domingo, 23 de julio de 2023

De derechos y libertades

 

Cuando en la Revolución Francesa se dictó la ley del servicio militar obligatorio y universal, se hizo, (además de porque se necesitaban tropas para las guerras revolucionarias primero y para las napoleónicas después), y aunque nos parezca mentira, como expresión de un derecho fundamental de la ciudadanía. El derecho y el deber que tenía todo ciudadano libre de defender al Estado. Porque la defensa de la nación y de sus libertades correspondía al pueblo, al contrario de lo que sucedía en el Antiguo Régimen en el que los ejércitos estaban formados por soldados profesionales, muchas veces al servicio de señores feudales, por levas forzosas y por mercenarios.

Y es que, entre los filósofos de la Revolución Francesa, padres de la Nación moderna y democrática, el Estado era una entidad que estaba constituida por hombres libres, a los que a su vez garantizaba su libertad, su igualdad ante la ley, su seguridad, su bienestar e incluso su derecho a la felicidad. Esto es que el Estado debe de buscar o garantizar el bien común, en el más amplio sentido de la expresión, de todas las personas que lo constituyen. Y que esos mismos hombres libres debían mantenerlo y defenderlo, y que no era sólo su obligación, sino también su derecho. Defenderlo y mantenerlo con sus impuestos y también con sus actos. Sosteniendo las instituciones, los elementos y las acciones que componen la Nación.

Y todo esto viene, no a defender la milicia, que esa es otra. Viene a que, al menos en nuestro país, todos los ciudadanos, (o al menos la mayoría), desde banqueros a deudores, desde empresarios a proletarios, desde trabajadores a desempleados y desde ricos hasta pobres, todos queremos que el papá estado defienda nuestros derechos, garantice nuestro bienestar y que nos saque las castañas del fuego cuando nos van mal dadas. Ahora, eso sí, mientras nos van bien las cosas, o por mejor decir, mientras estamos contentos con nuestro estatus o con nuestra situación, que no nos toque las narices, ni los bolsillos, ni nuestro tiempo. Y decimos aquello de, “es mejor que el estado no se meta”, o “que busquen a otro que yo, ya si eso, ya iré otro día”. Y lo manifestamos ya sea circulando como nos da la gana, defraudando lo que podemos, o intentando escaquearnos de cualquier obligación ciudadana. Y ensalzamos y envidiamos a individuos, de dudosa catadura moral, que trasladan su residencia, sus activos, o ambas cosas, a lugares donde la hacienda pública o las responsabilidades cívicas no puedan alcanzarlos.

En el mundo individualista, egocéntrico y adolescente que hemos creado, confundimos sinceridad con mala educación, libertad con egoísmo, y liberalismo con capitalismo salvaje. Hemos olvidado que las normas de convivencia se crearon para poder relacionarnos sin ofender ni ser ofendidos, y sin tener que acabar clavándonos un puñal entre las costillas unos a otros. Y que, si queremos unas mínimas instituciones, infraestructuras y servicios públicos, debemos de contribuir a su patrocinio, sostenimiento y conservación. Aunque sólo sea no vandalizándolos ni llenándolos de desperdicios.

Olvidamos que la mayor parte del mundo carece de las libertades y del estado del bienestar de los que nosotros disfrutamos y que son mucho más frágiles de lo que imaginamos. Que incluso la democracia es un bien muy vulnerable. Y protestamos por tener que ir a votar en verano, o por tener que formar parte de una mesa electoral, olvidándonos de que hace apenas medio siglo en España no podíamos protestar por ello porque ni siquiera podíamos votar. Y somos tan estúpidos que no nos damos cuenta de lo que tenemos hasta que lo perdemos. Por mucho que nos parezca imposible que eso pueda suceder. Sólo hay que recordar que hace menos de un año, en la muy democrática Alemania, hubo un intento de golpe de estado que pretendía acabar con sus libertades, o los no tan lejanos sucesos acaecidos en EEUU, Brasil o Perú.

Estamos tan preocupados por mantener nuestro mezquino tren de vida, que no nos damos cuenta de que podemos perderlo todo si no hacemos un mínimo esfuerzo por defenderlo.

Porque como decía Ronal Reagan (aunque no me cayera especialmente bien): “La libertad no está a más de una generación de extinguirse. No se la transmitimos a nuestros hijos a través de la sangre. La única manera de que hereden la libertad que hemos conocido, es si luchamos por ella, la protegemos, la defendemos, y luego se la entregamos con las lecciones bien dadas para que ellos hagan lo mismo. Si no hacemos esto, podríamos pasar nuestros años de ocaso contándoles a nuestros hijos y a los hijos de nuestros hijos que una vez en América (o en nuestro país) los hombres eran libres”.

Así que a votar y a cumplir con nuestras obligaciones ciudadanas, ya sea antes o después del vermú, o de la playa.



Publicado por Balder

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