Era la primera vez que veía el Rin. Ese río casi mitológico del que tantas historias había leído y escuchado. Y no pude evitar que mi imaginación volara mientras contemplaba sus doradas aguas a la luz del atardecer.
El brillo de los rayos del sol reflejados
sobre su caudalosa corriente me hizo evocar tesoros escondidos, enanos
codiciosos, monstruos invulnerables y héroes trágicos. Historias crueles y
duras sin más moraleja que descubrir que todo el universo y todos los seres que
lo habitan, desde los simples mortales, pasando por los héroes y hasta los
dioses, están ligados a la fatalidad.
Me senté en una terraza junto al río e, inspirado por los míticos recuerdos, pedí al camarero una copa de hidromiel.
Mi alemán no es muy bueno, pero cuando el
camarero me puso la copa con el licor sobre la mesa, acerté a entender en su
alegre comentario, que aquella era la bebida de los héroes y de los “skalden”.
Yo ya sabía que según la mitología nórdica
el hidromiel es la bebida de los dioses y de los héroes caídos en combate,
pero no recordaba que fuera también la de los escaldos, los poetas guerreros
creadores de las sagas legendarias.
No tengo el recuerdo de haber expresado
aquellos pensamientos en voz alta, y menos en alemán, pero el caso es que
alguien me respondió desde la mesa contigua:
- No es que sea la bebida por excelencia
de los poetas, es que, si son ciertas las leyendas, es el origen de los mismos
bardos. Y sin ella no existirían los narradores de historias.
Me giré hacia la voz y vi que procedía de
un anciano, sentado a la mesa contigua a la mía, que degustaba otra copa de
hidromiel. No me había percatado de su presencia hasta que se decidió a
contestar a mis meditaciones. Y era extraño porque dudo que aquel hombre
pudiera pasar desapercibido en lugar alguno. Aun sentado se podía percibir que
era un individuo alto, extremadamente alto. Vestía un ajado gabán oscuro y en
su cabeza portaba un sombrero tipo fedora, pero de ala ancha, que oscurecía
parcialmente su rostro barbado. Apoyaba su mano derecha en un bastón con
empuñadura metálica con forma de águila, mientras sostenía con la izquierda la
copa de hidromiel. Pero, por encima de cualquier otra consideración, su figura
emanaba porte y elegancia.
Observé como sonreía bajo el ala del
sombrero y, tras dar un largo trago a su bebida, continuó diciéndome.
- Si lo desea y si no tiene prisa, le
contaré la historia. ¿Entiende bien el alemán? Porque usted no es de estas
tierras, ¿verdad? ¿De dónde procede?
- Soy español. - Acerté a contestarle al
singular anciano. - Y sí, aunque mi alemán es un poco limitado, estaría
encantado de escucharla.
- ¡Ah, Spanien! Tierra de Celtas, de Suevos
y de Godos. - Dijo pasando sin dificultad a un perfecto castellano, aunque con
un suave acento germánico. - No se preocupe. Puede que la historia pierda un
poco de color en otra lengua, pero no disminuirá ni su épica ni su fuerza.
Porque está historia, como la propia poesía, es una historia de pactos y de
traiciones, de luchas y de persecuciones, de estupideces y de mentiras, de
muertes y de seducciones. Una historia que sería apreciada por los antiguos
griegos y hasta por los primeros romanos, pero que hoy en día no puede ser
comprendida bajo la mentalidad melindrosa y biempensante que impregna el mundo
moderno. Espero que usted la estime en su justa medida. - Y sin más comenzó la
narración.
- Cuentan que hubo una cruenta e
interminable guerra entre los Aesir, los dioses guerreros, y los Vanir, los
dioses de la tierra y de la fertilidad. Tras combatir durante largo tiempo
descubrieron que ningún bando podía vencer al otro. En primer lugar porque sus
fuerzas estaban igualadas y en segundo porque además descubrieron que se
necesitaban los unos a los otros. Así que optaron por negociar la paz. Tras llegar
a un acuerdo, decidieron sellarlo escupiendo todos, tanto los Vanir como los
Aesir, en un cuenco en el que, al mezclarse sus salivas, el pacto se
convirtiera en eterno e inquebrantable.
