Nunca tuve muy claro el parentesco
que unía al abuelo con la tía Liberata. Tampoco cuantos años tenía, ni el
tiempo exacto que llevaba viviendo como monja entre los ruinosos restos del
Monasterio de Santa María Auxiliadora.
En honor a la verdad, la tía Liberata no se llamaba Liberata ni en el monasterio ni en el mundo, porque ni ella era monja ni estaba claro que hubiese existido en realidad santa Liberata en algún momento de la historia.
Cada primer domingo de mes, después de salir de misa, mi abuelo enganchaba la mula al carro que había dejado cargado con unas cuantas provisiones básicas y se ponía en camino hacia el viejo recinto monacal. A veces se sumaban a la excursión mi madre, alguna de las tías o mis primos y yo, y al menos una vez al año, coincidiendo con la Festividad Mayor del antiguo cenobio, organizábamos una auténtica peregrinación a la que incluso llegaba a sumarse algún amigo o vecino del pueblo.
Mi primer recuerdo de la tía Liberata es el de una mujer, ya por aquel entonces muy mayor, pequeña y enjuta, cuyo cuerpo menudo parecía flotar en un hábito demasiado grande para ella y lleno de remiendos por aquí y por allá. Ni mis primos ni yo podíamos entender por qué sus compañeras la habían dejado abandonada a su suerte en aquel recóndito lugar dejado de la mano de Dios, cuando el convento desapareció como lugar de culto y devoción. No fue hasta muchos años más tarde que llegamos a descubrir que, cuando la tía Liberata tomó posesión de aquel lugar, hacía ya mucho tiempo que ninguna otra monja paseaba por allí.
A Mosén Donato le gustaba acompañarnos a visitarla, y la tía Liberata se ponía muy contenta cuando oía su potente vozarrón en el portal del corral. Esos días nuestra anciana parienta disfrutaba de la visita de verdad. El abuelo nos eximía de acudir a la iglesia porque se realizaba una pequeña celebración en lo que quedaba de la capilla del monasterio y tanto él como el mosén nos la daban por buena.
De la tía Liberata se contaban muchas cosas, casi todas en el carro durante el trayecto de ida y vuelta, o al anochecer, al amor de la lumbre, mientras nos calentábamos las manos con el caldo que Carmiña y mi madre nos habían guardado para cenar a la vuelta de nuestra pequeña excursión.
Parece ser que ya desde muy niña manifestó su deseo de ser monja y de recuperar, para la vida religiosa, el convento de Santa María Auxiliadora que había pasado a manos del mundo con la desamortización de Mendizabal. En aquel momento fue uno de mis antepasados el que se hizo con la propiedad del cenobio, según dicen, para evitar un mal mayor y con intención de que, una vez hubiese pasado el grueso de la tempestad, este fuese devuelto a las manos de la Iglesia. No sé qué sucedió en realidad, pero eso nunca llegó a pasar, y mi abuelo y sus primos se criaron correteando entre los espacios desnudos que cada vez se asemejaban menos a un monasterio y más a unas ruinas dolorosas y decadentes. Quizá fue esa imagen romántica del pequeño mundo encerrado en sí mismo que un día fue aquel lugar, lo que arraigó la idea en la cabeza de Liberata niña. Su madre intentó casarla por todos los medios a su alcance, pero la tía, empecinada una y otra vez en su vocación religiosa, dio al traste con cuantos intentos de matrimonio se fraguaron a su alrededor. Lloró, amenazó con dejar de comer hasta morir, dejó crecer el vello de su rostro y descuidó el cuidado de sus cabellos para ahuyentar a cualquier posible pretendiente haciendo honor a la santa popular cuyo nombre eligió para profesar.
Cuentan que cosió con autentico esmero su ajuar de novicia y que intentó una y otra vez profesar en la orden religiosa que durante más de dos siglos había ocupado el antiguo convento. La Iglesia no rechazó a la tía Liberata, lo que si rechazó fue su tenaz condición de que sólo lo haría si la orden se trasladaba de nuevo al convento de Santa María Auxiliadora. Así que, tras muchos años de arduas negociaciones con las instancias eclesiales, de ofertas, donaciones y ruegos infructuosos; un martes por la mañana la tía Liberata recogió su ajuar, se despidió de su familia y se instaló de un modo definitivo entre las piedras centenarias de la vieja ruina monacal. Todo intento de hacerle abandonar esa idea chocó de frente con su dura testuz. Cortó sus largos cabellos, se vistió el hábito que con tanto amor había cosido y allí se quedó a vivir para siempre.
