Con motivo del 200 aniversario del Museo del Prado, a lo largo de las próximas semanas, voy a publicar un relato que escribí hace tiempo, y que hace un recorrido por algunas de las principales pinturas que en él se pueden encontrar.
Las imágenes reproducidas aquí han sido cedidas por el Museo del Prado para el uso en un Blog particular sin ánimo de lucro, a excepción de la última, que es mía y que está inspirada libremente en un cuadro de Velázquez, y la penúltima, el Retrato de Leopoldo I de Guido Cagnacci que pertenece al Museo de Historia del Arte de Viena.
Espero que os guste.
Capítulo I
Para Candela y su poca paciencia, del pesado de su padre.
Mirad que es la petición y el ruego de una Infanta de las Españas.
Os espero.
Margarita Teresa”
Las imágenes reproducidas aquí han sido cedidas por el Museo del Prado para el uso en un Blog particular sin ánimo de lucro, a excepción de la última, que es mía y que está inspirada libremente en un cuadro de Velázquez, y la penúltima, el Retrato de Leopoldo I de Guido Cagnacci que pertenece al Museo de Historia del Arte de Viena.
Espero que os guste.
Capítulo I
Para Candela y su poca paciencia, del pesado de su padre.
La verdad es que Candela habría
preferido pasar aquel puente de vacaciones en Eurodisney. Pero claro, había que
visitar y conocer otros lugares. O al menos eso decían sus padres.
Y no es que se lo estuviera
pasando mal, ni mucho menos. Madrid estaba resultando bastante más entretenido
de lo que se había temido.
Habían visto muchas cosas: El
museo de cera, que había sido divertido; El viaje en el bus turístico, que se
le había pasado volando; El museo ese, lleno de cosas antiguas, con sus
sarcófagos egipcios y todo eso, que había sido muy agradable y curioso de ver;
Y tenía que reconocer que en el espectáculo de magia se lo había pasado genial.
Además, le habían prometido que al día siguiente iban a asistir a un musical, y
como le encantaban ese tipo de representaciones, y esa en concreto tenía muy
buena pinta, le parecía que no llegaba el momento de asistir a la función. La
verdad es que sus padres tenían razón y que ella no tenía demasiada paciencia,
ni mucho menos.
Pero bueno, esto del Museo del Prado... Quizá fuera
porque se le comía la impaciencia por asistir al musical, o porque ya estaba
un poco agotada del ajetreo de esos días, lo cierto era que, aunque había
muchos y hermosos cuadros, y estatuas, y todo eso, y a pesar de que su padre se
empeñaba en explicárselas, o a lo mejor por el empeño de su padre de explicarle
“todos” los cuadros, le estaba resultando un poco aburrido y cansado. Y la
verdad es que se le ocurrían montones de cosas mucho más amenas que hacer.
Y fue entonces, en ese momento en
que el aburrimiento y la impaciencia estaban empezando a ganarle la partida,
cuando entraron en aquella asombrosa sala.
Era aquella una estancia de
mediano tamaño, en comparación con otras del museo, con una extraña y enorme
puerta o apertura en la pared de enfrente, que daba a otra sala más oscura,
desde la que se asomaban un grupo de personas vestidas de forma un tanto
peculiar, algo así como antigua. En todas las paredes a su alrededor había
colgados retratos de personajes ataviados con vestimentas extrañas y
anticuadas, en diferentes posturas y actitudes, unos a pie, otros sentados, e
incluso algunos a caballo, pero siempre mirando al espectador desde sus
respectivos cuadros.
Pero lo más insólito fue que, una
vez dentro de aquel salón, descubrió que la puerta del fondo no era tal cosa,
sino que era otra pintura desde la que un peculiar grupo de personajes miraba
con curiosidad a los visitantes del museo. Su padre le interrumpió un poco el
encanto y la sensación de asombro al decirle que estaban en la sala de Don
Diego Velázquez, y que el cuadro del fondo, el que por un momento le había
parecido una abertura a otra habitación, era el cuadro de “Las meninas”. Y ahí
fue cuando su imaginación empezó a desatarse, y fantaseó con que quizá ese
cuadro no fuera una auténtica pintura, sino que verdaderamente era una puerta,
mágica eso sí, pero extrañamente real, que comunicaba con un salón fantástico
de un exótico reino lleno de princesas y de extraños seres.
