domingo, 24 de noviembre de 2019

Una noche en el Museo del Prado III


Leer previamente:
          Capitulo I en:  https://celtiberosyceltimoras.blogspot.com/2019/11/una-noche-en-el-museo-del-prado-i.html
          Capitulo II en: https://celtiberosyceltimoras.blogspot.com/2019/11/una-noche-en-el-museo-del-prado-ii.html
         

Capítulo III


El Jardín de las delicias (El Bosco 1500-1505) Museo del Prado (Madrid)
          Lo primero que acertó a descubrir es que sus ropas habían desaparecido por completo, y que tanto ella como Nicolasillo se hallaban totalmente desnudos. Pero a pesar del  azoramiento que embargaba a ambos jóvenes; a pesar de comprobar que por primera vez desde que lo había conocido, el muchacho había perdido su sonrisa tras el rubor de sus mejillas; a pesar de que las miradas de ambos intentaban evitar, no siempre con éxito, el cuerpo del compañero; a pesar de todo, Candela no pudo evitar, por encima de todo, sentir un estremecimiento de repelús ante el extraño lugar en el que se hallaban.
          Estaban en una enorme pradera, tan abarrotada de gentes y extraños seres, que a pesar de encontrarse al aire libre, generaba una sensación de opresión y angustia difícil de soportar. Parecía como si la locura se hubiera adueñado de aquel lugar.
          Cerca de donde se encontraban, al otro lado de una pequeña laguna, había una multitud de raras aves, de enorme tamaño, que emitían toda clase de sonidos estridentes, que apenas dejaban escuchar otra cosa.
          A lo lejos se distinguía un enorme estanque en el que algunas mujeres cubiertas por los más increíbles tocados se bañaban lascivas, mientras que en sus orillas una multitud de hombres desnudos cabalgaban en las más exóticas monturas que pueda imaginarse, entre las que se distinguían osos y unicornios, panteras y leones, asnos y grifones.
          Y por todas partes, en la tierra y en el agua, y hasta flotando en el aire dentro de pompas etéreas, parejas, tríos y hasta grupos de hombres y mujeres desnudos, de toda raza y condición, se solazaban en las más aberrantes actividades que Candela nunca hubiera podido imaginar. Algunos comían enormes y exuberantes frutas, mientras otros se regocijaban en toda clase de actividades sensuales y concupiscentes.
          Nicolasillo se volvió hacia Candela con una expresión abochornada en su mirada y le suplicó:
 - ¡Por favor, mi señora, sacadnos de aquí!
         La muchacha no menos angustiada dirigió su mirada en todas direcciones intentando buscar el rayo de luz dorada que los sacara de aquella agobiante situación.
          Y en ello estaba cuando un rayo de brillo verde azulado atravesó las nubes e iluminó la hierba cercana a los muchachos.
          Ninguno de los tres se lo pensó un instante, ni esperó a que apareciera otra luz de cualquier otro tono, y se sumergieron impacientes en aquel haz de luz.
          Pero en cuanto sus sentidos se adaptaron al nuevo lugar comprendieron que la situación no había mejorado demasiado.
          Estaban en lo que parecía el claro de un bosque de altos árboles, muy espaciados, lo que les permitía ver a lo lejos un plácido y enorme lago, o quizá fuera una gran ría del mar. De nuevo, y para su alivio, estaban vestidos. Ambos jóvenes se cubrían con una especie de jubón o vestido corto azul, ajustado a la cintura por un cordón de la misma tela, por debajo del cual llevaban unas medias o leotardos que les daban una agradable sensación de abrigo.
          Pero lo más inquietante era que a lo lejos se oían los ladridos de unos perros, cada vez más cercanos, y que no sonaban precisamente amistosos. León, nervioso, se colocó con la cabeza tensa y la cola alzada entre sus compañeros y el lugar del que venían los ladridos.
           Parecía que unos perros estaban acosando a algo o a alguien, y los ladridos eran a la vez ansiosos, crueles y con un deje de maligna alegría, como si los animales realmente disfrutaran con ello.
           León alzaba las orejas y el rabo, atento, vigilante, mientras daba pequeños trotes de un lado a otro, como esperando que se le ordenara lanzarse hacia los ladridos, y de vez en cuando emitía un ladrido profundo, como avisando a los otros perros que estaba allí, y que no eran bien recibidos.
