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Pero Jerusalén, como
cualquier ciudad, es más que sus muros o su historia. También es la gente que
la habita. Y también esto es particular y extraordinario en esta Ciudad Santa. A
lo largo de su historia, Jerusalén ha sido tantas veces arrasada y su población
exterminada o exiliada, que todos los habitantes actuales deberían de
considerarse inmigrantes o peregrinos, en mayor o menor medida; y aunque
algunas de la diferentes comunidades que actualmente viven en la ciudad, sobre
todo las minorías, se siguen viendo como pertenecientes a grupos nacionales
propios, lo cierto es que la mayoría de la población, fundamentalmente judíos y
musulmanes, se consideran indígenas y herederos de su posesión.
La inmigración ha sido
tan importante en el crecimiento de la ciudad, sobre todo en los últimos años,
que la población de Jerusalén ha pasado de apenas treinta mil personas al
principio del siglo XX, a ciento cincuenta mil en 1948, doscientos sesenta y
tres mil en 1967, hasta llegar a los ochocientos ochenta y tres mil habitantes que
la ocupaban a finales de 2016. De ellos un 60 % eran judíos (oriundos de
Europa, América, Oriente Medio y África), un 35 % palestinos, y el resto pertenecían
a otras minorías como armenios (que poseen su propio barrio amurallado en la
ciudad vieja), ortodoxos griegos, católicos, sirios, coptos y protestantes.
La relación entre los
diferentes grupos no siempre es fácil y frecuentemente es cuando menos peliaguda.
En el fondo, y aún en la superficie, todos desearían echar de allí a los demás.
Expulsarlos e incluso aniquilarlos. Y todo esto se refleja no solo en la
convivencia diaria, sino aún en sus propias leyes. Y así, por un lado, en la carta fundacional de Hamás se afirma que la paz solo llegará cuando solo
exista un estado Palestino, se haya disuelto Israel, y se reconozca la soberanía
del Islam en esta región; y en su artículo 13 dice “no existe una solución
negociada posible; yihad es la única respuesta”. Y por otra parte Israel sostiene,
como una de sus leyes fundamentales, la “Ley del Retorno”; esta ley concede el
derecho a la ciudadanía israelita a todos los judíos del mundo, a los hijos,
nietos y cónyuges de los judíos, así como a quienes se conviertan al judaísmo;
sin embargo no incluye a los judíos de nacimiento convertidos a otra religión y de hecho se ha denegado la ciudadanía a varios judíos convertidos al
cristianismo. La polémica en torno a esta ley reside en que Israel no permite
regresar a su hogar a los palestinos expulsados ni a sus descendientes, pero,
por poner un ejemplo, un islandés que se convierta al judaísmo sí tiene derecho
a residir en Israel y a obtener la ciudadanía, y hasta a obtener ayudas económicas del Estado para financiar sus estudios o su adaptación
al nuevo hogar. Y con esta ley, a los palestinos solo les queda el exilio de su
tierra o vivir como ciudadanos de segunda en una nación que no consideran la
suya.
Por un lado, supongo
que, para un ciudadano israelí de religión judía, por muy racional y objetivo
que sea, le será muy difícil de obviar los más de cincuenta años de guerras que se
iniciaron apenas se constituyó su estado, y cuyo objetivo no era otro que
conseguir su desaparición. Será difícil no tener en cuenta el que, a lo largo
de cientos y hasta de miles de años, te hayan maltratado, perseguido y
expulsado de todas partes, y hasta intentado exterminarte. Y será muy complicado
olvidar el fin de fiesta de tanta persecución que supuso el holocausto nazi,
planificado y ejecutado con una sistemática y precisión tales como solo la
pueden llevar a cabo los alemanes. Será arduo no tener presente que la mayoría
de los países que te rodean, y una buena parte de tu propia población te
considera un enemigo y que aspiran a machacarte y a exterminarte una vez más.
Será complejo no hacer caso al levítico y no pagar ojo por ojo y diente por
diente. Será muy complicado al fin, no defenderte arrasando y machacando
cualquier intento de protesta que atente contra las vidas de tus conciudadanos.
Y todo ello e independientemente de lo irregular que fue, o de los errores que
se cometieron en la creación del estado de Israel.
Pero por otra parte,
supongo que para cualquier palestino, tenga o no la ciudadanía israelí, por muy
objetivo y racional que sea, será muy difícil obviar como su tierra secular fue
dividida para crear un “nuevo estado” para los judíos y con ello acallar las
conciencias de los países europeos tras los acontecimientos sucedidos en la
segunda guerra mundial. Será muy difícil no tener en cuenta que a lo largo del
siglo XX, cientos de miles de palestinos fueran despojados de sus tierras, de
sus posesiones y desplazados al exilio, en muchos casos como apátridas. Será muy
complicado olvidar los millones de palestinos que viven en campos de refugiados
y que tienen vetada su entrada en la que fue su tierra, pese a las decenas de
pronunciamientos, por otra parte inútiles, de las naciones unidas. Será arduo
no tener en cuenta la represión sufrida por tus paisanos y la reducción de sus
derechos con la excusa del miedo a los actos terroristas. Será complejo no
recurrir a la ley del Talión y no pagar ojo por ojo y diente por diente. Será
muy complicado al fin, no defenderte arrasando y machacando a los que atentan contra
la libertad o aún la vida de tus conciudadanos. Y todo ello e
independientemente de los conflictos y de los atentados terroristas sucedidos
desde la división de palestina en los dos estados.