Las Meninas (Diego de Velázquez, 1656) Museo del Prado (Madrid) |
Su padre, un poco pesado, y
empeñado en interrumpirle el hilo de sus pensamientos le seguía diciendo que el
cuadro aquel se llamaba “las Meninas” porque, en la época en la que se pintó, así
era como se denominaba a las niñas que acompañaban a las infantas y a las
princesas. Y efectivamente, allí en el centro de la imagen había una princesita
rubia, la infanta Margarita, insistía el plomo de su padre, que la miraba
directamente a ella. Junto a la infanta había dos meninas que la atendían
solícitas. Luego había una enana que parecía más atenta al exterior del cuadro
que a la escena en la que se hallaba, y un niño dándole un puntapié a un pobre
perro, que al momento le cayó simpático, al recordarle a la perra de sus
abuelos, no tanto por el parecido físico, sino por su gran tamaño y por su
aspecto bonachón.
Por detrás de los niños
del cuadro se distinguía a dos adultos hablando de sus cosas, mientras que al
fondo, por un lado se veía a un señor en una puerta, y por otro, como a través
de una especie de ventana, se distinguía a una pareja que, según le dijo su
padre, eran los reyes, los padres de la princesita, reflejados en un espejo. Y
en el lateral izquierdo, inmediatamente por detrás de las niñas, se alzaba un
señor alto y de noble porte, pintando un enorme lienzo. Al parecer ese
caballero era el mismísimo Velázquez pintando un cuadro. Y al mirarle a los
ojos, y descubrirlo mirándole directamente a los suyos, le pareció sentir una
especie de escalofrió, una extraña sensación desapacible y desagradable, pues por un instante le pareció presentir con
seguridad plena que aquel señor alto y serio, que miraba desde el lateral de
aquel cuadro, la estaba pintando a ella, a Candela.
Así que disimulando un poco, haciendo como que
aquello no iba con ella, se fue alejando de aquel cuadro, y mientras cruzaba la
sala dirigió su atención al resto de retratos que había en las paredes.
Pero el ir paseando por todo aquel salón repleto de
lienzos, no hizo más que abonarle sus barruntos imaginativos. Las personas que
se asomaban desde los cuadros parecían estar observando a los espectadores con
la misma atención con que los visitantes del museo les miraban a ellos. Le
parecía que estaban vivos. Es más, por un momento, le dio la incómoda impresión
de que esos personajes contemplaban al público de la sala como si este fuera
la imagen de una pintura y aquellas extrañas personas desde sus cuadros, los
espectadores.
Así que, un poco incomoda, dio la vuelta a la sala,
hasta quedarse frente a otra pintura, que atrajo especialmente su atención.
Era otro retrato de la princesa que aparecía en el
cuadro de Las Meninas, la infanta Margarita, pero en este se la veía más mayor.
Casi parecía una chica de su edad, rubia, con el pelo en tirabuzones y con un
vestido de esos antiguos, con una de esas faldas tan abultadas, de un tono gris
plateado, y con adornos en rojo. En la mano izquierda llevaba unas rosas rojas,
y en la mano derecha un gran pañuelo como de seda o de algún tejido similar.
Infanta Da. Margarita de Austria (Juan Bautista del Mazo o Diego de Velázquez 1660-1661) Museo del Prado (Madrid) |
Y entonces fue cuando
Candela casi se desmayó del susto: ¡El pañuelo se estaba moviendo!
Al principio pensó que era un efecto óptico, pero
enseguida pudo comprobar que el movimiento era real y rítmico, como agitado por
alguna corriente de aire. Y finalmente no solo era el pañuelo, sino la mano que
lo sostenía la que se movía agitándolo levemente, al tiempo que mostraba por
momentos lo que parecía un papel doblado, oculto por debajo de él.