          Candela se volvió hacia Nicolasillo y León y les azuzó:
          - ¡Venga vamos!, Salgamos pronto de aquí, que esto no me gusta nada.
          Apenas lo dijo cuándo entre los árboles y los arbustos surgió una mujer casi desnuda, con los cabellos al viento y una expresión de horror en el rostro. Era hermosa, pero su expresión de terror desfiguraba totalmente sus rasgos. En cuanto vio a León, la cara se le desencajo más aún, si es que eso era posible, se llevó las manos a los cabellos en un gesto de desesperación y giró, buscando un lugar por donde huir, pero se topó de frente con el primer perro de la jauría que surgió de entre los matojos con el hocico fruncido y enseñando todos los dientes en una expresión de odio y maldad.


Historia de Nastagio degli Onesti, primer episodio
(Botticelli 1483) Museo del Prado (Madrid) 
 Aquel animal no le dio ni la más mínima oportunidad. Presto se lanzó a su muslo y aferrándolo lo mordió con saña.
          Inmediatamente aparecieron otros perros que igualmente se lanzaron contra la desdichada mujer. Esta intentaba sin éxito zafarse de todos ellos, pero solo conseguía desgarrar su piel en los lugares donde los lebreles la tenían enganchada y, finalmente, exhausta y desmoralizada se dejó caer boca abajo al suelo, apenas tratando de cubrirse inútilmente el rostro con sus brazos.
           Candela y Nicolás estaban paralizados por el terror, y León, sin atreverse a dejar solos a sus compañeros, solo atinaba a ladrar amenazadoramente a los perros que no le prestaban ni la más mínima atención, ocupados como estaban en atacar a la pobre mujer.
           En ese instante apareció entre los árboles un jinete con el rostro deformado por el odio, y que sin apenas detenerse, desmontó mientras sacaba una daga de su cinturón. Se dirigió hacia la doncella que derrotada había dejado de ofrecer cualquier resistencia ante la jauría. Llegó junto a ella, apartando a los perros, y ante la mirada horrorizada de los tres compañeros le clavo la daga en el costado, y desgarrando la carne le hizo una tremenda herida por la que introdujo su mano izquierda. Con un gesto de triunfo le arranco el corazón todavía palpitante, y tras contemplar su macabro trofeo un instante, se lo arrojo con rabia a los canes que se afanaron en devorarlo.
          El trío de amigos observaron aterrorizados aquella macabra escena sin poder hacer nada por la desdichada mujer.
          Entonces, y para su horror, el jinete levantó su rostro y se los quedó mirando con odio. Dijo algo entre dientes y azuzó a los perros contra los muchachos.
          El valiente León se interpuso feroz dispuesto a enfrentarse con toda la jauría.
          Los muchachos se sentían avergonzados y azorados hasta la angustia y la opresión, y no acertaban a escapar de aquella situación. Y para completar aquel esperpéntico escenario, León comenzó a ladrar y a aullar en todas direcciones al percibir la ansiedad de sus compañeros.
          Candela acertó a arrancar una rama de un árbol mientras Nicolasillo comenzaba a lanzarle piedras al perro guion que ya se abalanzaba sobre León. Este lanzaba dentelladas y golpes a derecha e izquierda intentando evitar que los perros alcanzaran a sus amigos, los cuales a su vez intentaban, si bien con escaso éxito, ayudarle en aquella desigual contienda.
          Candela golpeaba como podía con la rama a uno de los lebreles que mordía los cuartos traseros de León. Mientras, Nicolasillo le propinaba una patada en el hocico a otro de los perros que se acercaba con aviesas intenciones a la muchacha, mientras sacaba de su faltriquera una pequeña daga con la que acertó a desjarretar a otro de aquellos pérfidos animales que ya los comenzaban a rodear.
          Poco a poco la situación se tornaba desesperada. Los muchachos, espalda contra espalda, apenas podían contener a cuatro o cinco perros que les gruñían sin atreverse a lanzar el golpe definitivo. Junto a ellos, León, sangrando por cien heridas, y pisoteando los cuerpos de un par de lebreles destripados, arrastraba a cada lado a un par de perros enganchados a sus costados mientras apretaba las quijadas sobre el cuello de un tercero.
          Mientras, el jinete miraba la escena con malévolo placer, regodeándose en el bravo sufrimiento de los tres amigos, pero sin hacer nada por intervenir en ayuda de su jauría.
