Leer antes el capítulo primero: "Ella" en: https://celtiberosyceltimoras.blogspot.com/2018/05/ella.HTML
3.- LOS
DOS
En honor
a la verdad nunca me han gustado especialmente los grupos de trabajo
antitabaco, no me considero cualificada para manejarlos adecuadamente, ni por
formación ni por ilusión; quizá tan solo se deba a que me obligan a enfrentarme
a mis propias dudas y dependencias y eso es algo que yo, como muchos otros,
siempre he tolerado muy mal. Por eso, Quique, mi incondicional compañero de
centro de salud, no podía contener las carcajadas cuando le dije que me iba a embarcar en la
aventura de deshabituar a un pueblo, cuyos habitantes son mayoritariamente
pescadores de avanzada edad a los que les importa un bledo lo que la OMS, la
SEMFYC, o yo opinemos de lo perjudicial que resulta para su salud fumar.
Ellos se
apuntaron al grupo más por hacerme un favor que porque pensasen en realidad
dejar de fumar, o al menos eso creo yo.
Supongo
que se conocerían de antes, en un pueblo de apenas dos mil habitantes es
difícil no coincidir en alguna ocasión. A lo mejor se recordaban vagamente de
aquellos veranos en los que ella se sentaba en la orilla a ver como sus hijos
jugaban en el agua y él acompañaba a su madre paseando por la línea de la
rompiente de uno a otro lado de la playa. Quizá no, quizá se recuerdan de años
después cuando los dos volvieron al pueblo casi a la vez, despertando
curiosidades paralelas en todos los demás, o tal vez se han cruzado miles de
veces pero ninguno se fijó en el otro, sumidos como van cada uno de ellos en su
propio mundo interior.
Aquel
primer día de reunión, todos se miraban con recelo en la sala de espera,
intentando hacer un apresurado juicio de valor sobre los otros participantes en
el grupo. Ella bajó rápidamente los ojos hacía sus manos de uñas muy cortas,
cuando se encontró con la mirada de él. Él también ocultó apresuradamente su mirada
de curiosidad para no incomodarla. Dentro apenas miraban hacia el otro cuando
le tocaba de hablar o de expresar su opinión, pero me di cuenta enseguida de
que como por instinto, se habían fijado el uno en el otro creyendo descubrir
que algo común, más allá del hábito compulsivo de fumar que delataban sus
manos, los unía.
Las
primeras reuniones transcurrieron con total normalidad, el grupo se fue
consolidando poco a poco y los participantes fueron soltando el lastre de su
recelo inicial. Ellos seguían mirándose un poco a hurtadillas, como dos
adolescentes curiosos, pero los primeros cambios no tardaron en llegar. Las
uñas pintadas y el pelo cortado y teñido, la americana y la camisa que dan pasó
a un polo algo más juvenil e informal. Ella ahora se maquilla, primero eran
solo los días de reunión grupal, pero después ya lo hacía cada vez que tenía
que venir al centro de salud. Él ha comenzado a sonreír a los demás
participantes del grupo, se demora unos
segundos con el administrativo al salir y ha comenzado a descender su
medicación.
Nunca
preguntaban directamente el uno por el otro en la consulta, pero curiosamente
sus citas comenzaron a coincidir. Sus miradas ya no se evitan, se buscan, sin
descaro pero sin recelo. Existe entre ellos una extraña complicidad que sin
embargo no parece haber trascendido a los demás.
Con el
paso de los meses, los he ido encontrando en mis paseos por el pueblo, o cuando
salgo a caminar o en bicicleta. Se sientan en mesas separadas escasos metros en
la terraza de la taberna del Tío Antón, invariablemente una bebida, un
cigarrillo y con frecuencia el mismo libro entre las manos, siempre un poco más
adelantada ella, como la lectora compulsiva que siempre ha sido. Caminando por
el paseo de la playa, cada uno en una dirección diferente, él solo y ella con
su enorme perro Pastor del Pirineo, saludándose con la cortesía un poco
indiferente de dos conocidos circunstanciales, pero demorando sus miradas un
poco más de lo normal.
Procuran
tocarse como sin querer, al entrar o salir de las sesiones de grupo, se gastan
pequeñas bromas cargadas de intención y coquetean con la sutileza y la
discreción de dos personas que sobre el papel ya no tienen edad para coquetear.
El mes
pasado, una tarde de desolador temporal, de esas en las que solo un médico
rural con una ineludible responsabilidad se atreve a acercarse a la costa, los
vi silenciosos en la garita del mirador de la Viqueira, arropándose el uno al
otro vestidos ambos con recios trajes de pescador, disfrutando de una tormenta
escandalosamente hermosa.
En ella
comienza a descubrirse de nuevo una belleza intemporal y un poco decadente, que
sin embargo poco tiene que ver con las
uñas pintadas o el maquillaje, nace más adentro, en el brillo ilusionado de sus
ojos. Nace del interior de una mujer que solo necesitaba descubrir que aún es
capaz de gustar a un hombre, que de haberlo querido, de haberlo deseado de
verdad no habría perdido al suyo propio. Ahora tiene la certeza absoluta de que
podría haberlo hecho y por fin se ha reconciliado con la idea inasumible para
una mujer como ella, de que lo que más anhelaba en el mundo era dejarlo marchar
y escapar ella a su vez.
En él
asoma tímidamente la sonrisa que una vez le iluminó por dentro y por fuera
cuando era niño. Ha vuelto a sentirse útil, deseado, necesitado. Le satisface
descubrir que existen mujeres con las que se puede entender, que también
entonces de haberlo querido habría podido enamorar a una, habría podido
construir la vida que todos esperaban y deseaban menos él. Y en ese encuentro
se reconcilia con todo y con todos, lentamente, pero sobre todo se reconcilia
consigo mismo y con la sensación de que dejó su propia utilidad demasiado al
servicio de los demás.
La suya
no es una historia de amor al uso, es probable que ya nunca, ninguno de los dos
encuentre ese amor trascendente y trascendental con el que soñaron desde muy
jóvenes y que la vida no les regaló jamás. Les quedan muchas verdades por
descubrir al uno del otro, pero estoy segura de que no les harán daño. Porque
la vida, esa vida que tanto les arrastró, les hirió y les dolió, les ha
regalado algo tanto o más hermoso que un amor de ensueño. Les ha regalo a otra
persona capaz de comprender el inmenso dolor de la mentira, de la soledad, de
la humillación y del abandono. Capaz de entender la fuerza desmesurada que es
capaz de nacer de la absoluta desesperación. Capaz de disfrutar de la
silenciosa calma de una puesta de sol y de la abrumadora belleza de una
desoladora tormenta.
Y es
curioso que se hayan encontrado, que obtengan su refuerzo, su seguridad, su
armonía de aquello de lo que toda la vida intentaron huir. Ninguno de los dos
sabe aún que el otro también es homosexual.
Publicado por Farela
No hay comentarios:
Publicar un comentario