Los ojos se le fueron asombrados al rostro de la
princesa, intentando buscar una explicación de aquel extraño fenómeno, y su
mirada se cruzó con la de la infanta que en ese instante le lanzó un guiño de
complicidad, que la dejó definitivamente petrificada.
Sin poder evitarlo su mirada atónita iba del rostro
de la princesa a la mano que mecía el pañuelo y que mostraba el pliego
doblado y parcialmente oculto. Aún estaba paralizada por aquella extraordinaria situación cuando
su corazón, que ya parecía a punto de saltarle del pecho, le dio un nuevo
vuelco al comprobar como el papel, ocultado tras el pañuelo, se desprendía y caía,
ya no de la mano de la infanta, sino del cuadro mismo, y como llevado por
alguna corriente mágica se dirigía volando hasta sus pies.
Miró a un lado y luego a otro, pero nadie, ni sus
padres, ni la vigilante de aquella sala del museo, ni el resto de personas que
se hallaban presentes, y que no eran pocas, parecían haberse percatado de nada.
Miró al rostro de la princesa y comprobó como esta, con un movimiento de cabeza,
le señalaba el pliego, como incitándola a recogerlo. Y puesto que nadie más
parecía percibir nada, se inclinó nerviosa y lo recogió del suelo.
Era de un papel recio, de tonos marrones de tan
viejo y amarillento, plegado en cuatro dobleces. Disimuladamente, y mientras se
notaba las mejillas encendidas y rojas como un tomate, y temiendo que de un
momento a otro alguien le dijera algo, lo fue desdoblando cuidadosamente y
dirigió a él sus ojos.
En las esquinas del pliego le pareció entrever unos
dibujos o símbolos egipcios, casi borrados, pero en el centro había una
anotación reciente que parecía escrita con urgencia en un extraño color dorado
y con una caligrafía pequeña pero muy clara y bonita. Y en ella pudo leer:
“Necesito vuestra ayuda.
Debéis hablar
con el Maestro Velázquez. Él os indicará como llegar hasta mí, y ayudarme.Mirad que es la petición y el ruego de una Infanta de las Españas.
Os espero.
Margarita Teresa”
La mente le bullía, en una
corriente de pensamientos tan rápida, que no conseguía fijar ninguno.
Y es que... ¡Tenía en sus manos
un papel que había salido de un cuadro! ¡Una princesa de verdad le pedía ayuda
a ella! ¡Y quería que hablara con un pintor que estaba dentro de otro cuadro! Y
¿Cómo se podía salir y entrar de las pinturas así por las buenas? ¿Es que todo
el mundo se había vuelto loco? ¿O es que aquel museo estaba patas arriba? Y
¿Qué querría la princesa? ¿Y cómo podría ayudarla ese pintor tan serio?, ¿Y qué
dirían sus padres? Y ¿Dónde estaba el padre de la princesa? Y...
Cuando se dio cuenta, y sin saber
muy bien cómo, estaba otra vez delante del cuadro de Las Meninas y esta vez ya
no le cupo ninguna duda de que el pintor la estaba mirando directamente a ella.
Y aunque tiempo después dudaría
si fue un desmayo causado por el agobio de toda esa situación, o si algo o
alguien la empujó con fuerza hacia el cuadro, el caso es que tropezó y cayó con
todo su peso encima del lienzo.
Sintió que chocaba contra algo
elástico, como la superficie de un globo, que amortiguaba su caída, al tiempo
que se deformaba bajo ella. Y cuando parecía que aquello iba a hacerla rebotar
hacia atrás, enviándola de nuevo hacia el cordón protector, acabó por rasgarse
bajo su peso dejándola pasar a su través. Y mientras notaba cómo atravesaba
aquella superficie dúctil, iba pensando en cómo explicaría que se había caído
por accidente y en como había roto un cuadro tan antiguo, tan hermoso, y
seguramente tan caro.
Se incorporó lo más deprisa que
pudo, como intentando disimular, rezando por que sucediera el milagro de que
nadie hubiera visto aquel desastre, mientras alzaba la mirada para buscar a sus
padres. Y casi se desmayó de la sorpresa.
