladró alegremente, y Candela se echó a reír y a llorar al tiempo. Aquel ladrido que trasmitía a un tiempo alegría y ánimo la hizo decidirse. Se secó las lágrimas con la manga del vestido, y después de sonreír al chucho, al que definitivamente decidió llamar León, se volvió hacia la Infanta, y sin poder apenas hablar, asintió con la cabeza.
Margarita le dio un abrazo agradecido al tiempo que se unía a ella en el llanto y en las risas, para consternación de las meninas que las miraban asombradas ante aquella flagrante alteración del protocolo.
Y tras aquel momento de emoción compartida Candela se atrevió a preguntar:
- ¿Y entonces que es lo que debemos hacer?
La infanta, mientras se enjugaba las lágrimas con un precioso y elaborado pañuelo blanco de batista, le dijo:
         - Veréis, desgraciadamente no dispongo de ningún retrato de mi señor Leopoldo, lo que nos facilitaría en gran medida vuestro viaje. Pero si es correcto lo que me contó don Diego, el color de nuestra familia es el dorado, alegoría de la Orden del Toisón de Oro, que trajo a nuestras tierras el Gran Emperador Carlos. Como supongo que sabréis, el Toisón de Oro es una condecoración en forma de collar del que pende el vellocino de oro, es decir una piel de cordero de ese metal.
          Candela asintió sin atreverse a decirle que nunca había oído hablar de ese medallón, al parecer tan importante para la casa real de la infanta, pero Margarita continuó sin prestarle la menor atención al rostro sorprendido de Candela.
          - Como el gran Carlos fue al mismo tiempo emperador, rey de las Españas, y antepasado tanto de mi tío Leopoldo como de mí misma, ese debe de ser el color maestro que os lleve hasta mi tío. Por otra parte Don Diego me reveló que de alguna forma dejaría una puerta abierta al pliego de los lienzos en una de sus pinturas, desde la que se pueda alcanzar cualquier objetivo si se sigue el color maestro acertado. Supongo que apenas serán dos o tres cuadros los que tengáis que cruzar. Y en cuanto a la vuelta, seguro que os será mucho más sencilla, pues mi tío y prometido dispone de varios cuadros de mi persona, a través de los cuales podréis regresar junto a mí sin problemas.
          - Así que sin más demora debemos de ponernos en marcha. - Y volviéndose hacia las meninas continuó diciendo: Esperad un instante mientras preparo los documentos que deberéis llevad, y vosotras, -dijo dirigiéndose a las meninas-, atended a nuestra invitada.
          Las dos meninas se apresuraron a ofrecerle a Candela una bandeja con galletas, lo que esta agradeció hambrienta, así como un vaso con una bebida refrescante muy agradable, que aunque le recordaba a la leche tenía un sabor desconocido para la muchacha.
Mientras, la infanta se dirigió a un pequeño escritorio que había en un rincón, abrió uno de los cajones de donde saco un sobre ya lacrado, así como un pliego y recado de escribir, y se apresuró a garabatear unas líneas con su esmerada caligrafía. Secó con cuidado la tinta del escrito, lo plegó y lo selló igualmente con lacre. Luego introdujo ambos pliegos en un pequeño cartapacio de cuero que ató con gran cuidado y volviéndose a Candela se los entregó con gran solemnidad diciéndole:
          - Esto es para mi tío y prometido Leopoldo. Solo debéis entregárselo a él en persona. Os ruego que lo protejáis con vuestra propia vida si fuera necesario. Candela lo tomo entre sus manos un poco intimidada, y lo apretó contra su pecho.
Luego Margarita se dirigió hacia los otros y les arengó diciéndoles:
- El momento del que os había hablado ha llegado. Todos sabéis lo que debéis hacer. En marcha.
Y el pequeño grupo se lanzó a la aventura. Las meninas tomaron cada una un candelabro y abrieron la comitiva atravesando aquella sala y abriendo una pequeña puerta tallada de tal forma en la pared, que sin ser propiamente una puerta secreta, apenas se distinguía de los relieves damasquinados del resto del panel que decoraba el muro. Detrás de ellas iba la infanta muy decidida, y finalmente Nicolasillo y León, que se colocaron uno a cada lado de Candela, como escoltándola cerrando la marcha muy dignos, pero sin poder evitar lanzarle miradas sonrientes mientras se adentraban en el pasillo que se abría al otro lado de la puerta.