Su padre, cuyo parentesco conmigo se perdió en el origen de los tiempos, ante el temor de que le pudiese pasar algo, envió una pequeña cuadrilla de trabajadores al convento que le ayudaron a habilitar en la vieja torre una pequeña cocina, un rincón del claustro que transformaron en huerto y la sobria habitación en la que habría de pasar el resto de su vida, pero en cuanto logró unas mínimas condiciones de habitabilidad para su nuevo hogar, la joven novicia los echó de allí con cajas destempladas.
El abuelo recordaba con una sonrisa como la tía había pasado por las distintas etapas de formación de una monja y remitía, a sus más cercanos, invitaciones exquisitamente elaboradas para celebrar con ella cada uno de sus avances en la vida monacal. Con especial ternura guardaban las tías, en una pequeña caja de carey, las delicadas notas manuscritas con que les agradeció que acudieran al frugal refrigerio con el que agasajó a sus familiares y amigos más cercanos el día de su auto proclamación como abadesa del Real Convento de Santa María Auxiliadora.
Fueron muchas las veces a lo largo de los años que deseé preguntarle si alguna vez había tenido miedo sola entre aquellas desoladoras ruinas, pero nunca me atreví. En una ocasión, volviendo ya anochecido a casa, le mostré mis dudas al abuelo que las resolvió con una sonora carcajada. “Para tener miedo hijo hay que ser consciente del peligro, y yo no sé si Liberata ha llegado a serlo nunca”. Fue Carmiña la que resolvió mi duda chistando los dientes desde la parte de atrás del carro. “No tiene miedo filliño, digocho eu. Ela pensa que si Dios llo manda, con Dios lo aturará”, y me contó que fueron numerosas las ocasiones en las que o bien por burla o por el simple hecho de hacer mal, algunas personas habían intentado profanar su retiro, y ya fuera porque tenía razón en su creencia o porque la suerte había decidido sentarse a su mesa, todos salieron escaldados del intento.
Durante la guerra dio cobijo a unos y otros según su criterio, que poco tenía que ver con ideologías políticas o religiosas, y al menos una vez, al principio de las revueltas, intentaron asaltarla en su pequeña fortaleza conventual entre insultos e improperios referidos a su condición religiosa, social y mental. Decía Carmiña que salieron por piernas ante la certera puntería con la que desde una tronera dejó cojos a dos de ellos antes de que pudieran siquiera pensar en acercarse mientras gritaba enfervorizada: “Deus lo vult”, “Por Santiago y cierra, España”, y cualquier otra consigna de guerra santa que pudiese recordar.
Mi imaginación no podía dejar de retratarla, pequeña, encorvada y enjuta, flotando en su hábito demasiado grande, y sosteniendo la gran escopeta de caza a duras penas mientras sacudía a los herejes en el débil forro del dudoso honor que los llevaba a asaltar a una anciana en aquella derruida fortaleza que se sostenía más en la fuerza espiritual que en la resistencia física.
A lo largo de su existencia, firmemente enraizada en una profunda fe y una cabezonería sin límites, entre la soledad de aquellos regios muros fue labrando extrañas amistades y continuas lealtades. Antes, durante y después de la guerra, acogió entre sus muros a huidos de los dos bandos, dio de comer a familias enteras con los escasos recursos de su huerto, arregló el viejo molino con la ayuda de unos cuantos vecinos y enseñó a leer y escribir a unos pocos más; lenta y parsimoniosamente rescató del olvido algún legajo que las anteriores inquilinas abandonaron a su suerte al dejar el convento y los custodiaba celosamente entre sus escasas posesiones. Quizá por eso, y aún a pesar de su muy inestable relación con las autoridades civiles, militares y eclesiales, no consiguieron nunca desahuciarla de su casa, a pesar de que no pocas de las historias que se contaban en la clandestinidad de las noches oscuras junto a la lareira, rozaban los límites de las leyes de los hombres y de la Iglesia.