Todo, los vigilantes, los
visitantes, sus padres, la sala de Velázquez, y hasta el mismísimo museo, todo
había desaparecido. Y en su lugar se hallaba una sala más oscura en la que
estaba rodeada de los personajes del cuadro, de las meninas y la princesa, del
niño y el perro y de todos aquellos adultos, pero lo más asombroso era que
ninguno de ellos mostraba ni la más mínima sorpresa ante el hecho de que ella
se encontrara allí, en medio de todos ellos.
Enfrente de ese grupo de
personas, había un tropel de gentes y acompañantes rodeando a una pareja muy
elegante, que debían de ser los reyes del espejo, ante los que todo el mundo
comenzaba a hacer reverencias. Pero por ningún lado se veía el desgarrón, o la
puerta, o el hueco, o lo que fuera por donde había entrado en ese extraño lugar.
Estaba tan asustada que el aire
casi no le llegaba a los pulmones y parecía que no le pasaba de la garganta. Se
tocó con las manos el pecho y sintió como todo le daba vueltas, ¡Estaba vestida
como las otras muchachas de la habitación! Llevaba un bonito, aunque exótico
vestido de terciopelo azul con las mangas y la falda enormemente anchas, y la
cintura tan estrecha y apretada que casi no le dejaba ni respirar. Además, al
girarse y ver su reflejo en el espejo del fondo de la sala, se dio cuenta que
llevaba el pelo suelto pero con tirabuzones y adornado con un lazo azul a juego
con el vestido.
Pasmada como estaba ante esa
extraña situación, y con aquella nueva y curiosa vestimenta, no se apercibió de
cómo tras un sinnúmero de reverencias, frases rituales y demás formalidades,
los dos grupos, el de la princesa y sus meninas y el de sus Majestades los
Reyes, se unían en uno solo y abandonaban aquella estancia por la escalera del
fondo sin advertir que una de las meninas, que no era más que ella misma, se
quedaba rezagada junto al maestro, el mismísimo Don Diego Velázquez.
Cuando se quedaron solos en el salón, y mientras se
alejaban las voces tras las puertas, el pintor, que parecía ser el único que se
había percatado de su extraordinaria aparición, aferró apresurado a Candela por
el brazo y la llevó medio en volandas hasta uno de los extremos del enorme salón donde un buen número de
lienzos apilados les daban cierta intimidad.
- Mi señora ¿Quién sois y como
habéis llegado aquí?
Candela, que todavía estaba afectada y casi
aterrorizada por los recientes acontecimientos, apenas pudo responder y solo
acertó a enseñarle el pliego que tan extraordinariamente había llegado hasta
sus manos, al tiempo que no podía dejar de sentir cierta curiosidad por el
gracioso acento andaluz que tenía el pintor.
El maestro miró el papel, lo leyó
y le dio la vuelta, y su semblante se transformó en la mismísima imagen de la
sorpresa, con los ojos casi saliéndosele de las orbitas y el rostro
desencajado.
Sin apartar la mirada del pliego
llevó su mano hasta una bolsita que portaba en el cinturón, y de ella sacó un
paño cuidadosamente doblado, que procedió a desplegar lentamente con una mano
mientras que con la otra continuaba aferrando el pliego de la infanta. Con los
nervios y las prisas, el paño acabó por caérsele al suelo, dejando en su mano
su contenido, hasta entonces oculto, y que no era otra cosa que un pliego que
parecía el hermano gemelo del que le había entregado Candela. Inmediatamente un
nuevo prodigio se produjo ante los atónitos ojos del pintor y de la niña: En
torno a los dos pliegos comenzaron a aparecer unos hilos de luz, como una
telaraña brillante, que los envolvió como si fuera una jaula luminosa. Algunos
de esos hilos luminosos surgían de uno de los dos pliegos y se dirigían
hacia el otro, creando múltiples puentes de luz entre ambos, hasta que los dos
documentos quedaron enlazados por una red de luz etérea, y así unidos y
mientras permanecían flotando en el aire, comenzaron a ejecutar una lenta danza
que concluyó súbitamente con un resplandor de luz, que por un momento deslumbró
y dejó cegados a los dos estupefactos espectadores.
