El viento se detiene por un instante y deja
flotando en el aire la esperanza de que también este temporal cesará. El
problema- piensa mientras intensifica un poco su ritmo de marcha bajo la
lluvia- es que no sabe si quiere que pase. El problema es que se ha
acostumbrado a vivir en invierno. Le gusta sentir en su piel los golpes
incesantes de las gotas de lluvia que se clavan en su cara y sus manos como
agujas de hielo, le gusta sentir sobre los hombros el peso de los mechones de
pelo revueltos por el viento y empapados por el agua que chorrea por su espalda
y su frente impidiéndole ver con nitidez. Le gusta el mar rompiendo furioso
contra los acantilados y el ruido ensordecedor de los truenos unos segundos
después de que el cielo se embellezca con el súbito resplandor de un relámpago.
Desde niña no ha vuelto a sentir miedo de las tormentas y aun entonces a los
rezos de la abuela y las tías se superponía una extraña fascinación que la
llevaba a mirar a escondidas por los resquicios de las ventanas anhelando el
temido instante en que el rayo liberador incendiara su confortable universo.
Camina con firmeza plantándole cara a las
nuevas ráfagas de viento que amenazan con arrastrarla de una vez por todas
hacia el fondo del acantilado. A lo lejos se vislumbra la luz que ha dejado
encendida en la vieja linterna de la casa de piedra maciza que ha asistido
impasible a otros mil temporales más.
Dentro aguardan la luz y el calor de la
chimenea, una taza humeante de chocolate o café y los mil sonidos del temporal
que ahora continua atrapado fuera de los recios muros. Dentro aguarda también
la indescriptible soledad de quien en el fondo de su corazón desea mucho más
fundirse con la naturaleza que con el resto de la humanidad.
Publicado por Farela
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