domingo, 14 de julio de 2024

Una vuelta al cuello de la camisa IV

 

Yo no tenía conciencia de ser mejor o peor que nadie, ni siquiera recuerdo haber tenido conciencia de mis diferencias. Si me preguntasen en qué momento de mi vida sentí por primera vez la sensación de que había un rastro, no de pobreza como tal, pero si de carencia en mi vida, tendría que responder que fueron los ojos tristes de mi abuela aquella mañana de febrero mientras volvíamos del mercado los que me hicieron ver que existían personas diferentes a nosotros, personas que consideraban que eran mejores que nosotros tan solo porque aparentemente su vida lo era, aunque con el paso de los años he llegado a saber  en demasiadas ocasiones y con absoluta certeza, que tan solo lo era su situación económica. Sólo eso.  Tan poco y tanto en honor a la verdad.

Crecí entre un barrio obrero y dos preciosas aldeas ancladas en un rural que en los años 60 aún era casi profundo en comparación con la ciudad. Crecí rodeada de otros niños iguales a mí, en una casa donde la mayoría recordamos haber visto instalar la primera bañera, donde la cuna, la ropa y hasta las cintas del pelo formaban parte, con frecuencia, de una generosa transferencia familiar o incluso vecinal. No suponía ninguna vergüenza heredar pantalones impolutos de un amigo, vecino o familiar al que un estirón inesperado había obligado a desechar, aunque si suponía cierto orgullo el poder conseguir uno nuevo, “del paquete”, cuando la situación se estiraba lo suficiente. Tampoco existía ningún componente vergonzante en estirar la ropa para “las medras” o en remendarla cuantas veces fuera necesario y el tejido lo aguantara (eso sí, siempre de un modo discreto y curioso que no saltara mucho a la vista de los demás).

Si me paro a pensarlo, la mayor parte de mi infancia transcurrió entre costuras, madre y tías costureras en distintos ámbitos de la profesión, pasaban horas sentadas frente a sus máquinas de coser, construyendo, remendando o recosiendo ropa propia y ajena en un intento continuo de alcanzar la perfección. Con el paso de los años yo también aprendí a descoser un cuello o un puño, darle la vuelta y volver a colocarlo en su lugar, sin que nadie que no fuera un auténtico experto pudiese reconocer las perfectas puntadas, ocultas sobre los rastros de las puntadas anteriores. Aprendí durante tardes interminables a recortar, hasta el extremo, los hilos de prendas de ropa recién salidas de la fábrica para que no pudiesen diferenciarse la puntada inicial de la final. Mis uñas de adolescente se tiñeron en infinitas ocasiones del tinte azul de los pantalones vaqueros, mientras revisaba una y otra vez pespuntes, bolsillos y cremalleras. Curiosamente nunca lo viví como un trabajo sino como un lugar privilegiado de reunión, donde, como otras veces, al calor de la lareira se contaban historias, se cantaban canciones y se vivían vidas de mujeres ejemplares y luchadoras que te impulsaban a seguir adelante un poco más.

 

Durante los primeros años de mi vida no recuerdo haber sentido nunca vergüenza, ni por mi aspecto físico, ni por mi ropa, ni siquiera por las tardes removiendo las escombreras a la caza de tesoros perdidos o desechados por otros con mejores condiciones económicas que las nuestras. En honor a la verdad no recuerdo haberla sentido nunca hasta aquella mañana de febrero, ni siquiera frente a algún compañero de colegio que ya se señalaba a sí mismo como superior a los demás. Mi único estigma infantil estuvo siempre marcado por la mala salud, y quizá fue ese el motivo por el que mi vida se encaminó hacia la medicina, hacia ese lugar mágico donde las personas conseguían que el mundo fuera un lugar un poco mejor, y no creo haberme equivocado, porque si la medicina sanó muchas veces mi cuerpo, ejercerla ha sido el mejor bálsamo para mi alma. Conocer a otros seres humanos en sus peores momentos, ser invitado a compartir con ellos lo mejor o lo peor de sus vidas, acrecentó en mí la capacidad de aprender y perdonar. Todos nacemos en un lugar y recorremos un camino cuyas huellas marcan para siempre nuestra piel, respondemos en base a lo que somos pero también a lo que fuimos, y yo aprendí que aquella niña de febrero que oyó como la prima Merceditas Franco Pallón presumía de poder comprarle a su marido camisas nuevas, mientras mi padre se veía obligado a lucir una y otra vez camisas cuyos cuellos y puños habían dado más vueltas que un tornado, me tiraba de la mano cada vez que veía o ayudaba a desnudar a un paciente, rico o pobre, presumido o dejado, libre o reo de sí mismo o de su vida; para recordarme que los seres humanos no se dividen entre los que lo compran todo nuevo y los que se ven obligados a remendar. Nos dividimos entre los que sabrían remendar, si la vida lo requiriera, y los que nunca podrían sobrevivir a un pequeño desgarro o a un simple roce, en el cuidado traje con el que venden al mundo su imagen exterior.


Publicado por Farela

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