Al poco atravesaron otra puerta similar que daba a un largo e iluminado corredor al final del cual estaba el gran salón al que se dirigían, sin haberse tropezado por el camino nada más que con una criada, que sorprendida les hizo una y cien reverencias.
Candela, aunque ya resignada a realizar el viaje, creía que ya no podía caberle más asombro ni angustia en su cuerpo. Recapacitó en su misión, que según parecía, finalmente consistía en entrar de alguna forma en un lienzo de Velázquez, que al parecer era una especie de puerta a esa especie de mundo-entre-cuadros, y en desplazarse de cuadro en cuadro, como si fuera de estación en estación, siguiendo la endeble pista de un color dorado, hasta dar con un príncipe, o emperador, o lo que fuera, para llevarle esos documentos que ahora apretaba junto a su pecho, para luego volver por el mismo camino, y si era posible trayéndolo con ella... Pero ¿es que esta gente no sabía mandar un mensaje por el móvil o por el Messenger o como fuera? No claro que no, que según creía recordar, para que se descubrieran esos medios de comunicación debían de faltar cientos de años...
En estos angustiosos pensamientos se hallaba, cuando finalmente el grupo llegó al gran salón iluminado por varios candelabros y lámparas en el que había varios lienzos enormes que representaban batallas, y otros con diferentes retratos ecuestres de la familia real, entre los que pudo reconocer al Rey Felipe, el padre de la infanta. Pero Candela apenas tuvo oportunidad de observarlos con detenimiento, pues la infanta dirigió al pequeño grupo directamente frente a un cuadro que por un momento le pareció recordar haber visto en el museo.
En él se podía ver a dos hombres, seguramente militares, generales o algo así, uno de los cuales se inclinaba ante el otro ofreciéndole una llave. En torno a ellos había un nutrido grupo de soldados, a ambos lados, y un enorme caballo oscuro de espaldas al espectador.
Pero lo que más le llamó la atención fue el bosque de lanzas que se alzaban por encima de los soldados de la derecha. Pues mientras los soldados de la izquierda del cuadro, los que se situaban por detrás del hombre inclinado, se hallaban con aspecto abatido y las armas inclinadas, los de la derecha, los emplazados detrás del que recibía la llave presentaban un grupo arrogante y orgulloso como las lanzas que elevaban rectas hacia el cielo, en actitud francamente altiva y victoriosa.


La rendición de Breda
(Diego de Velázquez 1635) Museo del Prado (Madrid) 
La infanta interrumpió su contemplación de aquella escena diciéndole a Candela:
- Es este cuadro. Lo pintó Don Diego, y representa la rendición de la ciudad rebelde de Breda a nuestras tropas. Y según él mismo me dijo, a la derecha del caballo, si se posee el pliego de los lienzos, se puede encontrar el color maestro que se esté buscando. Una vez que entréis en él debéis recordar seguir siempre el resplandor dorado que representa a vuestro objetivo y al Emperador, y caminando de cuadro en cuadro, llegareis hasta él. Así que ya sabéis, apretad el pliego de los lienzos, cogeros de las manos y entrad en él. Suerte Candela. Confío en vos.
Y diciendo esto, y tras darle un emocionado abrazo, se echó un paso atrás, como si temiera ser absorbida por la pintura.
Candela se acercó al cuadro, acompañada por sus dos alegres escoltas que parecían no querer despegarse de ella.
Inmediatamente un rayo de luz dorada pareció salir del cuadro, entre las patas del caballo y el marco del lienzo. La joven lo miró un instante entre asustada y sorprendida, pero la determinación de la infanta era tan fuerte, y su mirada tan convincente que cogió la mano de Nicolasillo y se encaró hacia la pintura. Así que haciendo acopio de todo el valor que pudo recopilar, cerró los ojos y sin tener muy claro por qué lo hacía, dio un salto hacia el interior de aquel cuadro, justo por la esquina entre el caballo y el marco, de donde parecía provenir el resplandor dorado de la pintura, con una mano aferrando el pliego de los lienzos y el cartapacio de cuero, y con la otra tirando de Nicolasillo, que a pesar de su excitación no se desprendía ni de la sonrisa de su rostro ni del collar de León que lo seguía cachazudo.