          Candela, llorando de rabia, coraje y desesperación, intentaba apartar con su palo a los perros que le gruñían, sabiendo que, de un momento a otro, se lanzarían sobre ella y que no podría hacer nada por detenerlos. Sentía a su espalda al valiente Nicolás lanzando cuchilladas a derecha e izquierda, intentando igualmente mantener alejadas a aquellas alimañas. Y veía de reojo como León se iba agotando y desangrando en su particular y desigual pendencia con más de la mitad de la manada.
          Y entonces sucedió todo de golpe, en apenas un segundo. Frente a Candela apareció un haz de luz ocre, que por momentos parecía emitir destellos dorados. La muchacha al verlo gritó con una mezcla de esperanza y angustia. Nicolasillo al percibir el motivo del grito intentó empujar a la muchacha hacia la luz al tiempo que se esforzaba por mantener alejados a los perros. Y León al percibir el grito de su compañera, en un último esfuerzo se lanzó sobre los perros que se encontraban frente a ella y de un empujón los arrojó rodando unos metros. El empujón de Nicolasillo arrojó a Candela hacia la luz, y puesto que el camino había quedado libre de enemigos merced a la última acción de León, entró en ella sin poder pensarlo ni evitarlo. Nicolasillo, impulsado por su propio envite, cayó en el rayo detrás de la muchacha. Y solo León quedó atrapado en aquel lugar derribado y rodeado por los últimos perros supervivientes de la jauría. Lo último que los muchachos acertaron a ver de su noble amigo fue su enorme y noble cabeza y sus cuartos anteriores saliendo de un amasijo de enemigos, mientras lanzaba a sus amigos un ladrido alegre, como animándoles a seguir, aliviado porque había conseguido ayudarles a escapar de tan horribles acaecimientos.
          Los dos compañeros, tras atravesar la ya conocida membrana elástica cayeron entrelazados sobre una superficie blanda, arenosa y húmeda.
          Nicolasillo, presto, se levantó empapado y tan solo cubierto por un bañador rojo que le llegaba por debajo de las rodillas, e intentó volver atrás, hacia donde teóricamente había quedado León. Pero solo pudo contemplar una enorme playa y un inmenso mar azul que se perdía en el horizonte. Y ni el más mínimo rastro, ni del noble animal, ni de la entrada por la que habían llegado a aquel apacible lugar.



Chicos en la playa /(Joaquín Sorolla 1910) Museo del Prado (Madrid)
  Ambos muchachos se encontraban en una inmensa playa iluminada por un sol veraniego que comenzaba a ocultarse tras las colinas situadas a sus espaldas. Cerca de ellos, tres chicos desnudos, tumbados boca abajo, se divertían disfrutando de los últimos coletazos de olas rompientes en la orilla.
           Candela que se encontraba ataviada con un anticuado bañador azul, contempló con los ojos húmedos a Nicolasillo, el cual, impotente, se echó a llorar al tiempo que caía sentado en la arena. Los tres bañistas giraron hacia ellos sus cabezas por un momento, pero enseguida dejaron de prestarles atención y volvieron a su tranquilo baño vespertino.
           Nicolasillo y Candela, abrumados, permanecieron llorando en silencio, durante un largo rato, acunados por el suave murmullo de las olas, mientras el sol se ponía, los bañistas salían del agua, recogían sus pertenencias y se retiraban riéndose tierra adentro.
           Y cuando tan solo se veía ya el resplandor de las estrellas y de una rodaja de luna en el cielo azul, el muchacho acertó a decir:
          - Ese viejo y testarudo perro ha conseguido que saliéramos de allí… Pero no sé como le habrá ido a él.
          Candela sintió un nudo en la garganta al oír un respingo de su compañero, a pesar del cual continuó diciendo algo más resuelto:
          - Pero León ha hecho lo correcto. Y no debemos consentir en que su sacrificio sea inútil. Debemos completar la misión que nos encomendó nuestra señora la infanta. Cueste lo que cueste. Vos debéis de llevar esos documentos a su destino. Y si mi señora nos hizo acompañaros no fue precisamente para que os hiciéramos de damas de compañía, sino para ayudáramos con todas nuestras fuerzas...
          La niña, no se había atrevido a hablar, en parte por respeto al dolor de su compañero, pero en gran parte porque no sabía que decirle. Perro entonces al sentir la valentía en las palabras del joven, no pudo evitar contestarle:
          - ¡Yo no quería que nadie se sacrificara, y ya estoy harta de esta misión, de las cartas de la infanta y de toda esta locura!- Y diciendo esto arrojó con furia el cartapacio de cuero hacia el mar.