Después del festín correspondiente, (los
antiguos germanos, al igual que sus compatriotas españoles, todo lo
formalizaban en torno a la comida y a la bebida), se planteó que hacer con la
mezcla de las salivas. Y Freyja, la hermosa diosa del amor, de la brujería y de
los partos, señora de las Valkirias, moldeó y transformó la saliva en un hombre
a quien el viejo Wotan le puso el nombre de Kvasir.
Y Kvasir, surgido de la saliva de los
Vanir y de los Aesir y de la nueva alianza tras la larga guerra, resultó ser el
más sabio de todos los seres vivientes. Y acabó siendo amado y respetado por
todos los dioses, tanto por su sabiduría como por poseer el don de la poesía.
Además demostró ser un gran viajero al que le encantaba recorrer todo Midgard y
descubrir nuevos lugares e historias que contar. Y como entre sus múltiples
cualidades también se hallaba la generosidad, disfrutaba compartiendo su don
con todo el mundo, con dioses y con mortales, con ricos y con pobres, con
nobles y con siervos, y al fin y al cabo con todos los seres cualquiera que
fuera su raza o condición. Y por donde quiera que iba respondía con su
sabiduría a cuantas cuestiones se le planteaban y lo mismo narraba la vida de
los dioses que las aventuras de los héroes. Igual contaba cuentos infantiles
que epopeyas legendarias. Y así alegraba la vida y hacía felices a las gentes.
Pero no todo el mundo amaba a Kvasir.
Sabido es que la raza de los erdzwerge, los enanos, aunque afanosos mineros y
hábiles artesanos, es en extremo envidiosa y codiciosa. Y entre ellos, los
hermanos Fjlar y Galar eran especialmente rencorosos y taimados. Y con
intenciones encubiertas invitaron a Kvasir a visitar su hogar excavado en la
montaña. Y Kvasir, cándido y bondadoso, les siguió hasta su caverna sin
sospechar las aviesas intenciones de los enanos.
En cuanto lo tuvieron a su merced en su
morada, se apresuraron a matarlo y a drenar su sangre en tres recipientes para
extraer con ella la sabiduría y las habilidades del bardo. Los enanos
calentaron la sangre al fuego, la mezclaron con miel y con ciertas bayas
especiales, y dejaron que fermentara. Y así obtuvieron un hidromiel mágico que
otorgaba el don de la poesía y convertía en escaldo a cualquiera que bebiera de
él.
Orgullosos de su infame proeza y
avariciosos como eran, escondieron el fantástico hidromiel en una gruta y
partieron en busca de nuevas aventuras, sabiendo que ahora poseían el don de la
poesía que les permitiría glosar en forma épica o lírica sus hazañas. Y para
que no sospecharan de ellos, hicieron correr el rumor de que el escaldo Kvasir
había muerto ahogado en su propia sabiduría.
En sus andanzas habían conocido a Gilling
el gigante, un individuo bonachón y un tanto bobalicón, al que enredaron para
que los llevara en su bote al centro de un lago, donde sospechaban que podría
haber minerales preciosos. Pero, en cuanto llegaron allí, Galar volcó el bote
consiguiendo así que se ahogara el gigante, que no sabía nadar. Mientras, los
dos enanos, subidos sobre la quilla de la embarcación, regresaron a la orilla
convencidos de que así nadie conocería sus secretos.
Pero como no estaban seguros de que
Gilling no le hubiera contado algo a su esposa, se dirigieron a la casa del
gigante y llamaron a gritos a la mujer, diciéndole que su marido se estaba
ahogando. En cuanto la giganta salió corriendo por la puerta, Fjlar, que se
había colocado en el tejado de la casa, le arrojó una rueda de molino y la
mató.
Los enanos exultantes, saltaban y bailaban
en torno al cadáver de la giganta, regocijándose por su éxito y su astucia
cuando los sorprendió otro gigante, Suttung, que era hijo de la pareja asesinada.