Volvió a sentir aquella extraña sensación, como si atravesara la pared elástica de un globo que la envolvía y que parecía rechazarla, cuando, como en las ocasiones anteriores la fuerza desapareció como si algo se rasgara y cayo medio rodando entre las patas de un caballo oscuro.
Nicolasillo la agarró por el cuello de la camisa y la sacó de debajo del animal, antes de que alguna de sus patas le diera una coz o la pisara.
Varios de los soldados, con sus largas picas los miraron con una media sonrisa, como divertidos por el hecho de que un caballo amenazara con pisotear a unos chavales, pero sin demostrar la más mínima sorpresa por su brusca aparición. Fue entonces cuando Candela se descubrió llevando un traje de muchacho, con pantalones y casaca de fieltro, como muchos de los mochileros adolescentes que seguían y servían a la soldadesca.
Siguiendo las instrucciones que recordaba le había indicado el maestro, y sobreponiéndose a la situación y a la nueva sorpresa, miró a lo que debían ser los límites teóricos del cuadro, intentando encontrar algún signo de la puerta o del resplandor dorado.
A su espalda oyó una algarabía, alegre y bulliciosa que suponía sería la alegría de las tropas por el final de aquella batalla y quién sabe si de la guerra. Volvió el rostro y se encontró con unos ojos azules, glaucos, profundos y sonrientes en el rostro de un veterano enjuto, serio y moreno con un gran mostacho, junto al que se hallaba un joven con expresión emocionada y feliz, de unos trece o catorce años, que no apartaba la mirada alegre de los generales.
El veterano la saludó llevándose la mano al sombrero y sin dejar de sonreír con la mirada, le señaló con apenas un gesto de la cabeza hacia su espalda, como si de alguna manera supiera de su misión y le quisiera indicar algo. Candela giró la cabeza un tanto sorprendida, y preocupada, y vio, apenas con el rabillo del ojo, un brillo dorado.
Sin atreverse a apartar los ojos del soldado y al mismo tiempo sin querer perder de vista el brillo dorado antes de que desapareciera, cogió Nicolasillo por el brazo y diciéndole: “vamos, por aquí”, se dirigió hacia la supuesta puerta, arrastrando al muchacho y seguida por el cachazudo perro.
Corrió sintiendo como si aquellos ojos azules se le clavaran en la espalda y se lanzó hacia la luz dorada que los envolvió en una especie de abrazo silencioso.
Por un momento no vio nada más, y cuando el brillo dorado se extinguió comprendió que se hallaba en otro cuadro. Sus ropas habían cambiado de nuevo, y ahora llevaba una falda larga de paño azul, con un delantal y una blusa de lino blanco. Nicolasillo, sin embargo, llevaba las mismas ropas que portaba en la sala de la infanta.
Se hallaban en una sala luminosa y bien ventilada, donde un grupo de alegres mujeres, muy dicharacheras, parecían muy afanadas en la preparación de hilos. Una manejaba una rueca y otras preparaban ovillos y madejas de lana. Y mientras trabajaban no paraban de conversar alegremente.

La fábula de Aracne (Diego Velázquez 1657) Museo del Prado (Madrid)  

Al fondo colgaba un tapiz muy hermoso en el que se veía una escena mitológica de brillantes colores.
Como en las ocasiones anteriores, nadie parecía haberse percatado de su aparición, y todas aquellas mujeres seguían afanas en sus quehaceres y pláticas, sin demostrar el más mínimo signo de sorpresa.
Por lo que decían y por las expresiones irónicas y burlonas que manifestaban, se veía que estaban, ya no criticando, sino más bien despellejando a alguna otra que no estaba delante, y que según parecía debía ser bastante vanidosa y orgullosa tanto de su supuesta hermosura como de su habilidad con el telar.