Y lo peor de todo es
la desconfianza mutua que impide cualquier acto de reconciliación y que se
traduce hasta en las leyendas y las historias que te cuentan según el lado de
la barrera en la que te halles. Y así mientras los judíos nos recuerdan como desde
la época bíblica, en la edad media y hasta la creación del actual estado de
Israel, el peligro fundamental en el desierto y fuera de las ciudades era el
ataque de los bandidos beduinos. De cómo, hasta que en la guerra de los seis
días Israel reconquistó el Jerusalén Este y la Trasjordania, los beduinos
disparaban indiscriminadamente desde su zona a la Ciudad Santa, con el
consiguiente efecto de pánico e inseguridad. De cómo en la Samaria actual, los
beduinos se niegan a integrarse en la sociedad, y que su máxima aspiración es
tener grandes rebaños de ovejas, mujeres e hijos que les permitan vivir a la
sombra de su tienda, tomando el té y viviendo sin trabajar. Y cuando ya te has
hecho la idea de un beduino malvado, egoísta y responsable de todas las
catástrofes imaginables, llegan los palestinos y te cuentan todas las noblezas
de la cultura beduina, de su sentido del honor y de su profundo concepto de la
hospitalidad que les hace acoger a cualquier viajero ofreciéndole no solo el
pan y la sal, sino hasta todos sus bienes si fuera menester, como si el huésped
fuera uno más de su propia casa, cediéndole siempre el mejor lugar en la mesa y
en la tienda; de su sentido de la familia y del clan, y de cómo trasmiten la
educación, las costumbres y las tradiciones a sus hijos. Y entonces llegas a la
conclusión de que lo que debe de suceder es que hay dos tribus distintas de
beduinos, puesto que si los unos eran la personificación del mal, estos se te
asemejan al paradigma del bien y de la humanidad, en el mejor sentido de la
palabra.
Y viendo todas esas cosas te planteas, una vez
más, que el mundo no es blanco ni negro, sino un conjunto de tonalidades
grises. Y que todas las ideas preconcebidas que tenías se deshacen al golpearse
contra la dura realidad.
Así que lo que surge de todo esto es, como siempre,
un paisaje de luces y sombras; un panorama de resquemor y de desconfianza
mutua, donde frecuentemente crece el fanatismo; y donde rara vez se atisba a
imaginar un rayo de esperanza.
Resulta difícil de
creer que algún día pueda haber paz en esa tierra y en esa ciudad. Es complicado
mantener viva la esperanza entre las nubes negras que la rodean. Y más aún
cuando, en muchas ocasiones, los más interesados en tensar los acontecimientos
son los que deberían ser los responsables del diálogo entre ambos pueblos. Por
una parte políticos y ministros israelitas de partidos ultra ortodoxos que
desean reocupar los territorios palestinos y eliminar la autonomía y aun la
existencia del estado palestino; quizá porque creen vigentes estos párrafos del
Talmud: “Pero en las ciudades de esos pueblos que el Señor, tu Dios, te dará
como herencia, no deberás dejar ningún sobreviviente. Consagrarás al exterminio
total a los hititas, a los amorreos, a los cananeos, a los perizitas, a los
jivitas y a los jebuseos, como te lo ordena el Señor, tu Dios" (Deuteronomio
20: 16-17); “Y destruyeron a filo de espada todo lo que en la ciudad había;
hombres y mujeres, jóvenes y viejos, hasta los bueyes, las ovejas, y los
asnos...” (Josué 6,21); “Pero si no expulsan delante de ustedes a los
habitantes del país, los que queden serán para ustedes como espinas en los ojos
y aguijones en los costados. A ustedes los hostigarán en el país en que van a
vivir, y Yo los trataré a ustedes en la forma en que pensaba tratarlos a
ellos.” (Números 33, 55.56).
Y por otro lado, los representantes
y responsables de Hamás que se han negado y se niegan una y otra vez a aceptar
cualquier tregua, y que prefieren la muerte de su pueblo, a la que le sacan
valiosos réditos, antes que reconocer siquiera al estado de Israel. Supongo que
porque tienen muy presente estas suras del Corán: 3:118 “¡Creyentes! No
intiméis con nadie ajeno a vuestra comunidad. Si no, no dejarán de dañaros.