No fue hasta muchos años después, cuando ya todos los implicados habían fallecido, que supimos por boca de su propio nieto, que la tía Liberata había enterrado entre las tumbas abandonadas del viejo cementerio conventual los restos de Benito de Manola, un mal hombre, borracho y pendenciero que maltrataba a seres humanos y animales por igual; cuando el más pequeño de sus hijos, de apenas 7 años, lo tiró escaleras abajo de un empujón para evitar que tras dejar inconsciente a su madre de un puñetazo violara a su hermana pequeña. Entre ella y la maltrecha esposa arrastraron su cuerpo de madrugada envuelto en una vieja sábana y le dieron sepultura mientras entre un rezo y otro la tía replicaba: “Y no te quejes Benito que vas en sagrado cuando tendríamos que haberte tirado al mar”.
Una tarde algo lluviosa de un mes de marzo cualquiera, el abuelo aseguró el carro y nos pidió a mi madre, a mi hermano y a mí que lo acompañásemos a hacerle una visita rápida a la tía Liberata que, en un aparte durante nuestra última visita, había solicitado confesión al mosén y les había manifestado a él y al abuelo su intención de morir, por puro cansancio vital, antes de que llegara el mes de abril. “Encamar no es una opción”, les dijo, “y podéis descansar tranquilos, que si muero, como lo deseo, será por la mano de Dios y no por la mía”. Cuando llegamos al convento la recia puerta de la torre estaba abierta de par en par, la lluvia caía suavemente sobre el anciano claustro y un silencio ensordecedor llenaba el vacío. Subimos las escaleras lentamente detrás del abuelo y al llegar arriba la encontramos tumbada sobre la cama, se había colocado un hábito nuevo, las manos cruzadas sobre el pecho sostenían una ajada imagen de su santa patrona. Lucía un gesto plácido y hasta diría que hermoso, en su siempre austero y arrugado rostro.
Al funeral de la hermana Liberata acudieron cientos de personas, vecinos de muchos pueblos de la comarca que se acercaban a relatarnos con los ojos empapados en lágrimas mil historias más de aquella vieja loca que fue monja por propia voluntad y sin autorización de nadie, tomando el nombre de una santa popular que quizá nunca existió y que defendía a las mujeres de los malos casamientos.
La enterramos en un pequeño rincón del claustro, junto a los rosales que cuidaba con tanto esmero y, como ella siempre pedía, no dejamos señal alguna que permitiera identificar el lugar de su sepultura. No era necesario para ninguno de nosotros.
Hace unos meses mis nietos me notificaron la venta de los restos del antiguo monasterio a un gran complejo hotelero. Pedí visitarlo por última vez y allí, en la pequeña esquina donde siguen floreciendo de un modo totalmente salvaje sus rosales, recé una oración por su alma y por la de todos los que vivimos aquellos tiempos. Dudé durante muchos días si notificarles a los compradores la posibilidad de encontrar alguna pequeña sorpresa al iniciar las obras de restauración del claustro, pero supuse que, aún sin saber nada de ella, contarían con encontrar algún que otro esqueleto entre las ruinas de un cenobio centenario. Aunque en honor a la verdad, lo que más me motivó a hacerlo fue imaginarlos a todos ellos, en ese cielo en el que me enseñaron a creer, estallando al unísono en una sonora carcajada cuando vean la cara de estupefacción de los obreros al encontrar sus restos y el trabajo que nos van a dar para identificarlos. Pero esa será, como siempre decía la tía Liberata, una silveira que habrá que saltar cuando, si llegamos, lleguemos a ella.
Publicado por Farela
Que delicia!! Es bonito de verdad
ResponderEliminarQue delicia!! Me ha gustado muchísimo. Esa combinación de leyenda y de cuento actual , es estupenda. Gracias por compartir esta preciosa
ResponderEliminarMercedes Card…
ResponderEliminarMuchas gracias.
ResponderEliminarQue bonita historia. Gracias!
ResponderEliminarMuchas gracias
EliminarMuy bonito, como siempre
ResponderEliminarGracias
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