Cuando volvieron a recuperar
totalmente el sentido de la vista, pudieron comprobar que ambos pliegos
descendían lentamente, como si planearan suavemente mientras solo uno seguía
lanzando unos últimos destellos de luz, hasta caer cada uno a los pies de su
respectivo propietario.
El maestro guardó el suyo en la
bolsa de la que lo había extraído, y después cogió en sus manos con delicadeza
el de la muchacha, que era el que seguía centelleando levemente, y observándolo
con detenimiento murmuró, más para sí mismo que para Candela:
- ¡Es el auténtico pliego de los
lienzos! Aunque debe de proceder de otro tiempo… - Y ya dirigiéndose a la niña
prosiguió.- Pero ¿Cómo ha llegado a vuestras manos?
Candela estaba nerviosa y
asustada, aunque de alguna manera no podía dejar de sentir cierta confianza en
el pintor. Quizá fuera porque lo veía tan asombrado y casi tan asustado como
ella misma, o quizá era porque su acento le recordaba al de su amiga África, el
caso es que no podía sentir sino simpatía por aquel señor que ya no le parecía
tan serio ni tan estirado.
- Bueno... -Balbuceó Candela.- Yo
estaba en el museo con mis padres... Y de pronto la infanta Margarita me envió
este papel desde un cuadro... Y luego, no sé cómo, entré en este, y... ¡Ya no
estaba en el museo! ¡Y estaba usted! Y los reyes, y las meninas... ¡Y no sé qué
está pasando!
El maestro la miraba como si le
costara entenderla, como si Candela hablara en otro idioma, pero su mirada
reflejaba, por encima del asombro, cariño y simpatía hacia la niña. Finalmente
asintió comprensivo, volvió a leer el mensaje de la infanta, y por unos
instantes permaneció como abstraído contemplando el pliego en su mano, mientras
su mente debía de bullir intentando desentrañar todo aquello. Al cabo de unos
minutos pareció regresar de lo más profundo de sus cavilaciones y mirando con ternura a
los ojos de la muchacha le dijo:
- Habéis demostrado ser muy
valiente, pues si estáis aquí, es que habéis decidido ayudar a mi Señora, la
infanta Margarita, lo que demuestra el coraje, la lealtad y la generosidad de
vuestro corazón.- Las palabras trasmitían afecto, y verdadera admiración.
Candela lo miró algo más animada
y agradecida por el consuelo de sus palabras, aunque un tanto incrédula ante
todos esos halagos.
- De cualquier forma, -prosiguió
hablando Don Diego, - el tiempo apremia, mi señora, y os debo preguntar una cosa
importante ¿Ese cuadro de su alteza desde el que os entregó el pliego lo había
pintado yo?
- No lo sé, creo que si.- Acertó
a contestar Candela.
- ¿Y cuantos años tenía en él la
infanta?
- No sé... – Candela por un
momento sintió no haber atendido un poco más a las pesadas explicaciones de su
padre, porque seguro que en algún momento le había contado la edad de la
infanta, y al recordarlo y al sentirse tan sola y desamparada, los ojos se le
llenaron de lágrimas. Pero haciendo acopio de valor acertó a improvisar.- Creo
que unos nueve o diez años.
- Esperad un momento... - El
maestro murmuró algo para sí, y entregándole el pliego a Candela le dijo:
- Cuidadlo con vuestra vida, y
por amor de Dios no lo perdáis, porque solo él os garantiza el regreso a
vuestro hogar.- Con lo que Candela lo aferró contra su pecho con temor
reverencial.
El pintor se dio la vuelta y
comenzó a mover los cuadros apilados hasta sacar uno totalmente en negro, en el
que no se veía nada pintado, y evidentemente parecía sin estrenar.
- ¿Era de este tamaño el lienzo
en el que estaba pintada la infanta? -Le preguntó.
- No, era un poco más grande.