          El muchacho se incorporó al oír el chapoteo de la carpeta contra el agua, e imaginándose, más que viendo, lo que había sucedido se abalanzó hacia el sonido, y rescató en la penumbra el paquete antes de que se lo llevaran las olas. Volvió, junto a Candela y le recriminó:
          - Mi señora, León y yo vinimos junto a vos por nuestra propia voluntad. Además que habríamos hecho cualquier cosa que nos mandara nuestra señora la infanta, con mucho honor. Y no estamos dispuestos a permitir que ahora tiréis todo por la borda. Vamos a concluir este viaje como sea. ¡No permitiré que el sacrificio de León haya sido en vano!
           - Así que venga mi señora, que cuanto antes madruguemos, antes acabaremos con la misión. Y una última cosa os diré. Si por un casual tuviera que sacrificarme, como lo ha hecho León, para que vos podáis seguir adelante, os ruego que no miréis atrás, que no permitáis que nuestros esfuerzos hayan sido en vano, y que hagáis todo lo que esté en vuestras manos por concluir con éxito este viaje. ¡Prometédmelo mi señora!
          Candela se sintió avergonzada por sus anteriores temores. Y no pudo menos que decirle con la voz entrecortada:
          - Te lo prometo. Acabaré este viaje cueste lo que cueste.
          Entonces, en la penumbra de aquella cálida playa, Candela contempló de nuevo la sonrisa incombustible del muchacho iluminando su rostro de niño pilluelo.
          Y como si aquel universo de mundos y luces hubiera esperado la decisión de los dos muchachos, un brillo de luz plateada se reflejó a sus pies en el lugar donde rompían las olas.
          En un instante vieron como el brillo pasaba del plateado al rojo vino, de este al azul marino, de ahí a un gris azulado y de nuevo al brillo plateado, pero para su desilusión no acertaron a vislumbrar el anhelado tono dorado. Finalmente y tras contemplar la sucesión de tonos dos veces, y tras dudar con el resplandor plateado, Candela se decidió por un brillo gris azulado.
          Así que una vez más cogió a Nicolasillo de la mano, apretó el pliego y el cartapacio en su otra mano y se zambulló en el agua y en el brillo gris.
           Apenas atravesaron el agua gris azulada, y la conocida membrana elástica, Candela se desplomó sobre un diván en medio de un ambiente sofocante. Junto a ella Nicolasillo intentaba desembarazarse de dos cojines entre los que se encontraba acostado. Ambos iban cubiertos con unos vestidos blancos y vaporosos pero un tanto recargados. Y se hallaban en una sala que se semejaba a las pinturas japonesas que recordaba haber visto en las láminas de un antiguo libro de arte. Frente a ellos había otro diván gemelo a aquel en que se encontraban, en el que dormitaban dos niños de corta edad. El niño parecía extasiado en sus cosas y parecía que no había reparado en su presencia. Por el contrario la niña, que se abanicaba perezosamente, se los quedó mirando curiosa con ojos somnolientos y les dijo:
          - ¿Qué hacéis vosotros en salón de mi papa?
          Nicolasillo miró a Candela y le hizo un gesto de complicidad indicándole que le dejara a él, y efectivamente se dirigió a la niña y sonriéndole cálidamente le contestó mientras se incorporaba:



Los hijos del pintor en el salón japonés
(Mariano Fortuny y Marsal 1874) Museo del Prado (Madrid)
- Mi señora Doña Candela, y yo, Nicolasillo Pertusato, - y al decir su nombre ejecutó una de sus galantes reverencias, - hemos venido en busca de un camino mágico, mi pequeña dama, pero nos iremos enseguida. ¿Cómo os llamáis?
          La niña frunció el ceño extrañada, pero contestó muy educada:
         - Me llamo María Luisa Fortuny Madrazo, pero mi papa me llama Isa. - Y señalando al niño continuó.- Y este es mi hermano Nano, bueno Mariano. Pero... ¿Cómo hacéis para tener todas esas luces revoloteando a vuestro alrededor?
         Candela dio un respingo al comprobar que tanto ella como Nicolasillo estaban envueltos en una extraña bruma de un tono castaño. Y antes de que pudiera evitarlo, o aun de poder despedirse de la amable y seria niña se vio arrastrada fuera de aquel lugar.
