Todo comenzó cuando deduje que no podían verme. Aunque
quizá lo hiciera mucho antes. El caso es que un día, en mi centro de trabajo,
descubrí que mis compañeros se cruzaban conmigo sin saludarme y aun sin tan
siquiera mirarme. A pesar de que yo les dijera el consabido “Buenos días” o un
simple “Hola”, pasaban a mi lado con la vista perdida al frente, o lanzándome
tan solo una furtiva, incómoda y huidiza mirada, como si mi presencia les
molestara o les perturbara.
Más tarde
aquello se contagió a mi propio edificio, y fueron mis vecinos los que parecían
ignorarme. Bien es cierto que la mayoría de ellos llevaban poco tiempo viviendo
allí y que apenas me conocían, pero incluso los más veteranos y cuyas caras ya
me resultaba familiares, no contestaban a mis saludos, o lo hacían con un
murmullo áspero que sonaba más como una jaculatoria o conjuro preventivo que
como un saludo. Incluso hubo un día en que, en el ascensor, inicié una
conversación sobre el primer tema trivial que me vino a la mente, para tan solo
conseguir una mirada enojada lanzada al infinito, como quien está percibiendo
una sensación desagradable, engorrosa e inexplicable.
Finalmente
comprobé que solo me veían los niños. Cuando por la calle les sonreía, o medio
de broma les sacaba la lengua o les guiñaba un ojo, me miraban sonrientes. Pero
apenas unos instantes después, sus padres, o el adulto que los acompañaba, los
reprendía por esa manifestación tan espontánea y al parecer tan absurda de
sonreír al vacío. Y deduje con horror que, como en aquellas “otras” películas
que no tengo intención de destripar, los muertos no consiguen ser vistos sino
por mortales muy concretos que tienen un “sexto sentido”.
Al principio
se me pasó por la cabeza que me hacían el vacío, pero una vida tan insípida y
monótona como la mía es imposible que desate pasiones y mucho menos odios.
Incluso llegué a pensar, ya ve usted que ocurrencia, al observar que tampoco se
saludaban entre ellos, que quizá todo aquello no era nada más que mala
educación, y que mis vecinos y mis compañeros de trabajo, no es que no me
vieran, sino que no se molestaban en corresponder con cortesía al saludo
emitido. Pero luego me dije que eso era imposible en una sociedad culta,
desarrollada y amable como la nuestra. Porque ¿A quién se le ocurriría no
contestar a un saludo que te da cortésmente la persona que se cruza contigo en
un pasillo, en un ascensor o en un rellano? Además de descortés, es que no cuesta
esfuerzo alguno. Así que tenía que haber algo más. Y eso sólo podía significar
que no podían verme porque me estaba convirtiendo en fantasma, o en cualquier
otro tipo de “ente” ajeno a la sociedad actual.
Y aquí me
tienen, moviéndome como un zombi, sin relacionarme con nadie, (al igual que
todas las personas que pasan a mi alrededor), de casa al trabajo y del trabajo
a casa, sin importunar a nadie con mis molestos y educados actos de “fantasma”.
Ansiando el momento en que vengan a buscarme los de “la luz de allá arriba” o
los de “allá abajo”, o cualquier otro ser ajeno a este mundo, pero que
sea alguien que por fin se decida a prestarme atención y contestar de nuevo a
mis saludos.
Publicado por Balder
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