domingo, 10 de noviembre de 2019

Una noche en el Museo del Prado I


Con motivo del 200 aniversario del Museo del Prado, a lo largo de las próximas semanas, voy a publicar un relato que escribí hace tiempo, y que hace un recorrido por algunas de las principales pinturas que en él se pueden encontrar.
           Las imágenes reproducidas aquí han sido cedidas por el Museo del Prado para el uso en un Blog particular sin ánimo de lucro, a excepción de la última, que es mía y que está inspirada libremente en un cuadro de Velázquez, y la penúltima, el Retrato de Leopoldo I de Guido Cagnacci que pertenece al Museo de Historia del Arte de Viena.
           Espero que os guste.


Capítulo I    


Para Candela y su poca paciencia, del pesado de su padre.                      
 

La verdad es que Candela habría preferido pasar aquel puente de vacaciones en Eurodisney. Pero claro, había que visitar y conocer otros lugares. O al menos eso decían sus padres.

Y no es que se lo estuviera pasando mal, ni mucho menos. Madrid estaba resultando bastante más entretenido de lo que se había temido.

Habían visto muchas cosas: El museo de cera, que había sido divertido; El viaje en el bus turístico, que se le había pasado volando; El museo ese, lleno de cosas antiguas, con sus sarcófagos egipcios y todo eso, que había sido muy agradable y curioso de ver; Y tenía que reconocer que en el espectáculo de magia se lo había pasado genial. Además, le habían prometido que al día siguiente iban a asistir a un musical, y como le encantaban ese tipo de representaciones, y esa en concreto tenía muy buena pinta, le parecía que no llegaba el momento de asistir a la función. La verdad es que sus padres tenían razón y que ella no tenía demasiada paciencia, ni mucho menos.

Pero bueno, esto del Museo del Prado... Quizá fuera porque se le comía la impaciencia por asistir al musical, o porque ya estaba un poco agotada del ajetreo de esos días, lo cierto era que, aunque había muchos y hermosos cuadros, y estatuas, y todo eso, y a pesar de que su padre se empeñaba en explicárselas, o a lo mejor por el empeño de su padre de explicarle “todos” los cuadros, le estaba resultando un poco aburrido y cansado. Y la verdad es que se le ocurrían montones de cosas mucho más amenas que hacer.

Y fue entonces, en ese momento en que el aburrimiento y la impaciencia estaban empezando a ganarle la partida, cuando entraron en aquella asombrosa sala.

Era aquella una estancia de mediano tamaño, en comparación con otras del museo, con una extraña y enorme puerta o apertura en la pared de enfrente, que daba a otra sala más oscura, desde la que se asomaban un grupo de personas vestidas de forma un tanto peculiar, algo así como antigua. En todas las paredes a su alrededor había colgados retratos de personajes ataviados con vestimentas extrañas y anticuadas, en diferentes posturas y actitudes, unos a pie, otros sentados, e incluso algunos a caballo, pero siempre mirando al espectador desde sus respectivos cuadros.



Las Meninas (Diego de Velázquez, 1656) Museo del Prado (Madrid)
Pero lo más insólito fue que, una vez dentro de aquel salón, descubrió que la puerta del fondo no era tal cosa, sino que era otra pintura desde la que un peculiar grupo de personajes miraba con curiosidad a los visitantes del museo. Su padre le interrumpió un poco el encanto y la sensación de asombro al decirle que estaban en la sala de Don Diego Velázquez, y que el cuadro del fondo, el que por un momento le había parecido una abertura a otra habitación, era el cuadro de “Las meninas”. Y ahí fue cuando su imaginación empezó a desatarse, y fantaseó con que quizá ese cuadro no fuera una auténtica pintura, sino que verdaderamente era una puerta, mágica eso sí, pero extrañamente real, que comunicaba con un salón fantástico de un exótico reino lleno de princesas y de extraños seres.