          Apenas atravesaron la luz marrón, Candela comprendió que algo muy malo estaba sucediendo. Aquello no hacía sino empeorar. Una corriente de aire cálido y pesado, cargada de un pesado olor dulzor y nauseabundo a carne putrefacta abarrotó sus sentidos. A lo lejos se oían gritos desesperados, pero por encima de ellos, apagándolos a cada tañido, sonaba una campana tocando a difuntos, lenta y pausadamente.
          El paisaje era desolador. Una inmensa extensión de terreno polvoriento en la que no se distinguía ni la más pequeña brizna de hierba, y en la que los escasos árboles que se veían, o estaban secos, o quemados, o ambas cosas. Todo era de un tétrico color ocre, manchado aquí y allá por los restos tiznados de los incendios dispersos.
          Por todas partes, hasta donde alcazaba la vista, un ejército de esqueletos, magistralmente organizado, estaba venciendo contundentemente a los vivos, llevándolos a la derrota y a una muerte segura. Cerca de ellos un esqueleto cabalgaba sobre un caballo famélico portando un reloj de arena. Y un poco más allá, otro jinete óseo blandía una guadaña empujando a una masa de personas aterrorizadas hacia un ejército de esqueletos escudados con tapas de ataúdes, que dirigían y arrastraban a aquella masa asustada hacia un gigantesco ataúd cuya tapa era izada mediante poleas por otro ser esquelético, mientras sus compinches con guadañas, lanzas y espadas conducían a la multitud hacia su interior. Algo más lejos otro esqueleto dirigía un carro lleno de huesos.
El triunfo de la Muerte
(Pieter Brueghel el Viejo 1562) Museo del Prado (Madrid) 

   A lo lejos la caballería esquelética por un lado, y un grupo de infantes esqueletos por otro, cercaba inevitablemente a las personas que intentan inútilmente huir de su destino. Por otro lado se veía a lo lejos, alrededor de un edificio, lo que parecía ser el “cuartel esqueleto” dirigiendo todas aquellas caóticas acciones. Y a lo lejos, entre las colinas arrasadas y quemadas se distinguían escenas de horribles martirios realizados por los esqueletos a sus víctimas, como ruedas de tortura, ahorcamientos, y decapitaciones.
          Y por si aquel ejército cadavérico tuviera pocos miembros, en diferentes lugares, los muertos abrían tumbas para desenterrar nuevos cadáveres que se unían muy ufanos a la lucha.
          Aquella escena en su conjunto era la mismísima imagen del averno.
          Los muchachos, que se encontraron vistiendo en esta ocasión andrajos desgarrados y polvorientos, contemplaban todo aquello paralizados por el terror.
          Un par de esqueletos que acababan de dar muerte a un cortesano, giraron sus vacías cuencas hacia los dos compañeros y abriendo sus bocas en un silencioso grito se lanzaron corriendo hacia ellos.
          Los dos amigos se lanzaron a la carrera, sin más objetivo que huir de allí. Candela miraba a un lado y a otro esperando ver un rayo de luz que les permitiera abandonar aquel infierno. En aquel momento no le hubiera importado el color de la luz, solo quería escapar de allí. Nicolasillo, agarrado a su mano, intentaba dirigir a su compañera hacia donde no hubiera esqueletos u otros seres de ultratumba, pero aquella misión se tornaba imposible. Por todas partes los muertos se alzaban contra los vivos. Por todas partes, aquí y allá, toda clase de desafortunados seres humanos, de toda clase y condición, eran atacados y arrastrados a la muerte. Nadie se libraba, ni ricos ni pobres, ni viejos ni jóvenes, ni hermosos ni horrorosos.
          Tras dar un giro evitando un ataúd recién exhumado, se toparon de bruces con un monarca con armadura, corona y cetro, tirado en el suelo, que veía aterrorizado como un esqueleto le arrebataba sus tesoros mientras otro le enseñaba en un reloj la hora de su final. Huyendo de aquella escena se toparon de bruces con un grupo de cortesanos y juglares que eran presa de los soldados esqueletos que, burlándose macabramente, disfrutan interrumpiéndoles el juego, el amor y la comida.
