domingo, 26 de octubre de 2025

La solidaridad es cosa de duendes

Aunque lo cierto es que ya estaba hasta los cascabeles del gorro de tener que sacarle las castañas del fogón a cualquier bobalicón que se le acercara con cualquier requerimiento o encargo, por absurdo que fuera. Que si conseguir una loción antipulgas para el lobisome, que si jabón lagarto para las lavandeiras, que si esencia de mandrágora fresca para que su señor Oberón hiciera un nuevo filtro amoroso, que si alguna pieza de carne sustraída de la matanza para el Can do Urco, que si una piedra de amolar para los mouros, que si terciar en los conflictos de cualquier par de meigas, que sí comprarles velones nuevos a los de la Santa Compaña… Y no, no valía que los tratara de convencer diciéndoles cosas del tipo: “pero si los velones os los dan con el uniforme en cuanto entráis en la hermandad, y además, esos, así como viejos, dan como más respeto”, pues siempre tenían contestaciones del tipo: “es que los del ultramarinos del señor Martín dan más luz y se consumen más lentamente”. Y allí se veía, una y otra vez, en busca del jabón, de la loción, de la mandrágora, de la pieza de carne, de los velones, o terciando entre las viejas brujas.
Y lo de birlar esos objetos, ya fuera en la tienda de ultramarinos, o en la botica, o en medio del folclore de la matanza, cada vez estaba más complicado. En parte porque los humanos eran cada vez más desconfiados, pero sobre todo porque el hambre y la miseria aclaran los ojos y afilan la nariz, y aquellos años no estaban siendo fáciles para nadie. Y ya no le servían ni sus antiguas tretas, ni lo de transformarse en cualquier animalillo. Que la última vez casi acaba en el puchero de la señora Cástula.
Y lo de obtener el dinero humano para mercar los encargos de forma legítima, era otra. Aunque siempre había alguna moneda que perdían las lecheras camino del tren en el sendero de la fraga, o algún aldeano que se dejaba extorsionar y que le soltaba algo de calderilla a cambio de que no le echara un feitizo que le agriara la leche de las vacas, o para que se lo echase a las de su vecino, lo cierto es que cada vez le costaba más conseguirlo. Porque los humanos estaban dejando de creer en el mundo mágico, y eso no ayudaba.
Así que había decidido que de este año no pasaba. Se iba a plantar y les iba a decir a todos que él también tenía cosas que hacer, y que sus obligaciones estaban quedando muy dejadas de la mano de Navia.
Lo cierto es que le costó. Sobre todo cuando el primero al que tuvo que despedir con cajas destempladas fue al Saca-untos, que le reclamaba un cuchillo nuevo. Aquel individuo, con su saco sórdido al hombro, siempre le daba repelús. Pero lo consiguió.
Expulsar a las ondinas con su parloteo insufrible ya le resultó más fácil. Y al Vákner directamente lo ignoró, mientras aparentaba estar ocupadísimo ordenando los enseres de su vivienda, hasta que el monstruo, cansado, acabó por marcharse. Y ya se creía feliz y vencedor de su propia fama.
Pero entonces vino la niña blanca. Y aquellos ojos lánguidos, aquella presencia triste y ese dulce aroma que desprendía, como a flores de camposanto, lo desarmaron por completo. Y el duende, resignado, comprendió que no podía huir de su destino.
Así que, derrotado por su propia reputación, por sus sentimientos y por la niña fantasmal, se sentó a escucharla.
La pequeña espectro le contó que ya nadie visitaba su morada. Que los aldeanos habían abandonado los viejos pastos y que el resto de humanos habían dejado de usar los sonoros carros de bueyes, y ahora pasaban veloces en esos extraños Drum-drums que emitían sonidos tétricos y desprendían gases nauseabundos. Con lo que ya nadie se paraba a visitar las viejas ruinas. Y es bien sabido que, si un fantasma no tiene a quien asustar, va perdiendo su esencia hasta que su ectoplasma se queda convertido en rocío de la mañana. Y la pequeña niña blanca ya se veía formando parte de la escarcha matutina.
Así que, tras elucubrar unos minutos, el resignado Puck tomó a la niña de su gélida mano y le dijo: “venga vamos, malo será que no te busquemos una forma en que puedas asustar de nuevo”.
Tardó un par de horas en discurrir el plan, y un par de días en instruirla y prepararla en base a la idea que había cavilado. Hubo que cambiarle un poco su aspecto y convencerla de que esperara junto a la carretera por la que, de tarde en tarde, pasaban los humanos en sus nuevos y aparatosos vehículos.
La niña se esforzó en no trasmitir ni la más mínima imagen terrorífica, sino más bien en convertirse en el ser más inocente que ningún humano pudiera imaginar. Y efectivamente, el primer Drum-drum que pasó aquella noche se detuvo a recoger a aquella niña que parecía perdida y desvalida.
Ya dentro del habitáculo, la pequeña sólo contestó con monosílabos a las preguntas del conductor hasta llegar al lugar donde le había señalado Puck. Y allí, sin más, dijo como le había indicado el duende: “Esa es la curva donde me maté”, e inmediatamente se desvaneció.
Puck contempló toda la escena desde una elevación junto a la carretera. Y pudo comprobar como el Drum-drum humano primero casi se estampaba contra un árbol y luego aceleraba a toda la velocidad que admitían sus ruedas, perdiéndose en la oscuridad de la noche. El duende sonrió de oreja a oreja, y se dispuso a atender a la clientela que ya atiborraría la entrada de la seta donde vivía, y a asistir, un año más, a cuanto ser mágico le pidiera ayuda, pues no estaba tan mal eso de solucionar los problemas de los demás. Además, comprendió que “si naciste pa martillo, del cielo te caen los clavos”, o los fantasmas…


Publicado por Balder

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