Su padre, un poco pesado, y empeñado en interrumpirle el hilo de sus pensamientos le seguía diciendo que el cuadro aquel se llamaba “las Meninas” porque, en la época en la que se pintó, así era como se denominaba a las niñas que acompañaban a las infantas y a las princesas. Y efectivamente, allí en el centro de la imagen había una princesita rubia, la infanta Margarita, insistía el plomo de su padre, que la miraba directamente a ella. Junto a la infanta había dos meninas que la atendían solícitas. Luego había una enana que parecía más atenta al exterior del cuadro que a la escena en la que se hallaba, y un niño dándole un puntapié a un pobre perro, que al momento le cayó simpático, al recordarle a la perra de sus abuelos, no tanto por el parecido físico, sino por su gran tamaño y por su aspecto bonachón.

Por detrás de los niños del cuadro se distinguía a dos adultos hablando de sus cosas, mientras que al fondo, por un lado se veía a un señor en una puerta, y por otro, como a través de una especie de ventana, se distinguía a una pareja que, según le dijo su padre, eran los reyes, los padres de la princesita, reflejados en un espejo. Y en el lateral izquierdo, inmediatamente por detrás de las niñas, se alzaba un señor alto y de noble porte, pintando un enorme lienzo. Al parecer ese caballero era el mismísimo Velázquez pintando un cuadro. Y al mirarle a los ojos, y descubrirlo mirándole directamente a los suyos, le pareció sentir una especie de escalofrió, una extraña sensación desapacible y desagradable, pues por un instante le pareció presentir con seguridad plena que aquel señor alto y serio, que miraba desde el lateral de aquel cuadro, la estaba pintando a ella, a Candela.

Así que disimulando un poco, haciendo como que aquello no iba con ella, se fue alejando de aquel cuadro, y mientras cruzaba la sala dirigió su atención al resto de retratos que había en las paredes.

Pero el ir paseando por todo aquel salón repleto de lienzos, no hizo más que abonarle sus barruntos imaginativos. Las personas que se asomaban desde los cuadros parecían estar observando a los espectadores con la misma atención con que los visitantes del museo les miraban a ellos. Le parecía que estaban vivos. Es más, por un momento, le dio la incómoda impresión de que esos personajes contemplaban al público de la sala como si este fuera la imagen de una pintura y aquellas extrañas personas desde sus cuadros, los espectadores.

Así que, un poco incomoda, dio la vuelta a la sala, hasta quedarse frente a otra pintura, que atrajo especialmente su atención.



Infanta Da. Margarita de Austria
(Juan Bautista del Mazo o Diego de Velázquez 1660-1661) Museo del Prado (Madrid)
          Era otro retrato de la princesa que aparecía en el cuadro de Las Meninas, la infanta Margarita, pero en este se la veía más mayor. Casi parecía una chica de su edad, rubia, con el pelo en tirabuzones y con un vestido de esos antiguos, con una de esas faldas tan abultadas, de un tono gris plateado, y con adornos en rojo. En la mano izquierda llevaba unas rosas rojas, y en la mano derecha un gran pañuelo como de seda o de algún tejido similar.

Y entonces fue cuando Candela casi se desmayó del susto: ¡El pañuelo se estaba moviendo!

Al principio pensó que era un efecto óptico, pero enseguida pudo comprobar que el movimiento era real y rítmico, como agitado por alguna corriente de aire. Y finalmente no solo era el pañuelo, sino la mano que lo sostenía la que se movía agitándolo levemente, al tiempo que mostraba por momentos lo que parecía un papel doblado, oculto por debajo de él.

Los ojos se le fueron asombrados al rostro de la princesa, intentando buscar una explicación de aquel extraño fenómeno, y su mirada se cruzó con la de la infanta que en ese instante le lanzó un guiño de complicidad, que la dejó definitivamente petrificada.