El pintor repitió la operación un
par de veces hasta que Candela le señaló uno del mismo tamaño que el del
retrato de la infanta en el museo. Entonces volviéndose hacia la muchacha le
preguntó de nuevo:
- ¿Y cómo iba vestida la infanta?
¿Estaba con alguien más o con algún animalito o llevaba algo en sus manos? ¿Y
dónde se encontraba? ¿Estaba en una sala, o en un jardín? Y ¿Qué paisaje o
lugar se veía detrás de ella?
Candela, mientras se secaba los
ojos húmedos con la manga de su nuevo vestido, se esforzó por recordar y
contestó:
- No, estaba sola, y llevaba unas
rosas rojas en una mano... En la izquierda creo, y un pañuelo como de seda en
la otra... Y el vestido era como el que llevo yo, así de falda ancha pero más
brillante y de color gris y rojo... Y estaba en una habitación en la que se
veían una especie de cortinajes granates detrás de ella...
Apenas escuchó las explicaciones
de Candela, el pintor entró en una actividad frenética. Apoyando el lienzo
contra la pared, y cogiendo una paleta y unos pinceles que por allí tenía, se
puso a pintar a grandes trazos el fondo del cuadro, dejando en el centro un
espacio sin tocar en el que se adivinaba la silueta de una persona,
que poco a poco iba recordando a la de la infanta.
Al cabo de un tiempo de delirante
laboriosidad, durante el cual Candela quedó extasiada ante la febril actividad
del maestro, el fondo empezó a tomar ciertas formas reconocibles para los ojos
atónitos de la muchacha, y aunque estaba claramente incompleto, el resultado
debió de parecerle suficientemente aceptable al pintor, porque tras mirarlo con
una sonrisa de satisfacción en el rostro se volvió hacia Candela y le dijo:
- Bien, creo que servirá. Pero
ahora, antes de nada, supongo que precisáis una explicación, puesto que de
alguna forma habéis sido elegida para una misión secreta, mágica y ciertamente
envidiable. – Candela lo escuchaba con una mezcla de temor, curiosidad y
esperanza.-
- El
pliego que portáis es un papiro muy antiguo. Un papiro que según se
cuenta fue creado por el primer y más grande maestro pintor que haya existido,
en tiempos de los faraones egipcios. Parece ser que ha pasado de mano en mano a
lo largo de generaciones, y que perteneció, entre otros, al gran Leonardo da
Vincy. A mí me lo entregó un maestro pintor italiano hace años, y con él, el
maravilloso secreto que contiene. Porque, según me explicó, como su creador
además de un gran maestro pintor, era un gran mago, le transfirió un poder
extraordinario. Un poder maravilloso que yo nunca me he atrevido a usar. Este
primer gran maestro pintor que lo creó, y cuyo nombre desgraciadamente se ha
perdido, consiguió que este pliego fuera una especie de pase, o de salvoconducto,
que le permitiría a su portador desplazarse de pintura en pintura, de mundo en
mundo, al parecer sin límite, ni en el tiempo ni en el espacio. Y así y según
parece, se puede viajar incluso a pinturas que aun no se han creado, pero que
se realizarán en el futuro.
- Si, ya sé que puede pareceros
increíble lo que os digo, -prosiguió Velázquez, - pero vuestra misma presencia
aquí es la prueba viviente de que la magia del pliego funciona, y de que todo
lo que os cuento es cierto. De alguna forma, en un tiempo todavía futuro para
mí, pero que es presente para vos, el pliego llegará, es decir, ha llegado a
vuestras manos. - Ante la mirada incrédula de Candela se apresuró a continuar.-
Si ya sé que todo esto es difícil de comprender, pero vos misma habéis visto el
fenómeno que se ha producido al encontrarse los dos pliegos, y por lo que yo
sé, eso solo puede significar que es el mismo pliego pero en dos tiempos
distintos. De hecho, mientras estén juntos, supongo que solo uno de ellos
funcionará. Y a tenor de cómo se han comportado, el que sigue manteniendo su
poder es el vuestro.