Desearían vuestra ruina. El odio asomó a sus bocas, pero lo que ocultan sus
pechos es peor.”; 5:51 “¡Creyentes! ¡No toméis como amigos a los judíos y a los
cristianos! Son amigos unos de otros. Quien de vosotros trabe amistad con
ellos, se hace uno de ellos. Alá no guía al pueblo impío”; 2:191 “Matadles
donde deis con ellos, y expulsadles de donde os hayan expulsado. Tentar es más
grave que matar. No combatáis contra ellos junto a la Mezquita Sagrada, a no
ser que os ataquen allí. Así que, si combaten contra vosotros, matadles: ésa es
la retribución de los infieles.”
Valientes mimbres para
hacer el canasto de la Paz… Es difícil encontrar al Dios misericordioso y al
Dios del Amor en esos textos... Sobre todo si no se quiere buscar…
Y mientras tanto las
cifras de muertos, de mutilados, de huérfanos siguen aumentando sin que nadie
sepa cuando se detendrán.
Supongo que, desde el
punto de vista de los fanáticos, lo más lógico es ahogar sangre con sangre,
muertes con muertes y dolor con dolor.
Quizá algún día el
mundo cambie y podamos sentarnos juntos cristianos, judíos y musulmanes, tan
solo seres humanos al fin y al cabo, sin tener en cuenta nuestras creencias y
sin que nos envuelva el resquemor, el miedo o el odio. Pero me temo que ese
día, si es que llega, queda todavía muy lejos.
Pero a pesar de todos
los siglos de dolor sufrido por sus gentes y sus piedras, a veces, en mágicas
ocasiones, Jerusalén se te presenta como la ciudad joven y eterna que un día
fue, en aquel tiempo en que todavía no presentaba demasiadas cicatrices ni
heridas incurables. Y así sucede cuando se recorre al amanecer la Vía Dolorosa,
atravesando los barrios árabe y cristiano de la Jerusalén amurallada. Las
calles parecen transfigurarse en las mismas de hace dos mil años, con idénticos
individuos indiferentes, atareados en sus quehaceres cotidianos mientras tres
condenados a muerte se dirigían hacia el patíbulo. Los callejones habrán
cambiado a lo largo de los años. Los comercios y las gentes no serán los
mismos. Los soldados que mantienen el orden no portan pilum sino subfusiles.
Pero el ambiente, las piedras, las calzadas, los olores, te trasladan a ese
momento con una nitidez pasmosa que te envuelve y que te hacen caminar junto a
los reos y a sus guardias en ese camino hacia el Gólgota.
Y Jerusalén tiene mil
matices más. Es imposible estar allí sin dejar de apreciar las otras mil caras
de su realidad. La fe en todos sus aspectos, divinos, humanos y fanáticos; la
intolerancia llevada al extremo y al mismo tiempo la búsqueda del ecumenismo… La
emoción de estar, de caminar, o de rezar en esos lugares, no se puede describir
con palabras. Solo sientes y los sentimientos te desbordan.
En mi caso no puedo
dejar de recordar la primera vez que entré en ella, que si bien no fue el
domingo de Ramos, ni en la fiesta de la Pésaj, ni en el mes de Dhul-Hiyya, ni
llevando palmas y ramas de olivo, no estuvo menos llena de emociones. Recuerdo
la impresión de ver su silueta desde el mirador de la universidad hebrea, que
se halla encima del monte de los Olivos. Yo llevaba puesta, por cabezonería
personal y por una especie de reivindicación histórica, una camiseta con el escudo
de los Templarios. Pretendía ser una especie de acto de desagravio hacia
aquellos hombres que, por unas creencias mal entendidas, derramaron su sangre y
entregaron sus vidas mientras pretendían conquistar y mantener aquellas Tierras
para su verdadera Fe. Luego, allí, viendo la silueta de la Ciudad, la explanada
del templo, las mezquitas, las iglesias y las sinagogas, y mientras brindábamos
con vino israelí en vasos de cerámica palestino-cristiana, y mientras
cantábamos aquello de “ya están pisando nuestros pies tus umbrales Jerusalén”,
entiendes todo. Entiendes tanto a aquellos que lucharon por conquistar por la
fuerza esa, a pesar de todo, hermosa ciudad, como a aquellos que día a día
intentan convivir en ella y convertirla en la capital de la paz.
Porque todo esto es
Jerusalén, la ciudad deseada y amada pero en la que rezuma el rencor y la
aversión, la eterna e inmutable y que, sin embargo, ha sido destruida y
reconstruida, y que ha cambiado incontables veces, las más de ellas de forma
abrupta y violenta. El lugar santo en el que se ora, en casi todas las lenguas
de la tierra, a tres dioses, que son el mismo único y verdadero Dios, mientras
al mismo tiempo y con la misma pasión se mira con animadversión, cuando no con
odio, al que reza frente a ti.
Publicado por Balder
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