Sin poder evitarlo su mirada atónita iba del rostro de la princesa a la mano que mecía el pañuelo y que mostraba el pliego doblado y parcialmente oculto. Aún estaba paralizada por aquella extraordinaria situación cuando su corazón, que ya parecía a punto de saltarle del pecho, le dio un nuevo vuelco al comprobar como el papel, ocultado tras el pañuelo, se desprendía y caía, ya no de la mano de la infanta, sino del cuadro mismo, y como llevado por alguna corriente mágica se dirigía volando hasta sus pies.


Miró a un lado y luego a otro, pero nadie, ni sus padres, ni la vigilante de aquella sala del museo, ni el resto de personas que se hallaban presentes, y que no eran pocas, parecían haberse percatado de nada. Miró al rostro de la princesa y comprobó como esta, con un movimiento de cabeza, le señalaba el pliego, como incitándola a recogerlo. Y puesto que nadie más parecía percibir nada, se inclinó nerviosa y lo recogió del suelo.

Era de un papel recio, de tonos marrones de tan viejo y amarillento, plegado en cuatro dobleces. Disimuladamente, y mientras se notaba las mejillas encendidas y rojas como un tomate, y temiendo que de un momento a otro alguien le dijera algo, lo fue desdoblando cuidadosamente y dirigió a él sus ojos.

En las esquinas del pliego le pareció entrever unos dibujos o símbolos egipcios, casi borrados, pero en el centro había una anotación reciente que parecía escrita con urgencia en un extraño color dorado y con una caligrafía pequeña pero muy clara y bonita. Y en ella pudo leer:

 Necesito vuestra ayuda.
          Debéis hablar con el Maestro Velázquez. Él os indicará como llegar hasta mí, y ayudarme.
          Mirad que es la petición y el ruego de una Infanta de las Españas.
          Os espero.
          Margarita Teresa

La mente le bullía, en una corriente de pensamientos tan rápida, que no conseguía fijar ninguno.

Y es que... ¡Tenía en sus manos un papel que había salido de un cuadro! ¡Una princesa de verdad le pedía ayuda a ella! ¡Y quería que hablara con un pintor que estaba dentro de otro cuadro! Y ¿Cómo se podía salir y entrar de las pinturas así por las buenas? ¿Es que todo el mundo se había vuelto loco? ¿O es que aquel museo estaba patas arriba? Y ¿Qué querría la princesa? ¿Y cómo podría ayudarla ese pintor tan serio?, ¿Y qué dirían sus padres? Y ¿Dónde estaba el padre de la princesa? Y...

Cuando se dio cuenta, y sin saber muy bien cómo, estaba otra vez delante del cuadro de Las Meninas y esta vez ya no le cupo ninguna duda de que el pintor la estaba mirando directamente a ella.

Y aunque tiempo después dudaría si fue un desmayo causado por el agobio de toda esa situación, o si algo o alguien la empujó con fuerza hacia el cuadro, el caso es que tropezó y cayó con todo su peso encima del lienzo.

Sintió que chocaba contra algo elástico, como la superficie de un globo, que amortiguaba su caída, al tiempo que se deformaba bajo ella. Y cuando parecía que aquello iba a hacerla rebotar hacia atrás, enviándola de nuevo hacia el cordón protector, acabó por rasgarse bajo su peso dejándola pasar a su través. Y mientras notaba cómo atravesaba aquella superficie dúctil, iba pensando en cómo explicaría que se había caído por accidente y en como había roto un cuadro tan antiguo, tan hermoso, y seguramente tan caro.

Se incorporó lo más deprisa que pudo, como intentando disimular, rezando por que sucediera el milagro de que nadie hubiera visto aquel desastre, mientras alzaba la mirada para buscar a sus padres. Y casi se desmayó de la sorpresa.