- De cualquier manera, yo nunca
me atreví a usarlo hasta ahora, puesto que la entrada en un lienzo, o el pase
de un lienzo a otro, es una aventura misteriosa y peligrosa. Tened presente
que, si no tenéis un destino claro que os dirija, podéis acabar en cualquier
pintura, en la representación de un ángel o en la de un monstruo. Es un viaje
apasionantemente anhelable, pero al mismo tiempo una excursión que puede tener
un final terrible.
Viendo la mirada de pánico en los
ojos de Candela, el maestro comprendió que estaba hablando demasiado, y se
apresuró a tranquilizarla:
- Pero vos, mi señora, poseéis el
medio para conseguir esquivar todo peligro, y llegar con bien hasta la infanta
Margarita, y de ahí al objetivo que busquéis. Y espero que de igual forma, la
manera de regresar a vuestras tierras y a vuestra familia. Pues sabed que el
segundo poder mágico de este pliego de los lienzos, es que si tenéis un
objetivo marcado, solo debéis seguir el color maestro que os haya introducido
en el primer cuadro, y simplemente siguiéndolo, llegaréis a buen puerto y al
fin de vuestra misión, sin ningún percance. Y puesto que la infanta os envió el
pliego escrito con tinta dorada, solo tenéis que esperar a ver un brillo de ese
color, seguirlo, y eso os conducirá, en primer término a la infanta, en segundo
lugar al designio que se espera de vos, y finalmente de vuelta a vuestro hogar.
Candela, a pesar de haber seguido
atentamente toda aquella explicación, no acababa de entender todo aquel lío de
cuadros y mundos mágicos, y aunque le picaba la curiosidad por conocer el final
de toda aquella historia, aunque una parte de sí misma pugnaba por participar
en esta extraña aventura mágica, lo que realmente deseaba era encontrar a sus
padres y abrazarlos, aunque fueran un poco pesados. Así que, casi suplicante,
tan solo contestó:
- Pero yo solo quiero volver al
museo con mis padres...
- Bueno, mi niña, me temo que la
única forma de conseguirlo es seguir el resplandor dorado en los lienzos. Si
ese color maestro os trajo aquí, el mismo os podrá devolver a vuestra pintura,
o a vuestra tierra, esté donde esté.
- ¿Y cómo encontraré el
resplandor dorado y todo eso?
- Bueno, en cuanto la retoque un
poco más, creo que aquí tendréis la primera puerta. Espero que esta sea la
misma pintura de la que salió el pliego, puesto que la conservaré hasta dentro
de unos años y en ella completaré, en un futuro, el retrato de la infanta que
vos visteis. Así que ahora ayudadme refiriéndome hasta el más mínimo detalle
que recordéis del retrato.
Candela mientras apretaba el
pliego contra su pecho, trató de concentrarse en el hecho de que había un
camino para volver junto a sus padres, y así ahogar las lágrimas que pugnaban
por asomar en sus ojos. Tenía miedo de quedar atrapada en aquel mundo de
pinturas y de no volver a ver a su familia, a sus amigas, a sus abuelos, a su
madrina... No, era mejor no pensar en eso, y concentrarse en lo que le decía
ese amable señor que al menos le daba la oportunidad de vivir una magnífica
aventura y, tras finalizarla, de volver a su casa.
Así que tragándose los sollozos
que pugnaban por salir, trató de dirigir su mente a lo que recordaba del
cuadro, al vestido plateado con adornos rojos, a las rosas y al pañuelo, y a
los cortinajes del fondo, intentando describírselo todo al pintor de la mejor
forma posible.
El maestro se volvió hacia el
lienzo, le dio una pincelada aquí y otra allá, y finalmente pintó en el centro
en un tono dorado un pequeño punto, a la altura de lo que sería el pecho de la
infanta.
- Bien, - dijo el pintor casi con aire de
resignación- Como os decía, mi valiente niña, esta es la primera puerta. Pero
antes de nada os debo decir un par de cosas más. Hay dos formas de utilizar el
pliego de los lienzos. La primera y más evidente es buscar en una pintura como
esta una zona con el color maestro que precisáis, dorado en vuestro caso, y
apretando fuertemente el pliego en las manos, lanzarse con fe hacia esa zona de
color. En apenas un instante estaréis dentro.
