Hoy
se cumplen ochocientos once años de la culminación de una de las cruzadas y de una las cargas de caballería que marcaron su vida y su reinado. La vida y el
reinado de Pedro II, rey de Aragón, conde de Barcelona y señor de Montpelier.
La
primera de ellas, cuyo aniversario conmemoramos hoy, fue cuando participó en la
llamada carga de los tres reyes, en la batalla de las Navas de Tolosa. Batalla que
probablemente cambió la historia de Europa.
En
aquella época, los almohades, ultrarradicales islámicos liderados por Muhámmad
an-Násir, el Príncipe de los Creyentes, hartos de que los reinos cristianos les
fueran comiendo terreno en la Península Ibérica a las taifas musulmanas, habían
declarado la yihad (la guerra santa) y habían cruzado el estrecho con la sana
intención de reconquistar Al-Ándalus, darles la del pulpo a los infieles, e
incluso a los musulmanes de aquí, que según ellos se habían vuelto muy blandos,
y ya de paso invadir la fragmentada Europa, llegar hasta Roma y plantar allí la
media luna. Y gente y ganas no les faltaban.
Pero hete
aquí que el rey Alfonso VIII de Castilla, después de haber sido derrotado por
los musulmanes en Alarcos y viendo la que se le venía encima, consiguió que el
papa de turno, a la razón Inocencio III, declarara cruzada la campaña para
parar aquel intento de invasión que, si triunfaba, iba a poner a Alfonso y a su
reino mirando para Cuenca, o para la Meca, y quien sabe si con ellos a buena
parte de la cristiandad.
Así el
castellano, con el llamamiento del Papa, consiguió juntar, además de las tropas
de su reino, las de las órdenes militares de Santiago, Calatrava, del Temple y de
los Hospitalarios, un puñado de caballeros navarros dirigidos por su rey Sancho
VII, unos cuantos voluntarios de otros reinos, portugueses y leoneses
principalmente, (que los franceses que vinieron decidieron abandonar la fiesta
antes del encuentro porque no les dejaban saquear cuanto querían), y todas las
tropas aragonesas, catalanas y occitanas que pudo reunir su vecino y buen amigo
Pedro II de Aragón, que no fueron pocas. Pero, así y todo, el ejército reunido
era muy inferior en número al de los musulmanes. Y además, cuando finalmente se
enfrentaron, los cristianos tuvieron que combatir cuesta arriba, (y ya sabemos
los frikis lo que pasa si no cuentas con la ventaja de la altura). El caso es
que cuando ya se llevaban varias horas de contienda, cuando ambos ejércitos se
hallaban trabados y cuando la victoria oscilaba entre uno y otro bando, en el
filo de la espada, Alfonso decidió cargar con sus huestes de reserva jugándose
el todo por el todo. Y allá que le siguieron Pedro y Sancho con sus caballerías
respectivas. Y mientras los infantes les vitoreaban y les abrían paso primero,
para seguirles entusiastas después, los tres reyes cargaron juntos, loma arriba,
hasta el palenque de Muhámmad an-Násir, que durante
toda la batalla había estado sentado en su escudo leyendo el Corán (o haciendo
como que lo leía).
La
victoria fue aplastante, el degüello salvaje, digno de la época, y Muhámmad,
hubo de huir, a uña de caballo, hasta Marraquech, donde un año después sus
cortesanos decidieron enviarlo por las bravas al Paraíso de los Creyentes.
Y con
todo aquello se paró la ofensiva de los almohades, se salvaron los reinos
cristianos peninsulares y quien sabe si los de media Europa.
Pero
hete aquí que, apenas un año después, el bueno del Rey Pedro, llamado el Católico, paladín de la
cristiandad y súbdito del mismísimo Papa de Roma, se vio envuelto en
otra cruzada y en otra carga, pero en la que ahora eran él y sus vasallos los
enemigos de la Iglesia y los objetivos de los cruzados y de las órdenes
religiosas.
Porque,
a pesar de su prestigio, ganado tanto como monarca feudatario del papado, como por
su participación en la victoria sobre los almohades, sus esfuerzos de negociación
para llegar a un acuerdo que resolviera de forma pacífica el problema de los
cátaros, entre Roma y sus súbditos occitanos que protegían a los herejes, fueron
en vano. En gran parte por las ambiciones de Simón de Monfort, líder de los
cruzados, (un fanático, sádico y sanguinario que, entre otras lindezas, disfrutaba
con las mutilaciones, los descuartizamientos de los prisioneros y la lapidación de embarazadas), y del rey francés
Felipe II que ambicionaba los territorios de la próspera Occitania.