Todo, los vigilantes, los visitantes, sus padres, la sala de Velázquez, y hasta el mismísimo museo, todo había desaparecido. Y en su lugar se hallaba una sala más oscura en la que estaba rodeada de los personajes del cuadro, de las meninas y la princesa, del niño y el perro y de todos aquellos adultos, pero lo más asombroso era que ninguno de ellos mostraba ni la más mínima sorpresa ante el hecho de que ella se encontrara allí, en medio de todos ellos.

Enfrente de ese grupo de personas, había un tropel de gentes y acompañantes rodeando a una pareja muy elegante, que debían de ser los reyes del espejo, ante los que todo el mundo comenzaba a hacer reverencias. Pero por ningún lado se veía el desgarrón, o la puerta, o el hueco, o lo que fuera por donde había entrado en ese extraño lugar.

Estaba tan asustada que el aire casi no le llegaba a los pulmones y parecía que no le pasaba de la garganta. Se tocó con las manos el pecho y sintió como todo le daba vueltas, ¡Estaba vestida como las otras muchachas de la habitación! Llevaba un bonito, aunque exótico vestido de terciopelo azul con las mangas y la falda enormemente anchas, y la cintura tan estrecha y apretada que casi no le dejaba ni respirar. Además, al girarse y ver su reflejo en el espejo del fondo de la sala, se dio cuenta que llevaba el pelo suelto pero con tirabuzones y adornado con un lazo azul a juego con el vestido.

Pasmada como estaba ante esa extraña situación, y con aquella nueva y curiosa vestimenta, no se apercibió de cómo tras un sinnúmero de reverencias, frases rituales y demás formalidades, los dos grupos, el de la princesa y sus meninas y el de sus Majestades los Reyes, se unían en uno solo y abandonaban aquella estancia por la escalera del fondo sin advertir que una de las meninas, que no era más que ella misma, se quedaba rezagada junto al maestro, el mismísimo Don Diego Velázquez.

Cuando se quedaron solos en el salón, y mientras se alejaban las voces tras las puertas, el pintor, que parecía ser el único que se había percatado de su extraordinaria aparición, aferró apresurado a Candela por el brazo y la llevó medio en volandas hasta uno de los extremos del enorme salón donde un buen número de lienzos apilados les daban cierta intimidad.

- Mi señora ¿Quién sois y como habéis llegado aquí?

 Candela, que todavía estaba afectada y casi aterrorizada por los recientes acontecimientos, apenas pudo responder y solo acertó a enseñarle el pliego que tan extraordinariamente había llegado hasta sus manos, al tiempo que no podía dejar de sentir cierta curiosidad por el gracioso acento andaluz que tenía el pintor.

El maestro miró el papel, lo leyó y le dio la vuelta, y su semblante se transformó en la mismísima imagen de la sorpresa, con los ojos casi saliéndosele de las orbitas y el rostro desencajado.

Sin apartar la mirada del pliego llevó su mano hasta una bolsita que portaba en el cinturón, y de ella sacó un paño cuidadosamente doblado, que procedió a desplegar lentamente con una mano mientras que con la otra continuaba aferrando el pliego de la infanta. Con los nervios y las prisas, el paño acabó por caérsele al suelo, dejando en su mano su contenido, hasta entonces oculto, y que no era otra cosa que un pliego que parecía el hermano gemelo del que le había entregado Candela. Inmediatamente un nuevo prodigio se produjo ante los atónitos ojos del pintor y de la niña: En torno a los dos pliegos comenzaron a aparecer unos hilos de luz, como una telaraña brillante, que los envolvió como si fuera una jaula luminosa. Algunos de esos hilos luminosos surgían de uno de los dos pliegos y se dirigían hacia el otro, creando múltiples puentes de luz entre ambos, hasta que los dos documentos quedaron enlazados por una red de luz etérea, y así unidos y mientras permanecían flotando en el aire, comenzaron a ejecutar una lenta danza que concluyó súbitamente con un resplandor de luz, que por un momento deslumbró y dejó cegados a los dos estupefactos espectadores.