Por un momento Candela pensó que quizá la indiferencia de aquellas gentes, ante su brusca y sorprendente aparición en la estancia, se debía a que quizá no los podían ver. Quién sabe si el pliego de los lienzos tuviera algún otro poder mágico oculto. Pero tal ilusión se deshizo cuando la más mayor de aquellas mujeres, una que llevaba una especie de toca blanca en la cabeza y que era la que manejaba la rueca pidió a una jovencita que les trajera un poco de agua, y cuando esta lo hizo y tras saciar ella misma la sed en el cantarillo, les ofreció beber a todos los allí presentes, incluidos a Nicolasillo, que aceptó alegre, y a ella misma que no pudo más que decir con un susurro “No, gracias”, mientras notaba como sus mejillas se ponían rojas como un tomate, mitad por la vergüenza, mitad por la sorpresa de verse integrada en aquella escena como si fuera la cosa más natural del mundo.
Como el tiempo iba pasando y no aparecía ningún brillo de color, León se tumbó perezoso, y Nicolasillo se puso a mirar alrededor con cara de aburrido.
Candela lo observaba un poco enfadada por su apatía, cuando de pronto, vio justo a la espalda del muchacho un pequeño rayo de luz dorada. Así que sin muchos miramientos empujo al chico y pasando por encima del perro tumbado, les susurró a ambos:
- Vamos, que ahí está la luz, - y los arrastró hacia el nuevo portal.
Atravesaron la luz y la familiar membrana, para notar como una brisa refrescante les indicaba que ahora estaban al aire libre.

El triunfo de Baco (Diego de Velázquez 1629) Museo del Prado (Madrid)
Según pudo comprobar portaban la misma ropa que en el lugar anterior, pero ahora se hallaban en un pequeño prado en el que había plantadas varias parras, cuyas ramas, sujetas con palos y cañas, formaban una especie de cobertizo refrescante por entre cuya techumbre se filtraban los rayos del sol dándole a todo aquel lugar una curiosa iluminación. Bajo aquel abrigo había un grupo de hombres, a todas luces ebrios, que reían, comían y bebían, mientras un joven medio desnudo, y engalanado con una corona de hojas de parra, iba colocando guirnaldas de pámpanos verdes y hojas de vid en la cabeza de los alegres borrachos.
          A Candela toda aquella escena le disgustaba y la escandalizaba un poco. Aquellos hombres embriagados en vino le resultaban sumamente desagradables, por muy bonachonas y alegres que fueran sus expresiones. Y allí estaba un tanto incomoda cuando Nicolasillo le tiro de la manga y le dijo:
- Mi señora. - Candela nunca se acostumbraría a que la llamaran así.- No sabemos cuánto tiempo estaremos en estas extrañas tierras, ni lo que tendremos que andar. Pidámosles a estas buenas gentes algo de uva, pan y un cantarillo de vino.
- Bueno, haz lo que quieras pero date prisa, que no sé cuándo aparecerá la luz dorada. - Le contestó Candela, apresurándose a añadir:
- Y si te pueden dar agua en vez de vino mejor.
Nicolasillo la miró como si Candela acabara de decir la estupidez más grande que se pudiera recordar. Meneó la cabeza como si no se lo acabara de creer y se dirigió hacia el grupo de borrachos corriendo.
Candela observó, como aquel grupo de hombres recibía jovialmente a Nicolasillo, como le ponían alegremente una corona de hojas de parra en la cabeza y le acercaban a la boca un jarrillo para que se uniera a ellos en la bebida. Estaba nerviosa mirando de un lado a otro esperando a ver donde aparecía la luz dorada, y ya se había arrepentido de haber dejado alejarse al muchacho. Temía que de un momento a otro se iniciara el proceso de la luz dorada y que no le diera tiempo a volver con ella y con León. Este, como si advirtiera el nerviosismo de la niña, la miraba con esos grandes ojos tiernos, al tiempo que le lanzaba un ladrido como diciendo “tranquila, que ya estoy yo aquí”. Candela lo miró y acariciándole la cabeza le dijo:
- Tú también estás nervioso, ¿verdad? Si es que no se tenía que haber alejado, y menos ahora. Cuando venga le pegas un mordisco en el… Bueno, tú le muerdes.
El perro le agradeció la atención poniéndole una de sus patazas encima de la mano y frotando su enorme cabeza contra la falda de Candela.
Tras lo que le pareció una eternidad, Nicolasillo regresó junto a ellos con la corona de parra en la cabeza, la boca roja de vino y los ojos rebosantes de excitación. Llevaba una hogaza de pan bajo el brazo, un racimo de uvas en las manos, del que ya estaba dando buena cuenta, y colgado del cordón que le hacía de cinturón, un pequeño cantarito, tapado con un tarugo de madera, tan morado, que no dejaba duda del contenido líquido que contenía.