Suttung era más inteligente que sus padres, lo que no es mucho decir, así que
cuando vio a los enanos brincando en torno al cadáver de su madre adivinó lo
sucedido. Presto como un lobo, agarró a los enanos, uno con cada mano, y se
adentró con ellos en el mar para atarlos a una roca que todos los días quedaba
sumergida con la marea alta. Su intención era verlos ahogarse lentamente para
vengar así la muerte de sus padres.
Los enanos, al verse atados a la roca, conforme la marea iba subiendo y comenzando a lamer sus luengas barbas, gritaron
y sollozaron aterrorizados y le prometieron a Suttung que le darían lo que
quisiera si los devolvía sanos y salvos a tierra firme.
El gigante, que había oído hablar del hidromiel mágico, consideró que arrebatarles su bien más preciado a aquellos enanos avariciosos sería también un castigo lo suficientemente cruel como para resarcirse de su pérdida. Así que les hizo prometer a ambos hermanos que le darían los tres frascos del hidromiel mágico a cambio de sus miserables vidas. Y los enanos, aunque temblando de rabia y de codicia, no tuvieron otro remedio que hacerlo en cuanto el gigante los depositó a salvo en la orilla. Y tras que los enanos, a regañadientes, cumplieran con lo pactado, Suttung procedió a esconder su nueva posesión en la cueva más profunda de una enorme montaña llamada Hnitbiorg. Selló la entrada de la gruta con una inmensa piedra y puso a su hija Gunmlod a vigilar su recién adquirido tesoro día y noche.
Pero Suttung no era el único que había oído
hablar de aquella bebida prodigiosa. Hugin y Munin, los cuervos de Wotan, le
contaron al viejo dios tuerto toda la historia del hidromiel mágico creado con
la sangre del bardo y como había acabado en manos del celoso gigante.
Y
Wotan decidió apropiarse como fuera de aquel extraordinario brebaje, pues sólo
se consideraba a si mismo digno de poseer y administrar tan magnífico licor. Y
es que el viejo dios nunca estuvo precisamente falto de autoestima.
Así
que se puso su disfraz preferido, el de viajero errante, se encasquetó su
sombrero y se dirigió a Jötunheim, la tierra donde habitan los gigantes.
Caminando por aquellas regiones y mientras
discurría como hacerse con el tesoro, llegó hasta unos gigantes campesinos que
estaban segando heno. Aquellos individuos eran siervos de Baugi, a la sazón
hermano de Suttung, un sujeto tan “avispado” como los padres de ambos. Entabló
conversación con ellos y, como quien no quiere la cosa, les hizo ver que tenían
las guadañas muy embotadas y que si estuvieran afiladas podrían concluir mucho
más rápidamente su labor. Y se ofreció a afilárselas él mismo. Los sirvientes
aceptaron de buen grado el ofrecimiento y contemplaron como el viajero se
apresuraba a sacar una piedra de amolar con la que en un periquete dejó las guadañas
extraordinariamente afiladas. Al ver lo bien que habían quedado las
herramientas le suplicaron que les cediera o que les vendiera tan excelente
piedra. A lo que el viajero, tras soltar una carcajada, se la arrojó mientras
les decía, “¡Quién pueda cogerla, que se la quede como regalo!” Los ingenuos
siervos lucharon unos contra otros intentando hacerse con el presente, y en la
pelea con aquellas guadañas extremadamente afiladas se infringieron tan severos
tajos que en apenas unos instantes yacían todos muertos sobre el prado.
Después de contemplar aquella inútil
refriega y tras recuperar su piedra de afilar, Wotan se dirigió hacia la casa
de Baugi donde se presentó como Bolverkr y solicitó hospedaje por una noche. El
gigante acogió al viajero, le sentó a su mesa y compartió con él su comida. Y
mientras así se hallaban les llegó la noticia de la muerte de los
sirvientes. El anfitrión se incorporó furioso al recibir la aciaga nueva y
comenzó a quejarse de su mala suerte y de la desconsideración de sus esclavos,
a los que no se les ocurría otra cosa que matarse unos a otros dejándolo sin
efectivos para recoger su heno y almacenarlo. El viajero lo miraba sonriente y,
tras dejarlo regodearse en su miseria durante un tiempo, se ofreció para
sustituir a los siervos, asegurando que realizaría el trabajo de todos ellos
en mucho menos tiempo y tan solo por un trago del hidromiel de su hermano.
