domingo, 16 de julio de 2023

Pedro II de Aragón, una historia de lealtad en tiempos convulsos

 

Hoy se cumplen ochocientos once años de la culminación de una de las cruzadas y de una las cargas de caballería que marcaron su vida y su reinado. La vida y el reinado de Pedro II, rey de Aragón, conde de Barcelona y señor de Montpelier.

La primera de ellas, cuyo aniversario conmemoramos hoy, fue cuando participó en la llamada carga de los tres reyes, en la batalla de las Navas de Tolosa. Batalla que probablemente cambió la historia de Europa.

En aquella época, los almohades, ultrarradicales islámicos liderados por Muhámmad an-Násir, el Príncipe de los Creyentes, hartos de que los reinos cristianos les fueran comiendo terreno en la Península Ibérica a las taifas musulmanas, habían declarado la yihad (la guerra santa) y habían cruzado el estrecho con la sana intención de reconquistar Al-Ándalus, darles la del pulpo a los infieles, e incluso a los musulmanes de aquí, que según ellos se habían vuelto muy blandos, y ya de paso invadir la fragmentada Europa, llegar hasta Roma y plantar allí la media luna. Y gente y ganas no les faltaban.

Pero hete aquí que el rey Alfonso VIII de Castilla, después de haber sido derrotado por los musulmanes en Alarcos y viendo la que se le venía encima, consiguió que el papa de turno, a la razón Inocencio III, declarara cruzada la campaña para parar aquel intento de invasión que, si triunfaba, iba a poner a Alfonso y a su reino mirando para Cuenca, o para la Meca, y quien sabe si con ellos a buena parte de la cristiandad.

Así el castellano, con el llamamiento del Papa, consiguió juntar, además de las tropas de su reino, las de las órdenes militares de Santiago, Calatrava, del Temple y de los Hospitalarios, un puñado de caballeros navarros dirigidos por su rey Sancho VII, unos cuantos voluntarios de otros reinos, portugueses y leoneses principalmente, (que los franceses que vinieron decidieron abandonar la fiesta antes del encuentro porque no les dejaban saquear cuanto querían), y todas las tropas aragonesas, catalanas y occitanas que pudo reunir su vecino y buen amigo Pedro II de Aragón, que no fueron pocas. Pero, así y todo, el ejército reunido era muy inferior en número al de los musulmanes. Y además, cuando finalmente se enfrentaron, los cristianos tuvieron que combatir cuesta arriba, (y ya sabemos los frikis lo que pasa si no cuentas con la ventaja de la altura). El caso es que cuando ya se llevaban varias horas de contienda, cuando ambos ejércitos se hallaban trabados y cuando la victoria oscilaba entre uno y otro bando, en el filo de la espada, Alfonso decidió cargar con sus huestes de reserva jugándose el todo por el todo. Y allá que le siguieron Pedro y Sancho con sus caballerías respectivas. Y mientras los infantes les vitoreaban y les abrían paso primero, para seguirles entusiastas después, los tres reyes cargaron juntos, loma arriba, hasta el palenque de Muhámmad an-Násir, que durante toda la batalla había estado sentado en su escudo leyendo el Corán (o haciendo como que lo leía).

La victoria fue aplastante, el degüello salvaje, digno de la época, y Muhámmad, hubo de huir, a uña de caballo, hasta Marraquech, donde un año después sus cortesanos decidieron enviarlo por las bravas al Paraíso de los Creyentes.

Y con todo aquello se paró la ofensiva de los almohades, se salvaron los reinos cristianos peninsulares y quien sabe si los de media Europa.

Pero hete aquí que, apenas un año después, el bueno del Rey Pedro, llamado el Católico, paladín de la cristiandad y súbdito del mismísimo Papa de Roma, se vio envuelto en otra cruzada y en otra carga, pero en la que ahora eran él y sus vasallos los enemigos de la Iglesia y los objetivos de los cruzados y de las órdenes religiosas.

Porque, a pesar de su prestigio, ganado tanto como monarca feudatario del papado, como por su participación en la victoria sobre los almohades, sus esfuerzos de negociación para llegar a un acuerdo que resolviera de forma pacífica el problema de los cátaros, entre Roma y sus súbditos occitanos que protegían a los herejes, fueron en vano. En gran parte por las ambiciones de Simón de Monfort, líder de los cruzados, (un fanático, sádico y sanguinario que, entre otras lindezas, disfrutaba con las mutilaciones, los descuartizamientos de los prisioneros y la lapidación de embarazadas), y del rey francés Felipe II que ambicionaba los territorios de la próspera Occitania.