Cuando volvieron a recuperar totalmente el sentido de la vista, pudieron comprobar que ambos pliegos descendían lentamente, como si planearan suavemente mientras solo uno seguía lanzando unos últimos destellos de luz, hasta caer cada uno a los pies de su respectivo propietario.

El maestro guardó el suyo en la bolsa de la que lo había extraído, y después cogió en sus manos con delicadeza el de la muchacha, que era el que seguía centelleando levemente, y observándolo con detenimiento murmuró, más para sí mismo que para Candela:

- ¡Es el auténtico pliego de los lienzos! Aunque debe de proceder de otro tiempo… - Y ya dirigiéndose a la niña prosiguió.- Pero ¿Cómo ha llegado a vuestras manos?

Candela estaba nerviosa y asustada, aunque de alguna manera no podía dejar de sentir cierta confianza en el pintor. Quizá fuera porque lo veía tan asombrado y casi tan asustado como ella misma, o quizá era porque su acento le recordaba al de su amiga África, el caso es que no podía sentir sino simpatía por aquel señor que ya no le parecía tan serio ni tan estirado.

- Bueno... -Balbuceó Candela.- Yo estaba en el museo con mis padres... Y de pronto la infanta Margarita me envió este papel desde un cuadro... Y luego, no sé cómo, entré en este, y... ¡Ya no estaba en el museo! ¡Y estaba usted! Y los reyes, y las meninas... ¡Y no sé qué está pasando!

El maestro la miraba como si le costara entenderla, como si Candela hablara en otro idioma, pero su mirada reflejaba, por encima del asombro, cariño y simpatía hacia la niña. Finalmente asintió comprensivo, volvió a leer el mensaje de la infanta, y por unos instantes permaneció como abstraído contemplando el pliego en su mano, mientras su mente debía de bullir intentando desentrañar todo aquello. Al cabo de unos minutos pareció regresar de lo más profundo de sus cavilaciones y mirando con ternura a los ojos de la muchacha le dijo:

- Habéis demostrado ser muy valiente, pues si estáis aquí, es que habéis decidido ayudar a mi Señora, la infanta Margarita, lo que demuestra el coraje, la lealtad y la generosidad de vuestro corazón.- Las palabras trasmitían afecto, y verdadera admiración.

Candela lo miró algo más animada y agradecida por el consuelo de sus palabras, aunque un tanto incrédula ante todos esos halagos.

- De cualquier forma, -prosiguió hablando Don Diego, - el tiempo apremia, mi señora, y os debo preguntar una cosa importante ¿Ese cuadro de su alteza desde el que os entregó el pliego lo había pintado yo?

- No lo sé, creo que si.- Acertó a contestar Candela.

- ¿Y cuantos años tenía en él la infanta?

- No sé... – Candela por un momento sintió no haber atendido un poco más a las pesadas explicaciones de su padre, porque seguro que en algún momento le había contado la edad de la infanta, y al recordarlo y al sentirse tan sola y desamparada, los ojos se le llenaron de lágrimas. Pero haciendo acopio de valor acertó a improvisar.- Creo que unos nueve o diez años.

- Esperad un momento... - El maestro murmuró algo para sí, y entregándole el pliego a Candela le dijo:

- Cuidadlo con vuestra vida, y por amor de Dios no lo perdáis, porque solo él os garantiza el regreso a vuestro hogar.- Con lo que Candela lo aferró contra su pecho con temor reverencial.

El pintor se dio la vuelta y comenzó a mover los cuadros apilados hasta sacar uno totalmente en negro, en el que no se veía nada pintado, y evidentemente parecía sin estrenar.

- ¿Era de este tamaño el lienzo en el que estaba pintada la infanta? -Le preguntó.

- No, era un poco más grande.