Baugi, desesperado, se apresuró a aceptar
el trato, seguro de que aquel extraño sería incapaz de cumplir su parte en el
tiempo acordado y de que mientras aquel fanfarrón intentaba aquella hazaña
imposible, dispondría de un obrero gratis hasta que consiguiera otra mejor
solución para sus desgracias. A la mañana siguiente Wotan, o mejor dicho
Bolverkr, se puso a trabajar con tal denuedo y entusiasmo que, mucho antes de
que se cumpliera el plazo acordado, todo el heno de las tierras del gigante
estaba segado y almacenado en los graneros. Y Baugi sintió que la angustia
ahogaba cualquier felicidad que pudiera percibir por ver todo su heno a salvo.
Porque comprendió que le iba a ser muy difícil cumplir con el acuerdo pactado.
Intentó disculparse con su huésped,
alegando que su hermano nunca dejaba entrar a nadie en la caverna, ni tan siquiera
a él.
No obstante, tanto insistió el extraño,
que Baugi fue a solicitarle a su hermano el trago comprometido. Pero Suttung,
que como he dicho era bastante más inteligente, se enfureció ante aquella
propuesta y le hizo ver a Baugi que solo un dios podría haber conseguido
realizar tan extraordinaria proeza, y que hasta un memo como él debía recordar
la enemistad que había entre dioses y gigantes desde el principio de los
tiempos. Así que despidió a su hermano de malos modos, sugiriéndole que él
hiciera lo propio con el tal Bolverkr.
Pero Baugi, aunque odiaba a los dioses
tanto como su hermano, no se atrevió a romper una promesa realizada
formalmente, ni a traicionar a quien era todavía su huésped. Pues ello
contravenía las más antiguas y sagradas leyes de la hospitalidad. Así que
regresó junto al forastero y le contó la contestación de Suttung. Lejos de
amilanarse por la negativa, Bolverkr sonrió y le dijo, “pues si no nos deja
entrar por las buenas, tendremos que intentarlo de otra forma”. Y le convenció
de que lo llevara hasta la cueva donde estaba guardado el hidromiel.
Baugi, llevó a regañadientes al extranjero
hasta el escondite de su hermano, aunque dando el rodeo más largo que pudo. Lo
cierto es que el gigante se encontraba cada vez más apesadumbrado y sentía
sobre su conciencia una carga insoportable, pues si ayudaba a Bolverkr estaría
traicionando a su propia sangre y posiblemente ayudando a un enemigo, pero si
no lo hacía estaría rompiendo una promesa sagrada, por mucho que hubiera sido
hecha en un momento de debilidad. Así que por el camino intentó discurrir en su
necia y calenturienta mente una solución que le permitiera cumplir la promesa sin traicionar a su hermano.
En cuanto llegaron a la montaña Hnitbiorg
comenzaron a escalarla hasta que les pareció oír, entre el ulular del viento,
una dulce melodía que procedía del interior de la roca. Bolverkr le preguntó al
gigante que era aquel canto, a lo que este le respondió que debía de ser su
sobrina encerrada junto al hidromiel. Ante lo cual dijo el viajero: “Entonces
este es el sitio”, y sacó de su bolsillo un taladro prodigioso llamado Rati y
le indicó a Baugi que lo empleara con todas sus fuerzas para hacer un agujero
en la montaña. El gigante le obedeció y muy pronto había hecho un profundo
orificio en la roca. Pero Bolverkr sospechó que Baugi no había taladrado lo
suficiente como para alcanzar la estancia escondida, y para comprobarlo sopló en
el agujero. El polvo y los fragmentos de roca de su interior volvieron hacia
él, en lugar de salir por el extremo opuesto. Así descubrió que su acompañante
le estaba intentando engañar. Le pidió que taladrara nuevamente y cuando volvió
a soplar, el polvo y los fragmentos volaron esta vez hacia adentro. Bolverkr,
inmediatamente, se transformó en una serpiente y, cuando se introducía por el
agujero, Baugi intentó clavarle el taladro con la idea de matarlo, pero falló.