El Catarismo era una herejía del cristianismo que afirmaba una creación dual del mundo, en la que Dios habría sido el autor de todo lo espiritual y etéreo mientras el Diablo sería el artífice de toda la materia y de todo lo tangible. Con ello afirmaban que sólo se podía conseguir la salvación mediante un ascetismo estricto, rechazando todo lo material, puesto que era una obra demoniaca y procedía del mal. Y consideraban que todas las riquezas del papado y de sus obispos eran la prueba evidente de que la Iglesia Romana era obra del Demonio. El movimiento arraigó fundamentalmente en el mediodía francés, donde contó con la protección de algunos señores feudales, súbditos de la Corona de Aragón, y con la inmediata enemistad de la Iglesia Católica y del rey Frances, pues mientras la primera veía que perdía autoridad en la zona, donde incluso se crearon varios obispados cátaros, el segundo encontraba en la cruzada la excusa perfecta para someter a los diferentes señoríos feudales mientras supuestamente combatía el cisma religioso.

Y Pedro, creyente y buen católico, detractor del catarismo como el que más, pero por encima de todo, leal para con sus vasallos y aliados, igual que lo había sido para con su amigo castellano, viendo como los cruzados franceses, liderados por Monfort, trataban a los habitantes de las ciudades y de las fortalezas que conquistaban, (“matadlos a todos, Dios ya reconocerá a los suyos”), decidió que esta vez le tocaba bailar con la más fea y enfrentarse a los cruzados, por muy peligrosa que fuera la empresa, aun cuando le amenazaran con la excomunión y a pesar de que su hijo de cinco años, el futuro Jaime I, fuese rehén del despiadado Simón de Monfort. Porque Pedro sentía que debía ser fiel a sus súbditos y que debía defenderlos para que pudieran vivir en paz, aunque quien ahora los atacara fuera la mismísima Cristiandad. Y porque como dice Leonard Cohen “a veces uno sabe de qué lado estar, simplemente viendo quienes están del otro lado”.

Y en vista de todo aquello, en ese verano del año de nuestro señor de 1213, Pedro II, al mando de unos mil caballeros y hombres de armas, cruzó los Pirineos y siguiendo la cuenca del Garona, procedió a ir reconquistando las plazas y castillos que se habían rendido a los cruzados.

En septiembre llegó a las puertas de Muret, donde se unió a sus aliados occitanos y juntos pusieron bajo asedio la fortaleza del lugar defendida por unos treinta caballeros cruzados que apenas disponían de avituallamiento.

Pero Simón de Monfort, en cuanto supo los movimientos del aragonés, reunió a sus tropas y avanzó a toda velocidad hacia Muret.

En aquel 13 de septiembre, aprovechando que la caballería aragonesa se había retirado a descansar, Simón de Monfort, al mando de unos novecientos caballeros cruzados, salió de la fortaleza por una puerta que no veían los asediantes y cargó sobre las sorprendidas tropas sitiadoras con una única orden, matar como fuera al monarca aragonés.

Pedro salió al frente de su caballería, que no había podio organizarse correctamente con la urgencia del ataque, para enfrentarse a los cruzados que desbandaban a sus tropas. Para probar su valía, una vez más, había cambiado su armadura con la de uno de sus hombres, para enfrentarse como un simple caballero. Pero los cruzados, que tenían la orden de asesinar al rey a cualquier precio, atacaron en gran número al portador de la armadura real y lo mataron. Pedro, al ver semejante felonía no pudo menos que gritar “El rei, heus-el aquí”, (aquí está el rey), mientras se lanzaba sobre los atacantes de su compañero, pero, tras derribar y eliminar a varios de ellos, acabo siendo abatido por la superioridad numérica de los agresores. Que como dice el poema “…Dios protege a los malos, cuando son más que los buenos.”

Y allí murió el gran Pedro II de Aragón, el Católico, el primer soberano peninsular ungido y coronado por el mismísimo Papa, paladín de la cristiandad y uno de los protagonistas de la carga de los tres reyes. Fiel a las leyes de la caballería y al intento inútil de proteger a sus amigos, a sus vasallos y a sus haciendas, aunque no profesaran su misma fe y aunque tuviera que enfrentarse a su propio señor, en este caso el Papa de Roma y a sus tropas. Porque la lealtad es una de las pocas cosas por las que merece la pena luchar y, si llega el caso, morir, sea cual sea la época y el momento.

Con la muerte del Rey las tropas occitano-aragonesas, desmoralizadas, se desbandaron y otorgaron una aplastante victoria a los cruzados y al despiadado Simón de Monfort, de ingrata memoria.

Esta batalla marcó el inicio del dominio de los reyes franceses sobre Occitania. Y también fue el fin de las aspiraciones catalano-aragonesas sobre la cuenca del Garona y el mediodía francés, de los que sólo conservaron el señorío de Montpellier. A partir de esta fecha la expansión de la Corona de Aragón se dirigió hacia el Levante y el Mediterráneo, hacia Valencia y las Islas Baleares, sin olvidar nunca que todo se lo debía a la monarquía francesa. Pero eso, es otra historia.


Publicado por Balder

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