Aunque lo cierto
es que ya estaba hasta los cascabeles del gorro de tener que sacarle las
castañas del fogón a cualquier bobalicón que se le acercara con cualquier
requerimiento o encargo, por absurdo que fuera. Que si conseguir una loción
antipulgas para el lobisome, que si jabón lagarto para las lavandeiras, que si
esencia de mandrágora fresca para que su señor Oberón hiciera un nuevo filtro
amoroso, que si alguna pieza de carne sustraída de la matanza para el Can do
Urco, que si una piedra de amolar para los mouros, que si terciar en los
conflictos de cualquier par de meigas, que sí comprarles velones nuevos a los
de la Santa Compaña… Y no, no valía que los tratara de convencer diciéndoles
cosas del tipo: “pero si los velones os los dan con el uniforme en cuanto
entráis en la hermandad, y además, esos, así como viejos, dan como más respeto”,
pues siempre tenían contestaciones del tipo: “es que los del ultramarinos del
señor Martín dan más luz y se consumen más lentamente”. Y allí se veía, una y
otra vez, en busca del jabón, de la loción, de la mandrágora, de la pieza de
carne, de los velones, o terciando entre las viejas brujas.
Y lo de birlar
esos objetos, ya fuera en la tienda de ultramarinos, o en la botica, o en medio
del folclore de la matanza, cada vez estaba más complicado. En parte porque los
humanos eran cada vez más desconfiados, pero sobre todo porque el hambre y la
miseria aclaran los ojos y afilan la nariz, y aquellos años no estaban siendo
fáciles para nadie. Y ya no le servían ni sus antiguas tretas, ni lo de
transformarse en cualquier animalillo. Que la última vez casi acaba en el
puchero de la señora Cástula.
Y lo de obtener el
dinero humano para mercar los encargos de forma legítima, era otra. Aunque
siempre había alguna moneda que perdían las lecheras camino del tren en el
sendero de la fraga, o algún aldeano que se dejaba extorsionar y que le soltaba
algo de calderilla a cambio de que no le echara un feitizo que le agriara la
leche de las vacas, o para que se lo echase a las de su vecino, lo cierto es
que cada vez le costaba más conseguirlo. Porque los humanos estaban dejando de
creer en el mundo mágico, y eso no ayudaba.
Así que había
decidido que de este año no pasaba. Se iba a plantar y les iba a decir a todos
que él también tenía cosas que hacer, y que sus obligaciones estaban quedando
muy dejadas de la mano de Navia.
Lo cierto es que
le costó. Sobre todo cuando el primero al que tuvo que despedir con cajas
destempladas fue al Saca-untos, que le reclamaba un cuchillo nuevo. Aquel
individuo, con su saco sórdido al hombro, siempre le daba repelús. Pero lo
consiguió.
Expulsar a las
ondinas con su parloteo insufrible ya le resultó más fácil. Y al Vákner
directamente lo ignoró, mientras aparentaba estar ocupadísimo ordenando los
enseres de su vivienda, hasta que el monstruo, cansado, acabó por marcharse. Y
ya se creía feliz y vencedor de su propia fama.
Pero entonces vino
la niña blanca. Y aquellos ojos lánguidos, aquella presencia triste y ese dulce
aroma que desprendía, como a flores de camposanto, lo desarmaron por completo. Y el duende, resignado,
comprendió que no podía huir de su destino.
Así que, derrotado
por su propia reputación, por sus sentimientos y por la niña fantasmal, se
sentó a escucharla.
La pequeña
espectro le contó que ya nadie visitaba su morada. Que los aldeanos habían
abandonado los viejos pastos y que el resto de humanos habían dejado de usar
los sonoros carros de bueyes, y ahora pasaban veloces en esos extraños
Drum-drums que emitían sonidos tétricos y desprendían gases nauseabundos. Con
lo que ya nadie se paraba a visitar las viejas ruinas. Y es bien sabido que, si
un fantasma no tiene a quien asustar, va perdiendo su esencia hasta que su
ectoplasma se queda convertido en rocío de la mañana. Y la pequeña niña blanca
ya se veía formando parte de la escarcha matutina.
Así que, tras elucubrar unos minutos, el resignado Puck tomó a la niña de su gélida mano y le
dijo: “venga vamos, malo será que no te busquemos una forma en que puedas
asustar de nuevo”.
Tardó un par de
horas en discurrir el plan, y un par de días en instruirla y prepararla en base
a la idea que había cavilado. Hubo que cambiarle un poco su aspecto y
convencerla de que esperara junto a la carretera por la que, de tarde en tarde,
pasaban los humanos en sus nuevos y aparatosos vehículos.
La niña se esforzó
en no trasmitir ni la más mínima imagen terrorífica, sino más bien en
convertirse en el ser más inocente que ningún humano pudiera imaginar. Y
efectivamente, el primer Drum-drum que pasó aquella noche se detuvo a recoger a
aquella niña que parecía perdida y desvalida.
Ya dentro del
habitáculo, la pequeña sólo contestó con monosílabos a las preguntas del
conductor hasta llegar al lugar donde le había señalado Puck. Y allí, sin más,
dijo como le había indicado el duende: “Esa es la curva donde me maté”, e
inmediatamente se desvaneció.
Puck contempló
toda la escena desde una elevación junto a la carretera. Y pudo comprobar como
el Drum-drum humano primero casi se estampaba contra un árbol y luego aceleraba
a toda la velocidad que admitían sus ruedas, perdiéndose en la oscuridad de la
noche. El duende sonrió de oreja a oreja, y se dispuso a atender a la clientela
que ya atiborraría la entrada de la seta donde vivía, y a asistir, un año más,
a cuanto ser mágico le pidiera ayuda, pues no estaba tan mal eso de solucionar
los problemas de los demás. Además, comprendió que “si naciste pa martillo, del
cielo te caen los clavos”, o los fantasmas…
Publicado por Balder
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