El pintor repitió la operación un par de veces hasta que Candela le señaló uno del mismo tamaño que el del retrato de la infanta en el museo. Entonces volviéndose hacia la muchacha le preguntó de nuevo:

- ¿Y cómo iba vestida la infanta? ¿Estaba con alguien más o con algún animalito o llevaba algo en sus manos? ¿Y dónde se encontraba? ¿Estaba en una sala, o en un jardín? Y ¿Qué paisaje o lugar se veía detrás de ella?

Candela, mientras se secaba los ojos húmedos con la manga de su nuevo vestido, se esforzó por recordar y contestó:

- No, estaba sola, y llevaba unas rosas rojas en una mano... En la izquierda creo, y un pañuelo como de seda en la otra... Y el vestido era como el que llevo yo, así de falda ancha pero más brillante y de color gris y rojo... Y estaba en una habitación en la que se veían una especie de cortinajes granates detrás de ella...

Apenas escuchó las explicaciones de Candela, el pintor entró en una actividad frenética. Apoyando el lienzo contra la pared, y cogiendo una paleta y unos pinceles que por allí tenía, se puso a pintar a grandes trazos el fondo del cuadro, dejando en el centro un espacio sin tocar en el que se adivinaba la silueta de una persona, que poco a poco iba recordando a la de la infanta.

Al cabo de un tiempo de delirante laboriosidad, durante el cual Candela quedó extasiada ante la febril actividad del maestro, el fondo empezó a tomar ciertas formas reconocibles para los ojos atónitos de la muchacha, y aunque estaba claramente incompleto, el resultado debió de parecerle suficientemente aceptable al pintor, porque tras mirarlo con una sonrisa de satisfacción en el rostro se volvió hacia Candela y le dijo:

- Bien, creo que servirá. Pero ahora, antes de nada, supongo que precisáis una explicación, puesto que de alguna forma habéis sido elegida para una misión secreta, mágica y ciertamente envidiable. – Candela lo escuchaba con una mezcla de temor, curiosidad y esperanza.-

- El pliego que portáis es un papiro muy antiguo. Un papiro que según se cuenta fue creado por el primer y más grande maestro pintor que haya existido, en tiempos de los faraones egipcios. Parece ser que ha pasado de mano en mano a lo largo de generaciones, y que perteneció, entre otros, al gran Leonardo da Vincy. A mí me lo entregó un maestro pintor italiano hace años, y con él, el maravilloso secreto que contiene. Porque, según me explicó, como su creador además de un gran maestro pintor, era un gran mago, le transfirió un poder extraordinario. Un poder maravilloso que yo nunca me he atrevido a usar. Este primer gran maestro pintor que lo creó, y cuyo nombre desgraciadamente se ha perdido, consiguió que este pliego fuera una especie de pase, o de salvoconducto, que le permitiría a su portador desplazarse de pintura en pintura, de mundo en mundo, al parecer sin límite, ni en el tiempo ni en el espacio. Y así y según parece, se puede viajar incluso a pinturas que aun no se han creado, pero que se realizarán en el futuro.

- Si, ya sé que puede pareceros increíble lo que os digo, -prosiguió Velázquez, - pero vuestra misma presencia aquí es la prueba viviente de que la magia del pliego funciona, y de que todo lo que os cuento es cierto. De alguna forma, en un tiempo todavía futuro para mí, pero que es presente para vos, el pliego llegará, es decir, ha llegado a vuestras manos. - Ante la mirada incrédula de Candela se apresuró a continuar.- Si ya sé que todo esto es difícil de comprender, pero vos misma habéis visto el fenómeno que se ha producido al encontrarse los dos pliegos, y por lo que yo sé, eso solo puede significar que es el mismo pliego pero en dos tiempos distintos. De hecho, mientras estén juntos, supongo que solo uno de ellos funcionará. Y a tenor de cómo se han comportado, el que sigue manteniendo su poder es el vuestro.