El
Catarismo era una herejía del cristianismo que afirmaba una creación dual del
mundo, en la que Dios habría sido el autor de todo lo espiritual y etéreo mientras el
Diablo sería el artífice de toda la materia y de todo lo tangible. Con ello
afirmaban que sólo se podía conseguir la salvación mediante un ascetismo
estricto, rechazando todo lo material, puesto que era una obra demoniaca y
procedía del mal. Y consideraban que todas las riquezas del papado y de sus
obispos eran la prueba evidente de que la Iglesia Romana era obra del Demonio. El
movimiento arraigó fundamentalmente en el mediodía francés, donde contó con la
protección de algunos señores feudales, súbditos de la Corona de Aragón, y con
la inmediata enemistad de la Iglesia Católica y del rey Frances, pues mientras la primera veía que perdía autoridad en la zona, donde incluso se crearon varios
obispados cátaros, el segundo encontraba en la cruzada la excusa perfecta para
someter a los diferentes señoríos feudales mientras supuestamente combatía el
cisma religioso.
Y
Pedro, creyente y buen católico, detractor del catarismo como el que más, pero por encima de
todo, leal para con sus vasallos y aliados, igual que lo había sido para con su
amigo castellano, viendo como los cruzados franceses, liderados por Monfort, trataban a los habitantes de las ciudades y de las fortalezas que conquistaban,
(“matadlos a todos, Dios ya reconocerá a los suyos”), decidió que esta vez le
tocaba bailar con la más fea y enfrentarse a los cruzados, por muy peligrosa
que fuera la empresa, aun cuando le amenazaran con la excomunión y a pesar de
que su hijo de cinco años, el futuro Jaime I, fuese rehén
del despiadado Simón de Monfort. Porque Pedro sentía que debía ser fiel a sus
súbditos y que debía defenderlos para que pudieran vivir en paz, aunque quien ahora
los atacara fuera la mismísima Cristiandad. Y porque como dice Leonard Cohen “a
veces uno sabe de qué lado estar, simplemente viendo quienes están del otro
lado”.
Y en
vista de todo aquello, en ese verano del año de nuestro señor de 1213, Pedro II,
al mando de unos mil caballeros y hombres de armas, cruzó los Pirineos y siguiendo la cuenca del Garona, procedió a ir reconquistando las plazas y
castillos que se habían rendido a los cruzados.
En
septiembre llegó a las puertas de Muret, donde se unió a sus aliados
occitanos y juntos pusieron bajo asedio la fortaleza del lugar defendida
por unos treinta caballeros cruzados que apenas disponían de avituallamiento.
Pero
Simón de Monfort, en cuanto supo los movimientos del aragonés, reunió a sus
tropas y avanzó a toda velocidad hacia Muret.
En aquel
13 de septiembre, aprovechando que la caballería aragonesa se había retirado a
descansar, Simón de Monfort, al mando de unos novecientos caballeros cruzados,
salió de la fortaleza por una puerta que no veían los asediantes y cargó sobre
las sorprendidas tropas sitiadoras con una única orden, matar como fuera al
monarca aragonés.
Pedro salió al frente de su caballería, que no había podio organizarse
correctamente con la urgencia del ataque, para enfrentarse a los cruzados que
desbandaban a sus tropas. Para probar su valía, una vez más, había cambiado su
armadura con la de uno de sus hombres, para enfrentarse como un simple
caballero. Pero los cruzados, que tenían la orden de asesinar al rey a cualquier
precio, atacaron en gran número al portador de la armadura real y lo mataron.
Pedro, al ver semejante felonía no pudo menos que gritar “El rei, heus-el aquí”, (aquí está el rey), mientras se lanzaba sobre los atacantes de su compañero, pero, tras derribar y eliminar a varios de ellos, acabo siendo abatido por la
superioridad numérica de los agresores. Que como dice el poema “…Dios protege a
los malos, cuando son más que los buenos.”
Y allí
murió el gran Pedro II de Aragón, el Católico, el primer soberano peninsular ungido y coronado por el mismísimo Papa, paladín de la cristiandad y uno de los
protagonistas de la carga de los tres reyes. Fiel a las leyes de la caballería y al intento inútil de proteger a sus amigos, a sus vasallos y a sus haciendas,
aunque no profesaran su misma fe y aunque tuviera que enfrentarse a su propio señor, en este caso el Papa de Roma y a sus tropas. Porque la lealtad es una de
las pocas cosas por las que merece la pena luchar y, si llega el caso, morir,
sea cual sea la época y el momento.
Con la
muerte del Rey las tropas occitano-aragonesas, desmoralizadas, se desbandaron y otorgaron una aplastante victoria a los cruzados y al despiadado Simón de
Monfort, de ingrata memoria.
Esta
batalla marcó el inicio del dominio de los reyes franceses sobre
Occitania. Y también fue el fin de las aspiraciones catalano-aragonesas sobre
la cuenca del Garona y el mediodía francés, de los que sólo conservaron el
señorío de Montpellier. A partir de esta fecha la expansión de la Corona de
Aragón se dirigió hacia el Levante y el Mediterráneo, hacia Valencia y las
Islas Baleares, sin olvidar nunca que todo se lo debía a la monarquía
francesa. Pero eso, es otra historia.
Publicado por Balder
Soberbio!!!
ResponderEliminarMuchas gracias
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