La serpiente se deslizó rauda por el túnel, dejando al gigante apesadumbrado
por sus acciones y sin saber que hacer. El ofidio llegó hasta una oscura
caverna donde se transformó de nuevo en un enorme y joven gigante.
En cuanto su único ojo se acostumbró a la
penumbra, descubrió a Gunnlod, la hija de Suttung, sentada junto a los tres
frascos de hidromiel mágico.
La giganta, al verlo aparecer de la nada
le preguntó intrigada: “¿Quién eres y que haces aquí?”
Wotan se le acercó con su mejor sonrisa y
le contestó: “Soy Bolverkr, un viajero que, habiendo oído hablar de la belleza,
del valor y de la virtud de Gunnlod, hija de Suttung, quería contemplarla
aunque en ello me fuera la vida”. La giganta sonrojada solo acertó a decir: “Yo
soy Gunnlod, ¿Crees que ha merecido la pena arriesgarte a morir por
contemplarme?” A lo que Bolverkr respondió: “Más de lo que hubiera imaginado.
Ojalá tuviera el talento de los escaldos para hacerle honor a tu belleza con
mis palabras”. Y contradiciendo su última afirmación, le habló con tal dulzura,
elogiando su belleza de tal forma, que finalmente ambos acabaron abrazados,
besándose y dejándose llevar por la pasión. No fue aquella una de las hazañas
más complicadas ni la más admirable de las realizadas por el viejo Wotan, pues
Gunnlod llevaba largo tiempo sola y lo cierto es que no era la más lista de su
familia.
Cuando ambos estuvieron satisfechos y
agotados, Bolverkr miró a los ojos de la giganta con gran pesar. “¿Qué te
sucede, amor mío? ¿Acaso no te he complacido?” Le preguntó la giganta. “No,
todo lo contrario”. Respondió él. “Lo que sucede es que nunca podré hacerle
justicia a tu belleza con mis pobres palabras y mis escasas habilidades
poéticas. Si al menos pudiera dar un solo sorbo al hidromiel mágico de tu
padre, compondría un poema sobre ti, tan hermoso, que hasta las Valkirias
sentirían envidia al escucharlo. Pero ¿quién sabe dónde lo guardará?” “Mi padre
guarda su hidromiel en esta gruta”. Le confesó ella. “Pero no me permite
dárselo al primer desconocido que se presente ante mí, por mucho que sea para
componer una oda a mi belleza. Aunque es una pena porque mis atractivos bien
lo merecen”. Y diciendo esto lo abrazó de nuevo y comenzó a besarlo
apasionadamente.
Cuando se recompusieron del nuevo
encuentro, Bolverkr mirándola a los ojos le dijo: “Ojalá pudiera beber, aunque
solo fuera un sorbo de hidromiel, para disponer del suficiente talento con el
que componer un poema sobre ti que fuera recordado por gigantes, hombres y
dioses, como sinónimo de belleza, hasta el mismísimo Ragnarök.” “Oh, amor mío,” respondió ella, “no sabes cuanto me complacería, pero hasta la falta de un
sorbo sería detectado por mi padre. Pero no te aflijas más”. Y volvió a besarlo
de forma desenfrenada.