- De cualquier manera, yo nunca me atreví a usarlo hasta ahora, puesto que la entrada en un lienzo, o el pase de un lienzo a otro, es una aventura misteriosa y peligrosa. Tened presente que, si no tenéis un destino claro que os dirija, podéis acabar en cualquier pintura, en la representación de un ángel o en la de un monstruo. Es un viaje apasionantemente anhelable, pero al mismo tiempo una excursión que puede tener un final terrible.

Viendo la mirada de pánico en los ojos de Candela, el maestro comprendió que estaba hablando demasiado, y se apresuró a tranquilizarla:

- Pero vos, mi señora, poseéis el medio para conseguir esquivar todo peligro, y llegar con bien hasta la infanta Margarita, y de ahí al objetivo que busquéis. Y espero que de igual forma, la manera de regresar a vuestras tierras y a vuestra familia. Pues sabed que el segundo poder mágico de este pliego de los lienzos, es que si tenéis un objetivo marcado, solo debéis seguir el color maestro que os haya introducido en el primer cuadro, y simplemente siguiéndolo, llegaréis a buen puerto y al fin de vuestra misión, sin ningún percance. Y puesto que la infanta os envió el pliego escrito con tinta dorada, solo tenéis que esperar a ver un brillo de ese color, seguirlo, y eso os conducirá, en primer término a la infanta, en segundo lugar al designio que se espera de vos, y finalmente de vuelta a vuestro hogar.

Candela, a pesar de haber seguido atentamente toda aquella explicación, no acababa de entender todo aquel lío de cuadros y mundos mágicos, y aunque le picaba la curiosidad por conocer el final de toda aquella historia, aunque una parte de sí misma pugnaba por participar en esta extraña aventura mágica, lo que realmente deseaba era encontrar a sus padres y abrazarlos, aunque fueran un poco pesados. Así que, casi suplicante, tan solo contestó:

- Pero yo solo quiero volver al museo con mis padres...

- Bueno, mi niña, me temo que la única forma de conseguirlo es seguir el resplandor dorado en los lienzos. Si ese color maestro os trajo aquí, el mismo os podrá devolver a vuestra pintura, o a vuestra tierra, esté donde esté.

- ¿Y cómo encontraré el resplandor dorado y todo eso?

- Bueno, en cuanto la retoque un poco más, creo que aquí tendréis la primera puerta. Espero que esta sea la misma pintura de la que salió el pliego, puesto que la conservaré hasta dentro de unos años y en ella completaré, en un futuro, el retrato de la infanta que vos visteis. Así que ahora ayudadme refiriéndome hasta el más mínimo detalle que recordéis del retrato.

Candela mientras apretaba el pliego contra su pecho, trató de concentrarse en el hecho de que había un camino para volver junto a sus padres, y así ahogar las lágrimas que pugnaban por asomar en sus ojos. Tenía miedo de quedar atrapada en aquel mundo de pinturas y de no volver a ver a su familia, a sus amigas, a sus abuelos, a su madrina... No, era mejor no pensar en eso, y concentrarse en lo que le decía ese amable señor que al menos le daba la oportunidad de vivir una magnífica aventura y, tras finalizarla, de volver a su casa.

Así que tragándose los sollozos que pugnaban por salir, trató de dirigir su mente a lo que recordaba del cuadro, al vestido plateado con adornos rojos, a las rosas y al pañuelo, y a los cortinajes del fondo, intentando describírselo todo al pintor de la mejor forma posible.

El maestro se volvió hacia el lienzo, le dio una pincelada aquí y otra allá, y finalmente pintó en el centro en un tono dorado un pequeño punto, a la altura de lo que sería el pecho de la infanta.

- Bien, - dijo el pintor casi con aire de resignación- Como os decía, mi valiente niña, esta es la primera puerta. Pero antes de nada os debo decir un par de cosas más. Hay dos formas de utilizar el pliego de los lienzos. La primera y más evidente es buscar en una pintura como esta una zona con el color maestro que precisáis, dorado en vuestro caso, y apretando fuertemente el pliego en las manos, lanzarse con fe hacia esa zona de color. En apenas un instante estaréis dentro.