          Los muchachos se detuvieron un instante aterrorizados sin saber hacia dónde dirigirse. Candela contempló como junto a ellos varias personas huían desesperadas, con tal expresión de terror en sus rostros, que casi parecían tener ya cara de cadáveres. Y al volver la mirada hacia el lugar de donde aquellos desgraciados huían, vio con horror como varios esqueletos armados con espadas y escudados con tapas de ataúdes abandonaban su persecución y dirigían sus miradas vacías hacia ellos. Nicolasillo acertó a coger del suelo una lanza herrumbrosa, y con ella intentó detenerlos mientras retrocedía junto a Candela hasta que sus espaldas chocaron con una enorme mesa tumbada contra la que intentaron hacerse fuertes. Los esqueletos avanzaban hacia ellos con sus bocas sonrientes entreabiertas, casi se podría decir que relamiéndose, si no fuera por el pequeño detalle de que no tenían con qué. Entonces, para horror de ambos muchachos, el esqueleto de un enorme lobo o perro, adelantó a la formación de guerreros muertos y se plantó amenazante ante ellos, con las quijadas entreabiertas y abarrotadas de afilados dientes. Candela no pudo evitar reconocer algo familiar en ese esqueleto animal, y sintió un escalofrío en su espalda. Nicolasillo, algo más sereno ante la visión de aquel ser espectral, acertó a apoderarse de un pedazo de carne que debía de haber formado parte del festín dispuesto en la mesa contra la que ahora se apoyaban, antes de que alguien la derribara. Y esperando que los instintos de aquel perro esquelético no hubieran desaparecido del todo, le arrojó el pedazo de carne, por encima de su cabeza, hacia la formación de muertos andantes que venía tras él. La artimaña dio resultado, porque el perro, intentando atrapar el suculento manjar, se volvió hacia sus compañeros en la muerte derribando a uno de ellos, el cual al dejar caer escudo y la espada, originó un tremendo desbarajuste en la formación, lo que permitió a los muchachos salir corriendo, y buscar otro lugar donde refugiarse.
          Candela seguía buscando cualquier rayo de luz, o brillo, o bruma que indicara una puerta que los sacara de allí. Y aunque de vez en cuando agitaba ante sí el pliego de los lienzos no conseguía efecto alguno. Era como si en aquel lugar la muerte se hubiera apropiado hasta de la luz y de los pasajes entre cuadros, eliminando cualquier posible escapatoria.
          De pronto tropezó con algo y sin poder evitarlo cayó de bruces en un hoyo en el suelo que resultó ser una sepultura recién abierta. Intentó levantarse, pero solo consiguió enterrarse parcialmente en la tierra recién removida. Nicolasillo desde lo alto del agujero le gritaba que saliera de allí, ¡Rápido! Pero la muchacha desesperada apenas era capaz de ponerse en pie. Y para completar su horror, en el intento de asirse a algo que le ayudara a salir de allí, desclavo si querer una madera en la pared de tierra, que formaba parte del lateral de un ataúd, que vació su contenido de huesos sueltos sobre la muchacha.
          Nicolasillo al ver aquello se lanzó sin pensarlo junto a Candela para intentar ayudarla como pudiera, pero al golpear con su peso la tierra removida, algo se quebró bajos sus pies, abriéndose un enorme boquete por el que se precipitaron sin poder evitarlo los dos muchachos.
          Habían penetrado en lo que parecía ser una especie de mausoleo subterráneo de paredes de piedra, y cuya techumbre de madera podrida se había derrumbado, dejando caer a los dos asustados compañeros.
          Aquella cripta estaba casi en completa oscuridad, y apenas estaba iluminada por el boquete por el que habían entrado los dos jóvenes. Un fuerte olor a moho y podredumbre lo cubría todo, y al fondo se podían oír unos sonidos poco tranquilizadores. Nicolasillo avanzó un par de pasos intentando ver que tenían delante, pero lo poco que pudo adivinar, más que percibir le hizo retroceder horrorizado.
          Candela apretó el cartapacio y el pliego de los lienzos junto a su pecho, esforzándose por esbozar una oración, suplicándole a Dios que los sacara de aquel lugar. Entonces, como respondiendo a su plegaria, una luz al fondo de aquella cripta iluminó lo que antes Nicolasillo había creído adivinar, asustando y esperanzando al mismo tiempo a los dos amigos.
          La luz era un rayo surgido de ninguna parte de un tono ocre, casi rojizo. Un rayo similar a los que habían visto en las puertas que comunicaban los mundos entre los cuadros. Un rayo de esperanza que representaba la posibilidad de escapar de aquel infierno. Pero entre ellos y la luz de esperanza, un número incontable de cuerpos en descomposición avanzaba lentamente hacia ellos con sus esqueléticos brazos extendidos dispuestos a atraparlos.