- Pero hay otra manera.- Prosiguió Don Diego-.
Cuando ya estéis dentro de un cuadro, deberíais poder encontrar puertas más o
menos ocultas que comunican un cuadro con otro, no estoy seguro de cómo serán,
pero supongo que veréis una especie de niebla o resplandor del color maestro
que aparecerá dentro de los límites del cuadro original. Solo tendríais que
atravesarla y os encontrareis en otro lugar más cercano a vuestro objetivo.
Pues supongo que deberéis atravesar varias imágenes, cual si fueran las etapas
de un viaje. Solo tenéis que seguirlas y llegareis a vuestro destino como si
siguierais un ancho y cómodo camino.
- Y una cosa más. ¡Ni se os ocurra tomar otra
puerta de un color distinto al de vuestro objetivo! No abandonéis la senda del
color dorado si no queréis perderos en un laberinto de pinturas, y extraños
mundos. Porque si os separáis de vuestro camino os será muy difícil volver a
encontrarlo, y podéis hallaros ante peligros inimaginables. Pero si por
desgracia o infortunio os vierais obligada a hacerlo, intentad encontrar a otro
maestro pintor que os pueda reconducir al camino correcto. Y finalmente, bajo
ningún concepto perdáis el pliego de los lienzos, pues es vuestro salvoconducto
para seguir avanzando. Que Dios os guarde, y apresuraros porque aunque la
puerta de los lienzos está ahora abierta, desconozco el tiempo que permanecerá
en este estado. Rezaré por vos.
Viendo como el horror iba
dominando el rostro y el ánimo de la muchacha, el maestro la tomó por los
hombros e intentando infundirle todo el valor posible le dijo finalmente:
- ¡Ánimo mi señora! Vos habéis
demostrado poseer una valentía digna de admiración. Y estoy seguro de que
vuestros padres estarán orgullosos de vos, así que venga, seguid el camino
dorado y os doy mi palabra de que os reuniréis de nuevo con ellos. Si lo
hacéis, yo mismo me encargaré de recompensaros, y de enviaros un regalo digno
de una infanta, o mejor aún, digno de la dama más valiente que nadie haya
conocido nunca.
Diciendo esto, y sin dejarle
pensar mucho en ello, encaminó a la niña hacia el lienzo, y le indicó el punto
dorado, que por momentos les pareció que emitía un brillo luminoso.
Candela no estaba muy convencida
de todo aquello, y quería preguntarle al pintor si no había otra forma de
volver a casa, pero entre lo apabullada que estaba con tantas recomendaciones
que recordar, con toda aquella situación y ante la determinación del maestro,
cuando quiso darse cuenta se vio empujada, con el pliego de los lienzos en la
mano, hacia un punto dorado en el centro de un cuadro a medio pintar. Y antes
de que pudiera oponer la menor resistencia, o aun siquiera reaccionar, notó
como se abalanzaba sobre la tela y la traspasaba sintiendo esa extraña
sensación de atravesar una membrana elástica que se rompía a su paso.
Esta vez al menos consiguió no
caerse al suelo, y tras apenas un pequeño traspié, logró mantener el
equilibrio.
Lo primero que le hizo comprender que estaba en un
lugar distinto fueron los olores, pues la envolvía la más completa oscuridad.
Sin atreverse a efectuar el más mínimo movimiento percibió un aroma distinto al
de la sala del pintor. Mientras que en aquella se olía a pintura fresca y
aceites, en esta la fragancia era más suave y delicada, apenas un tenue aroma a
flores frescas y a rosas.
Oyó un “clic” a su espalda, como un pestillo
que se abría, y al darse la vuelta distinguió un rayo de luz que entraba por
una puerta entreabierta, que parecía ser la única salida del estrecho pasillo
en donde había aparecido.
Candela contuvo el aliento mientras la puerta se abría
del todo y dejaba pasar una fresca corriente de aire cargada del efluvio a
flores que acababa de percibir.
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Publicado por Balder
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