Cuando
en la Revolución Francesa se dictó la ley del servicio militar obligatorio y
universal, se hizo, (además de porque se necesitaban tropas para las guerras
revolucionarias primero y para las napoleónicas después), y aunque nos parezca
mentira, como expresión de un derecho fundamental de la ciudadanía. El derecho
y el deber que tenía todo ciudadano libre de defender al Estado. Porque
la defensa de la nación y de sus libertades correspondía al pueblo, al
contrario de lo que sucedía en el Antiguo Régimen en el que los ejércitos
estaban formados por soldados profesionales, muchas veces al servicio de
señores feudales, por levas forzosas y por mercenarios.
Y es
que, entre los filósofos de la Revolución Francesa, padres de la Nación moderna
y democrática, el Estado era una entidad que estaba constituida por hombres
libres, a los que a su vez garantizaba su libertad, su igualdad ante la ley, su
seguridad, su bienestar e incluso su derecho a la felicidad. Esto es que el Estado
debe de buscar o garantizar el bien común, en el más amplio sentido de la expresión,
de todas las personas que lo constituyen. Y que esos mismos hombres libres
debían mantenerlo y defenderlo, y que no era sólo su obligación, sino también
su derecho. Defenderlo y mantenerlo con sus impuestos y también con sus actos.
Sosteniendo las instituciones, los elementos y las acciones que componen la
Nación.
Y todo
esto viene, no a defender la milicia, que esa es otra. Viene a que, al menos en
nuestro país, todos los ciudadanos, (o al menos la mayoría), desde banqueros a
deudores, desde empresarios a proletarios, desde trabajadores a desempleados y desde
ricos hasta pobres, todos queremos que el papá estado defienda nuestros
derechos, garantice nuestro bienestar y que nos saque las castañas del fuego
cuando nos van mal dadas. Ahora, eso sí, mientras nos van bien las cosas, o por
mejor decir, mientras estamos contentos con nuestro estatus o con nuestra
situación, que no nos toque las narices, ni los bolsillos, ni nuestro tiempo. Y
decimos aquello de, “es mejor que el estado no se meta”, o “que busquen a
otro que yo, ya si eso, ya iré otro día”. Y lo manifestamos ya sea circulando
como nos da la gana, defraudando lo que podemos, o intentando escaquearnos de
cualquier obligación ciudadana. Y ensalzamos y envidiamos a individuos, de
dudosa catadura moral, que trasladan su residencia, sus activos, o ambas cosas,
a lugares donde la hacienda pública o las responsabilidades cívicas no puedan
alcanzarlos.
En el
mundo individualista, egocéntrico y adolescente que hemos creado, confundimos sinceridad
con mala educación, libertad con egoísmo, y liberalismo con capitalismo salvaje.
Hemos olvidado que las normas de convivencia se crearon para poder relacionarnos
sin ofender ni ser ofendidos, y sin tener que acabar clavándonos un puñal entre
las costillas unos a otros. Y que, si queremos unas mínimas instituciones, infraestructuras
y servicios públicos, debemos de contribuir a su patrocinio, sostenimiento y
conservación. Aunque sólo sea no vandalizándolos ni llenándolos de desperdicios.
Olvidamos
que la mayor parte del mundo carece de las libertades y del estado del
bienestar de los que nosotros disfrutamos y que son mucho más frágiles de lo
que imaginamos. Que incluso la democracia es un bien muy vulnerable. Y protestamos
por tener que ir a votar en verano, o por tener que formar parte de una mesa
electoral, olvidándonos de que hace apenas medio siglo en España no podíamos
protestar por ello porque ni siquiera podíamos votar. Y somos tan estúpidos que
no nos damos cuenta de lo que tenemos hasta que lo perdemos. Por mucho que nos
parezca imposible que eso pueda suceder. Sólo hay que recordar que hace menos
de un año, en la muy democrática Alemania, hubo un intento de golpe de estado
que pretendía acabar con sus libertades, o los no tan lejanos sucesos acaecidos en EEUU, Brasil o Perú.
Estamos
tan preocupados por mantener nuestro mezquino tren de vida, que no nos damos
cuenta de que podemos perderlo todo si no hacemos un mínimo esfuerzo por
defenderlo.
Porque
como decía Ronal Reagan (aunque no me cayera especialmente bien): “La
libertad no está a más de una generación de extinguirse. No se la transmitimos
a nuestros hijos a través de la sangre. La única manera de que hereden la
libertad que hemos conocido, es si luchamos por ella, la protegemos, la
defendemos, y luego se la entregamos con las lecciones bien dadas para que ellos
hagan lo mismo. Si no hacemos esto, podríamos pasar nuestros años de ocaso
contándoles a nuestros hijos y a los hijos de nuestros hijos que una vez en
América (o en nuestro país) los hombres eran libres”.
Así que
a votar y a cumplir con nuestras obligaciones ciudadanas, ya sea antes o después
del vermú, o de la playa.
Publicado por Balder
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