          Los muchachos se miraron y comprendieron lo único que podían hacer. Se dieron un abrazo, mitad de ánimo y mitad de despedida, porque escasa era la esperanza de salir con bien de aquel lugar. Luego cogidos de la mano se enfrentaron a la horda de cadáveres andantes y gritando como posesos se lanzaron hacia ellos golpeando, empujando, arañando y pateando.
          Candela en plena carrera golpeó con su puño el pecho de uno de aquellos monstruos atravesándolo y sintiendo como se desmoronaba convertido en polvo pestilente. Animada por ello avanzó hacia la luz golpeando a diestro y siniestro, apartando cualquier cosa que se interponía en su camino. Finalmente, y cuando ya casi alcanzaba su meta, un enorme ser putrefacto le bloqueó el camino con aviesas intenciones. Pero la muchacha, haciendo acopio de valor y coraje, y recordando las recomendaciones de sus padres para otras situaciones en las que se sintiera intimidada, golpeó con todas sus fuerzas, con la puntera de su zapato, en el lugar en el que aquel ser debía de haber tenido la hombría cuando estaba vivo, con tan buen resultado, que el zombi, mientras intentaba cubrirse las partes golpeadas, se dobló sobre sí mismo y se desplomó mientras emitía lo que parecía ser un aullido de dolor.
          La muchacha ya estaba junto al rayo sin que nada se interpusiera a su paso. Pero al volverse buscando a Nicolasillo, vio horrorizada como el muchacho estaba rodeado por decenas de aquellos seres que le intentaban sujetar brazos y piernas mientras él les golpeaba sin piedad en cualquier parte que se le pusiera a tiro.
          Por un momento se cruzaron las miradas de ambos compañeros, y a pesar de toda la algarabía y ruidos que los rodeaban Candela pudo leer perfectamente en los labios del muchacho:
          - Me lo habéis prometido, ¡Huid mientras podáis! ¡Huid!
          Y para confirmar la premura que pretendía imbuirle el muchacho, Candela pudo comprobar como tres o cuatro de aquellos seres se volvían hacia ella para intentar atraparla.
          Con lágrimas en los ojos Candela intentó avanzar hacia Nicolasillo para ayudarle, aunque en lo más profundo de su ser sabía que aquello era imposible. Golpeó con fuerza derribando al primero de los monstruos que se abalanzaban sobre ella, mientras veía como aquellos seres arrastraban al muchacho hacia la oscuridad sin que ella pudiera hacer nada por impedirlo. Y entonces, cuando ya apenas podía distinguirlo oyó el grito desesperado de su compañero:
          - ¡Huid Candela! ¡No os detengáis! ¡Huiiiiiiidddd!
          Candela, llorando, desesperada y derrotada, tan solo se dejó caer de espaldas sobre el rayo sintiendo como se desgarraba la membrana elástica al mismo tiempo que su corazón.
          Cayó blandamente de espaldas sobre un charco de lodo, y sin atrever a incorporarse, apretando contra su pecho el cartapacio y el pliego de los lienzos lloró desconsolada como nunca antes había llorado en su vida.
          Un viento fuerte y seco le azotó el rostro aún antes de que pudiera observar donde estaba. Abrió los ojos llorosos y miró con odio al cartapacio de la infanta y al pliego de los lienzos. Y si no hubiera sido por la promesa que le había hecho a Nicolasillo, y que se repetía una y otra vez en su cabeza como un mantra incansable, los habría arrojado lejos de ella como si hubieran estado malditos. Los apretó fuertemente con sus manos intentando trasmitirles al menos una mínima parte del dolor y de la angustia que sentía. Sobre ella pudo ver un limpio cielo azul, en el que unas nubes algodonosas pasaban lentamente sobre su cabeza.
          La amargura y la desesperación la embargaban, impidiéndole levantarse, moverse, o aun pensar en el siguiente paso que le convenía dar. Solo podía recordar a Nicolasillo y a León abandonados y perdidos por una misión que se le antojaba absurda y carente de todo sentido. Tan mal se sentía que ni siquiera podía reunir las fuerzas suficientes para salir del lodazal en el que había caído.
          Permaneció tumbada en aquel charco de barro, regodeándose en sus desconsolados pensamientos, en sus compañeros perdidos, en sus lejanos padres y en su triste sino durante largo tiempo.