Candela se partió un buen trozo de pan que le pareció exquisito, y se apresuró en ayudar al zagal a acabar con el racimo de uvas. Y aunque rechazó el vino, pudo saciar su sed en una fuentecilla que allí había, y de la que León bebía ansioso tras haberse devorado él solo media hogaza. Aquellas viandas le parecieron a la muchacha el más suculento de los manjares, posiblemente por el hambre que tenía, pues ya habían pasado bastantes horas desde su última comida en condiciones en aquel restaurante de Madrid. El recuerdo de aquella comida, que se le antojaba tremendamente remota, y de sus padres tan lejanos, le hizo sentir un sentimiento de nostalgia en el pecho que pugnaba por salir en forma de llanto, y que se forzó en disimular, mitad por vergüenza, mitad por no angustiar a sus dos alegres acompañantes.
Se lavó los ojos húmedos en la fuente, y ya con el estómago lleno, se sintió algo más reconfortada.
De haber tenido tiempo para pensar, quizá la angustia, la morriña y los recuerdos hubieran acabado por derrotarla. Pero León, que se encontraba alegre y satisfecho, se lanzó a lamerla y a llenarla de babas pretendiendo convencerla para jugar con él. Nicolasillo, en un arrebato de responsabilidad, intentaba inútilmente sujetar la tremenda cabeza del animal para que no molestara a la niña, pero tan solo consiguió caer cómicamente sobre Candela, que para entonces ya estaba partiéndose de risa. Y todo esto terminó convirtiéndose en una alegre pelea entre los tres compañeros, que solo acabó, entre risas y golpes, cuando finalmente ambos muchachos exhaustos, se quedaron tumbados sobre la fresca hierba, mientras León incansable les ladraba pidiendo más.
Candela que estaba relajada y agotada, se fue quedando extasiada mirando la luz que se filtraba entre las parras, cuando el muchacho le sacudió el brazo. Y cuando iba a recriminarle la actitud, diciéndole que la dejase tranquila que estaba extenuada, vio la expresión de urgencia en el rostro del chaval y como este señalaba, sin poder hablar, un rayo de luz dorada que se filtraba entre las parras.
Se puso en pie azorada, y tras asegurarse de que llevaba con ella el pliego de los lienzos y el cartapacio, se lanzó hacia la luz seguida por sus jadeantes compañeros.
Cuando los ojos se le adaptaron a la nueva luminosidad, Candela no pudo reprimir un suspiro de impaciencia. Había esperado encontrar al Emperador rápidamente, y el verse en un nuevo paraje rodeada de plantas y de olores extraños, pero sin señal alguna ni del Emperador, ni del medallón de oro, ni de cosa parecida consiguió volver a desanimarla.
No obstante, cuando observó con detalle donde se encontraban, no pudo menos que maravillarse de nuevo. Pues si extraños habían sido los lugares anteriores, este no les iba a la zaga.

La Anunciación (Fra Angélico 1425-1426) Museo del Prado (Madrid)
Se hallaban en un extraño y luminoso bosque, de una frondosidad exuberante, del que salía una joven pareja llorosa y avergonzada, al parecer expulsada, y de no muy buenos modos, por un ángel. Al menos eso aparentaba ser ese individuo con alas y de una innegable hermosura, pero de tan feroz expresión en su cara que asustaría al más valiente. A lo lejos se veía un pequeño templete, muy bello, en el que, en ese momento, entraba otro ángel, este con una expresión mucho más amable y bondadosa en el rostro, al tiempo que hacía una reverencia ante alguien que Candela no alcanzaba a ver. Y por encima de aquel ángel un rayo de luz dorada, que venía desde el cielo, entraba en el interior del Templete.
Candela exhortó a sus compañeros a dirigirse hacia esa edificación y hacia aquel rayo de luz, esperando encontrar allí el anhelado resplandor dorado. Pero cuando se dirigían animosos hacia allí, el ángel de rostro feroz se interpuso en su camino y les cortó el paso.
