Yo no tenía conciencia de ser
mejor o peor que nadie, ni siquiera recuerdo haber tenido conciencia de mis
diferencias. Si me preguntasen en qué momento de mi vida sentí por primera vez
la sensación de que había un rastro, no de pobreza como tal, pero si de
carencia en mi vida, tendría que responder que fueron los ojos tristes de mi
abuela aquella mañana de febrero mientras volvíamos del mercado los que me
hicieron ver que existían personas diferentes a nosotros, personas que
consideraban que eran mejores que nosotros tan solo porque aparentemente su
vida lo era, aunque con el paso de los años he llegado a saber en demasiadas ocasiones y con absoluta
certeza, que tan solo lo era su situación económica. Sólo eso. Tan poco y tanto en honor a la verdad.
Crecí entre un barrio obrero y
dos preciosas aldeas ancladas en un rural que en los años 60 aún era casi
profundo en comparación con la ciudad. Crecí rodeada de otros niños iguales a
mí, en una casa donde la mayoría recordamos haber visto instalar la primera
bañera, donde la cuna, la ropa y hasta las cintas del pelo formaban parte, con frecuencia, de una generosa
transferencia familiar o incluso vecinal. No suponía ninguna vergüenza heredar
pantalones impolutos de un amigo, vecino o familiar al que un estirón
inesperado había obligado a desechar, aunque si suponía cierto orgullo el poder
conseguir uno nuevo,
“del paquete”, cuando
la situación se estiraba lo suficiente. Tampoco existía ningún componente
vergonzante en estirar la ropa para “las medras” o en remendarla cuantas veces
fuera necesario y el tejido lo aguantara (eso sí, siempre de un modo discreto y
curioso que no saltara mucho a la vista de los demás).
Si me paro a pensarlo, la mayor
parte de mi infancia transcurrió entre costuras, madre y tías costureras en
distintos ámbitos de la profesión, pasaban horas sentadas frente a sus máquinas
de coser, construyendo, remendando o recosiendo ropa propia y ajena en un
intento continuo de alcanzar la perfección. Con el paso de los años yo también
aprendí a descoser un cuello o un puño, darle la vuelta y volver a colocarlo en
su lugar, sin que nadie que no fuera un auténtico experto pudiese reconocer las
perfectas puntadas, ocultas sobre los rastros de las puntadas anteriores.
Aprendí durante tardes interminables a recortar, hasta el extremo, los hilos de
prendas de ropa recién salidas de la fábrica para que no pudiesen diferenciarse
la puntada inicial de la final. Mis uñas de adolescente se tiñeron en infinitas
ocasiones del tinte azul de los pantalones vaqueros, mientras revisaba una y
otra vez pespuntes, bolsillos y cremalleras. Curiosamente nunca lo viví como un
trabajo sino como un lugar privilegiado de reunión, donde, como otras veces, al
calor de la lareira se contaban historias, se cantaban canciones y se vivían
vidas de mujeres ejemplares y luchadoras que te impulsaban a seguir adelante un
poco más.
Durante los primeros años de mi
vida no recuerdo haber sentido nunca vergüenza, ni por mi aspecto físico, ni
por mi ropa, ni siquiera por las tardes removiendo las escombreras a la caza de
tesoros perdidos o desechados por otros con mejores condiciones económicas que las
nuestras. En honor a la verdad no recuerdo haberla sentido nunca hasta aquella
mañana de febrero, ni siquiera frente a algún compañero de colegio que ya se
señalaba a sí mismo como superior a los demás. Mi único estigma infantil estuvo
siempre marcado por la mala salud, y quizá fue ese el motivo por el que mi vida se encaminó
hacia la medicina, hacia ese lugar mágico donde las personas conseguían que el
mundo fuera un lugar un poco mejor, y no creo haberme equivocado, porque si la medicina sanó
muchas veces mi cuerpo, ejercerla ha sido el mejor bálsamo para mi alma.
Conocer a otros seres humanos en sus peores momentos, ser invitado a compartir
con ellos lo mejor o lo peor de sus vidas, acrecentó en mí la capacidad de aprender y perdonar. Todos
nacemos en un lugar y recorremos un camino cuyas huellas marcan para siempre
nuestra piel, respondemos en base a lo que somos pero también a lo que fuimos,
y yo aprendí que aquella niña de febrero que oyó como la prima Merceditas
Franco Pallón presumía de poder comprarle a su marido camisas nuevas, mientras
mi padre se veía obligado a lucir una y otra vez camisas cuyos cuellos y puños
habían dado más vueltas que un tornado, me tiraba de la mano cada vez que veía
o ayudaba a desnudar a un paciente, rico o pobre, presumido o dejado, libre o reo de sí mismo o
de su vida; para recordarme que los seres humanos no se dividen entre los que lo
compran todo nuevo y los que se ven obligados a remendar. Nos dividimos entre
los que sabrían remendar, si la vida lo requiriera, y los que nunca podrían
sobrevivir a un pequeño desgarro o a un simple roce, en el cuidado traje con el
que venden al mundo su imagen exterior.
Publicado por Farela
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