domingo, 8 de julio de 2018

Jerusalén. Capítulo primero


Salmo 137:5-6: “¡Si yo de ti me olvido, oh Jerusalén, que se seque mi diestra! ¡Mi lengua se me pegue al paladar, si de ti no me acuerdo, si no alzo a Jerusalén al colmo de mi gozo!”

Israel no defrauda. Nunca. Y Jerusalén menos.
Nunca deja de sorprenderte, de entusiasmarte y de entristecerte. Nunca te deja indiferente. Ni para bien ni para mal.
Y es que Jerusalén es la casa de un solo Dios, la capital de dos pueblos, el templo de tres religiones y la única ciudad que existe dos veces, en el Cielo y en la Tierra. Es una ciudad dividida y unificada por la fuerza, y declarada por decreto eterna e indivisible. Es patrimonio de la Humanidad, pero de propiedad cuestionada y discutida. Es el hogar cosmopolita de muchas creencias, cada una de las cuales afirma que le pertenece solo a ella en exclusiva. Es la Ciudad Santa y lugar sagrado para judíos, cristianos y musulmanes, y al mismo tiempo, o por ello mismo, campo de batalla eterna del choque de civilizaciones. Es antro de superstición, intolerancia y charlatanería, y el lugar donde Dios se encuentra con los hombres en la Tierra. Donde según diferentes tradiciones se inició la creación del mundo, donde comenzará la resurrección de los muertos y donde se celebrará el juicio universal al final de los tiempos. Abraham, David, Jesús y Mahoma hollaron sus piedras, y en ella hablaron con su propio Dios, que es a la vez el mismo y único Dios.
Jerusalén es la capital de la llamada Tierra Santa, que fue durante mil años exclusivamente judía, durante cuatrocientos cristiana, y durante mil trescientos musulmana. Siempre disputada y reclamada, y siempre conquistada por la espada, a sangre y fuego, a pesar de que su nombre signifique “casa de la paz”. Ha sido emplazamiento de batallas, asedios y matanzas, casi siempre ejecutados en nombre de un dios en particular, que siempre era el Dios verdadero.
Es pues eterna contradicción y maldita en su bendición.
Para Flaubert es un “cementerio rodeado de murallas”. Lo cual es tétricamente cierto pues, a parte de las innumerables muertes acaecidas entre sus muros en los múltiples conflictos que salpican su historia, y de los numerosos camposantos de diferentes confesiones ubicados en su perímetro, a sus pies, en el valle de Josafat, que separa la ciudad del Monte de los Olivos, se halla el cementerio en uso más antiguo del mundo, con una tumba de más de tres mil años y donde se sigue enterrando en la actualidad, aunque solo a importantes personalidades judías, que ya poco espacio disponible queda después de tanto tiempo, de tanta muerte y de tanto ajetreo. Todo judío de bien, y aun muchos musulmanes y cristianos, querrían ser enterrados allí, porque allí, en el valle de Josafat, comenzará la resurrección de los muertos el día del Juicio, y a todos nos encanta tener un asiento en primera línea de playa.
Por otra parte el santuario principal de los cristianos en la ciudad, no es nada más ni nada menos que un Sepulcro junto a un lugar de ejecución.
Y ningún lugar en el mundo suscita tal deseo de posesión exclusiva como esta ciudad-cementerio, hasta el punto que muchos de los sepulcros de esta tierra así como las historias que los acompañan han sido prestados o usurpados, y antes pertenecieron a otro pueblo o a otra religión.
Y a pesar de tanta tumba, hay que decir que Jerusalén está muy viva. Dolorosamente viva. Por sus cosmopolitas calles circulan gentes de todas las razas, de todas las naciones, de todas las religiones y de todos los continentes. En las estrechas calles de su recinto amurallado no es extraño cruzarse con franciscanos coreanos y sacerdotes coptos, con ulemas musulmanes y soldados judíos de rasgos etíopes, con judíos ortodoxos tocados con sus kipás y con popes ortodoxos de largas barbas y crasas coletas; y con turistas de todo el mundo que llegan esperando encontrar la “auténtica” Jerusalén, la que han creado en su mente y en sus creencias, y que seguramente nunca existió. Pero sobre todo te encuentras con una ciudad vital, donde se mezclan y conviven oriente y occidente, y en cuyas calles hallarás zocos bulliciosos, olores a especias, niños sonrientes, arteros comerciantes dispuestos a regatear contigo durante horas, si fuera preciso, y familias jubilosas precedidas por músicos callejeros que llevan a un avergonzado joven camino de su Bar Mitzváh. Eso sí, todo el recinto está perfectamente fraccionado y compartimentado, no se vayan a mezclar las piezas, las historias y las personas. La zona amurallada está dividida en cuatro barrios, judío, musulmán, cristiano y armenio. Y la ciudad nueva no está más amalgamada. En apenas un cruce de calle puedes pasar de un moderno barrio occidental judío a otro oriental, antiguo y musulmán. El cruce de Europa a Asia en apenas diez pasos.
Y todo esto es Jerusalén, historia viva, mito y realidad, humanidad al fin y al cabo en su máxima expresión. 

Pero, por si todo esto fuera poco, Jerusalén es mucho más. Su esencia y su idiosincrasia, comienzan en el mito y en la idealización de la ciudad que es, la que fue y la que tal vez nunca existió; se continúa a través de sus piedras, sus calles, sus edificios y sus monumentos, tanto los actuales como los ya perdidos para siempre, los que se mantienen en pie, los demolidos, los reconstruidos y los reutilizados; y concluye en las personas, tanto las que vivieron en ella, como las que la habitan hoy en día o las que la visitan esperando conocer y descubrir algo, que quizá solo existe en su mente, porque probablemente nunca fue real.

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Publicado por Balder

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