Fue inútil que los muchachos trataran de explicarle su urgencia, o que intentarán rodear el lugar donde aquel ser se interponía. Se movieran hacia donde se movieran, aquel ser de rostro enfurecido se cruzaba en su camino sin dejarles avanzar ni hacia el Templete, ni retroceder hacia el bosque. León, nervioso, intentó lanzarse encima de aquél furioso ser, pero solo consiguió que algún tipo de rayo misterioso, que surgió de las palmas de las manos del ángel, lo lanzara magullado a los pies de sus dos amigos.
El pobre animal quedó tumbado y dolorido, quejándose triste y lastimeramente del tremendo golpe recibido. Los dos muchachos se abalanzaron sobre él para acariciarle y comprobar si tenía alguna herida o lesión grave, pero parecía que solo había recibido un tremendo empujón sin mayores consecuencias.
Candela se encaró hacia el ángel intentando recriminarle aquella acción, pero el rostro de aquel ser reflejaba tal furia, severidad e inflexible dureza, que no se atrevió a decirle nada. Solo se volvió hacia sus compañeros y juntos se alejaron en la única dirección que parecía permitirles aquel individuo furibundo.
Se sentaron unos metros más allá, entre unas plantas algo más secas y raquíticas que las del frondoso bosque. Desde allí podían observar el templete, el rayo de luz y los movimientos del ángel furioso. Candela esperaba que tal vez, con tiempo, aquel ser dejara de prestarles atención y que así pudieran desplazarse hasta el edificio. Pero aquel individuo alado no los perdía de vista ni un momento, ni a ellos ni a la afligida pareja que se alejaba en dirección contraria, y que lanzaba, de vez en cuando, miradas furtivas y llorosas hacia el bosque.
El tiempo pasaba y no parecía que la situación, ni la actitud del ángel, cambiaran lo más mínimo. Y el grupo de los tres compañeros estaban impacientándose sobremanera.
Nicolasillo, ansioso, le daba de vez en cuando sorbos al cantarillo de vino. León se quejaba con lamentos espaciados, más de miedo que de dolor, al tiempo que intentaba taparse la enorme cabeza con las patas. Y Candela no dejaba de morderse sus ya escasas uñas. Aquello era como para desesperar al más templado.
Entonces, cuando ya estaban a punto de perder la poca paciencia que les quedaba, apareció junto a ellos una pequeña luz de un color entre morado y granate. Candela sabía que tenían que esperar otra de color dorado, pero no aguantaba estar allí, en aquel lugar, ni un minuto más sin poder hacer nada. Así que se volvió una vez más hacia el inalcanzable rayo dorado, miró furiosa al ángel vigilante y poniéndose en pie decidida les increpó a sus compañeros:
- ¡Venga! ¡Nos vamos de aquí!- Y casi empujándolos se dirigió hacia el oscuro resplandor de color violáceo.
Sus compañeros no se hicieron repetir la increpación, pues estaban tan artos de aquel lugar como ella y se lanzaron hacia aquella luz como alma que lleva el diablo.
Una vez más sintieron atravesar la ya conocida membrana, y cayeron rodando sobre un manto de fresca y mullida hierba.

La bacanal de los andrios (Tiziano 1523-1526) Museo del Prado (Madrid)
Estaban en un prado en el que crecían algunos árboles dispersos en las orillas de un plácido mar en el que se veían alejarse a lo lejos, las velas de un navío. Cerca de ellos, detrás de unos arbolillos y arbustos se oían unas risas y cantos que por un momento les recordaron a los de los borrachos que les habían obsequiado con el pan y las uvas. Pero las voces y los sonidos eran más sórdidos, menos alegres y más maliciosos. Y, lo que le resultó más misterioso, los vestidos que llevaban, esta vez no se habían transformado, en lugar de eso estaban deteriorados, desgarrados en algunos lugares, manchados y desgastados.
Sin saber muy bien que hacer, y con cierto recelo, Candela dirigió a su pequeña expedición hacia los sonidos. Y cuando se asomaron tras los arbustos vieron una escena decadente que le pareció tremendamente sucia. Había un grupo de hombres, mujeres, y hasta niños, desnudos y borrachos, revueltos, tirados por el suelo, escanciándose vino unos a otros directamente en las bocas, riendo tonta y sórdidamente. Aquí y allá algunos caían incapaces de sostenerse sobre sus piernas, otros se abrazaban impúdicamente, sucios de vino y de sudor. Y en el centro de aquella escena, un niño pequeño, de apenas cuatro o cinco años, borrachito, se tambaleaba alrededor de una mujer desnuda, tirada indolentemente, y seguramente inconsciente por el alcohol. Candela pensó que seguramente era su madre. Pero ¿qué madre desnaturalizada podía dejar que su hijo se emborrachara y emborracharse ella misma hasta el extremo de no enterarse de lo que le pudiera ocurrir a la criatura? Pobrecillo. Se sintió totalmente escandalizada.