         Finalmente consiguió acumular el valor suficiente como para incorporarse de aquel cenagal maloliente, contemplando como las humildes ropas que llevaba se habían empapado de barro, e intentó, sin mucho éxito, adecentarlas un poco. Aunque en aquel momento el aspecto que pudiera presentar era la menor de sus preocupaciones. 
         Estaba en un erial yermo, desolado y estéril, agobiante de tan agostado, rodeado de suaves colinas ocres y rojizas, bajo un frío cielo azul, parcialmente cubierto por unas nubes algodonosas que reflejaban los tonos rosáceos del amanecer.
          Relativamente cerca de donde se encontraba, en medio de la nada, dos hombres enterrados hasta las corvas en aquella triste tierra, se peleaban golpeándose sin piedad con unos gruesos bastones, tan salvajemente, que ya sangraban ambos por las caras abotargadas y deformadas por los golpes y por la cólera.



Duelo a garrotazos
(Francisco de Goya 1819-1823) Museo del Prado (Madrid)
          Aquella cruel escena acabó por derrotar su ya exiguo ánimo, hasta el punto de hacerle sentir como la angustia la asfixiaba, le oprimía el corazón y le hacía perder sus escasas fuerzas postrándola de rodillas. El sentimiento de desesperación era tal que las lágrimas volvieron a inundarle los ojos, aliviándole al menos de tener que seguir contemplando aquella escena.
          Permaneció un tiempo llorando arrodillada, hasta que disminuyo parcialmente su angustia, y sintiéndose más desahogada consiguió levantarse, aunque con la única idea de correr de nuevo y alejarse de aquel lugar.
          Se dio la vuelta y corrió sin mirar a donde y sin pensar si había luces, ni de que color eran, hasta que una vez más se sintió transportada a otro nuevo lugar. 
         Antes de que pudiera hacerse idea de la nueva situación ni de donde se encontraba, algo la golpeó en la espalda, con tal fuerza, que la tiró al suelo, junto a un charco oscuro y de olor dulzón. A su alrededor se oían gritos y juramentos, estampidos y explosiones, relinchar de caballos y alaridos de hombres.
          La nariz le picaba y los ojos le escocían por el olor a pólvora. Pero esta no procedía de fuegos artificiales, ni el lodo en el que se había caído era barro corriente.
          Al verse las manos rojas comprendió que era sangre. Se levantó asqueada y se limpió como pudo en el delantal negro que llevaba cubriéndole el largo vestido de paño azul. A su derecha un caballo piafaba de dolor mientras un hombre de grandes patillas y cejas negras clavaba una enorme navaja en el pecho del animal. Su jinete, que parecía un moro, con turbante y todo, repartía sablazos a ambos lados, abriendo enormes heridas en un grupo de personas, en el que las mujeres no eran las menos. Pero ellas con otras de esas enormes navajas, con tijeras, con cuchillos y con todo lo que pueda imaginarse intentaban atacar a otros soldados a caballo. 

El dos de mayo de 1808 en Madrid 
(Francisco de Goya 1814) Museo del Prado (Madrid)
         Mientras intentaba escabullirse de un lugar a otro, una rociada de sangre le salpico en la cara y en el pecho. Candela se dio la vuelta intentando huir de nuevo topándose de frente con un hombre con los ojos vidriosos que cayó inmediatamente a sus pies sujetándose el pecho por donde le brotaba sangre a borbotones. Otro caballo, casi atropellándola, la empujó y volvió a arrojarla al barro sangriento, en lo que resultó ser una caída afortunada, porque por apenas unos centímetros no le dio el sablazo que le lanzó el jinete del animal, un individuo con un enorme mostacho gris, que portaba una coraza brillante en el pecho y un casco con plumas en la cabeza, y que sonreía malévolamente a cada sablazo que daba. Desde el suelo vio como otro hombre se lanzaba hacia el jinete, y al tiempo que le sujetaba el brazo del sable con una mano, le clavaba un enorme cuchillo por debajo del peto de la armadura. 
         Candela espantada, horrorizada, y sin apenas capacidad de razonar, solo intentaba exasperadamente escapar de allí. Así que corrió a cuatro patas entre piernas, coces y sangre hasta meterse en un portal donde se acurrucó llorando, esta vez de miedo y desesperación.
          Un bulto le cayó encima y la empujó contra la pared en la que se apoyaba, haciendo que la atravesara y que se cayera de espaldas rasgando una membrana elástica de tonos marrones.

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Publicado por Balder

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