- Pero hay otra manera.- Prosiguió Don Diego-. Cuando ya estéis dentro de un cuadro, deberíais poder encontrar puertas más o menos ocultas que comunican un cuadro con otro, no estoy seguro de cómo serán, pero supongo que veréis una especie de niebla o resplandor del color maestro que aparecerá dentro de los límites del cuadro original. Solo tendríais que atravesarla y os encontrareis en otro lugar más cercano a vuestro objetivo. Pues supongo que deberéis atravesar varias imágenes, cual si fueran las etapas de un viaje. Solo tenéis que seguirlas y llegareis a vuestro destino como si siguierais un ancho y cómodo camino.

- Y una cosa más. ¡Ni se os ocurra tomar otra puerta de un color distinto al de vuestro objetivo! No abandonéis la senda del color dorado si no queréis perderos en un laberinto de pinturas, y extraños mundos. Porque si os separáis de vuestro camino os será muy difícil volver a encontrarlo, y podéis hallaros ante peligros inimaginables. Pero si por desgracia o infortunio os vierais obligada a hacerlo, intentad encontrar a otro maestro pintor que os pueda reconducir al camino correcto. Y finalmente, bajo ningún concepto perdáis el pliego de los lienzos, pues es vuestro salvoconducto para seguir avanzando. Que Dios os guarde, y apresuraros porque aunque la puerta de los lienzos está ahora abierta, desconozco el tiempo que permanecerá en este estado. Rezaré por vos.

Viendo como el horror iba dominando el rostro y el ánimo de la muchacha, el maestro la tomó por los hombros e intentando infundirle todo el valor posible le dijo finalmente:

- ¡Ánimo mi señora! Vos habéis demostrado poseer una valentía digna de admiración. Y estoy seguro de que vuestros padres estarán orgullosos de vos, así que venga, seguid el camino dorado y os doy mi palabra de que os reuniréis de nuevo con ellos. Si lo hacéis, yo mismo me encargaré de recompensaros, y de enviaros un regalo digno de una infanta, o mejor aún, digno de la dama más valiente que nadie haya conocido nunca.

Diciendo esto, y sin dejarle pensar mucho en ello, encaminó a la niña hacia el lienzo, y le indicó el punto dorado, que por momentos les pareció que emitía un brillo luminoso.

Candela no estaba muy convencida de todo aquello, y quería preguntarle al pintor si no había otra forma de volver a casa, pero entre lo apabullada que estaba con tantas recomendaciones que recordar, con toda aquella situación y ante la determinación del maestro, cuando quiso darse cuenta se vio empujada, con el pliego de los lienzos en la mano, hacia un punto dorado en el centro de un cuadro a medio pintar. Y antes de que pudiera oponer la menor resistencia, o aun siquiera reaccionar, notó como se abalanzaba sobre la tela y la traspasaba sintiendo esa extraña sensación de atravesar una membrana elástica que se rompía a su paso.

Esta vez al menos consiguió no caerse al suelo, y tras apenas un pequeño traspié, logró mantener el equilibrio.

Lo primero que le hizo comprender que estaba en un lugar distinto fueron los olores, pues la envolvía la más completa oscuridad. Sin atreverse a efectuar el más mínimo movimiento percibió un aroma distinto al de la sala del pintor. Mientras que en aquella se olía a pintura fresca y aceites, en esta la fragancia era más suave y delicada, apenas un tenue aroma a flores frescas y a rosas.

 Oyó un “clic” a su espalda, como un pestillo que se abría, y al darse la vuelta distinguió un rayo de luz que entraba por una puerta entreabierta, que parecía ser la única salida del estrecho pasillo en donde había aparecido.

Candela contuvo el aliento mientras la puerta se abría del todo y dejaba pasar una fresca corriente de aire cargada del efluvio a flores que acababa de percibir.



Publicado por Balder





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