Así que cogió de la manga a Nicolasillo, que no podía apartar los ojos de los cuerpos voluptuosos, y llamando a León, que era el más indiferente de los tres ante aquella escena, se volvió hacia el lugar de donde venían, intentando alejarse de aquella bacanal, y buscando por todas partes un resplandor dorado.
Al cabo de unos instantes distinguió claramente una luz junto a los arbolillos, era verde brillante, de un verde pegajoso. Por un momento estuvo a punto de lanzarse hacia allí y pasar a través de ella, deseando como estaba de alejarse de aquella sórdida escena por la que aún le dolía en los ojos. ¡Pobre niño! Pero se contuvo, pues seguramente estaban allí por no haber elegido el color adecuado. Al poco apareció una luz rojo sangre, y de nuevo contuvo sus ganas de huir, luego una luz de tonos oscuros que casi la hacían parecer oscuridad, y luego otra, y otra, y otra... Cuando volvió a aparecer, tras lo que le pareció una eternidad de escuchar esas risas y jadeos, la luz verde pegajosa, y luego la rojo sangre, y luego la luz oscura, comprendió que el ciclo se había cerrado y que no aparecería el color dorado. Por un momento sintió como el miedo la atenazaba, y se sintió perdida. Nicolasillo la miraba con esos ojos grandes y sonrientes, como esperando fielmente la decisión que ella quisiera tomar. Entonces apareció una luz que antes había descartado, era de un amarillo chillón, y como, aunque no era lo que buscaba, le recordaba al color dorado, se dirigió a sus compañeros y les dijo vamos, es la nuestra, y se lanzó a ella como si se subiera a un autobús de línea que hubiera llegado con demasiado retraso.
Una vez más cruzaron la membrana elástica, encontrándose frente a una nueva escena, que si bien no le gustó, al menos no le resultó tan desagradable como la anterior.
          Se hallaban igualmente en una praderilla rodeada de vegetación en flor. Sobre ella se alzaba un enorme árbol que techaba todo aquel lugar con sus ramas, sus hojas y sus abundantísimas flores. Y desde aquellas ramas les llegaba una algarabía de trinos y cantos de una infinidad de pajarillos que debían habitar el frondoso árbol.
Las tres Gracias (Rubens 1636-1639) Museo del Prado (Madrid)
Al pie del tronco se hallaban tres señoras entradas en carnes y desnudas, o bueno, tan solo cubiertas por unas gasas trasparentes que apenas dejaban el más mínimo detalle a la imaginación, y que parecían bastante tontitas. Estaban medio abrazadas en círculo, y no hacían otra cosa que mirarse entre ellas al tiempo que soltaban estúpidas risitas.
Candela empezaba estar un poco cansada de todo aquel trajín. Y para colmo de males casi le dio un vahído al ver que toda su ropa, así como la de Nicolasillo se había tornado de gasa, y que apenas le ocultaba nada. Así que tapándose como buenamente pudo, y sin esperar a ver el anhelado resplandor dorado, agitó en la mano el pliego de los lienzos y  dio un paso hacia adelante al tiempo que la envolvía un extraño resplandor verde manzana.
Inmediatamente se arrepintió de no haber tenido un poco de paciencia y de no haber esperado a ver la luz dorada. Pero el hecho ya no tenía vuelta atrás, pues seguidamente vio como el paisaje a su alrededor se transformaba al tiempo que sentía como eran trasladados a un nuevo lugar... o a un nuevo cuadro.
         Si la escena de las tres señoras no le había hecho demasiada gracia, lo que vio ahora le produjo una desazón en todo su ser que la hizo estremecerse. Y por un momento comenzó a temer que se hubieran perdido definitivamente en aquel formidable y gigantesco universo de las pinturas.

Publicado por Balder

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