Por tercera vez satisficieron su pasión y su deseo hasta caer exhaustos sobre el improvisado lecho en el que Bolverkr rompió a llorar desconsolado. “¿Qué te sucede mi amor?” Le preguntó un tanto preocupada la giganta. “Que merezco la más cruel de las muertes. Pues después de haberme extasiado con tu belleza y con tu pasión, soy incapaz de componer un solo verso sobre la perfección de tu hermosura, sobre tu gracia o sobre tu arrebatadora concupiscencia. Si al menos pudiera tomar un pequeño sorbo del hidromiel de tu padre...” Gunnlod lo miró apesadumbrada, y cogiéndolo de la mano lo llevó hasta las tres vasijas que contenían la bebida mágica. Bolverkr sonriente la miró y le dijo: “Sólo un sorbito de cada recipiente para poder componerte tres poemas imperecederos”. La giganta asintió, pero con cada sorbo, Wotan vació, una a una, las tres vasijas. Gunnlod horrorizada descubrió entonces el engaño y se lanzó sobre su amante para atacarlo, pero este, raudo como la ardilla Ratatöks, abandonó la caverna, cerrándole la puerta en las narices a la enfurecida giganta. Presto se transformó en un águila y se dirigió volando pesadamente hacia Asgard, satisfecho por su hazaña y llevando en su buche todo el preciado hidromiel.
Entretanto Suttung, no está claro si
avisado por su arrepentido hermano Baugi, o al escuchar los alaridos coléricos
e indignados de su disgustada hija, llegó a las faldas de la montaña temeroso
de haber sido despojado de su tesoro. Y en cuanto vio a aquella enorme águila
alzar el vuelo desde la boca de la caverna, adivinó lo que había sucedido y que
estaba siendo robado por algún dios disfrazado.
Él mismo se transformó en águila y voló
veloz en pos de la otra ave, que cargada por el peso del hidromiel no podía volar
muy rápido. Wotan observaba como el gigante le ganaba terreno y haciendo un
último y supremo esfuerzo tensó sus alas y se enfiló hacia las puertas de
Asgard. Allí Donar, el hijo de Wotan, que lo había contemplado todo desde la
altura, dispuso tres cubas enormes y delante de ellas una gran pila de madera.
En cuanto el agotado Wotan cruzó el montón de leña vomitó todo el hidromiel en
las cubas, poniéndolo a salvo del gigante, mientras Donar le prendía fuego a la
madera creando un muro de fuego contra el que se estrelló Suttung que, cegado
por el humo y quemado por las llamas cayó indefenso y sollozante a la tierra.
Desde entonces y hasta el día de hoy el
hidromiel mágico ha permanecido custodiado en Asgard por los dioses. Y
ocasionalmente, el viejo Wotan le otorga generosamente un trago de hidromiel a
algún mortal que así es favorecido con el don de la poesía, de la narrativa y
con la capacidad de componer las grandes sagas y las más maravillosas
historias.
Tras una pausa dramática, el anciano
finalizó el relato diciendo:
- No obstante, también se cuenta que
cuando Wotan, agotado, estaba a punto de ser atrapado por Suttung en forma de
águila, soltó parte del hidromiel en forma de un apestosa y húmeda ventosidad
que se estrelló en la cara del gigante entorpeciéndole lo suficiente como para
permitir que Wotan atravesara a salvo las puertas de Asgard. Por lo tanto
recuerde que, aunque nadie ha querido degustar el hidromiel que salió por el
trasero del dios, cuando escuche a algún bardo componer versos mediocres o
contar malas historias, ya se puede usted imaginar cuál de los dos hidromieles
habrá probado.
Y con esa última frase dio por concluida la historia.
Yo, que había estado absorto escuchándolo, me di cuenta que había
anochecido y que estábamos solos en la terraza tenuemente iluminada por los
faroles, con el gran río a un lado y los jardines que rodeaban la población al
otro. Los grillos cantaban indiferentes y una tenue bruma comenzaba a formarse
en torno a la orilla.
El anciano dio un largo trago a su copa vaciándola,
giró su rostro hacia mí, contempló sonriente mis ojos de asombro y con un deje
de ironía en la voz me dijo:
- Supongo que, para las mentalidades
pusilánimes actuales, el consumir un producto originado de la fermentación de
la miel mezclada con la sangre de un héroe, que a su vez fue creado con la
mezcla de las salivas de un grupo de bárbaros salvajes y que ha sido conservado
en múltiples recipientes de dudosa salubridad, incluida las entrañas de un
águila, no debe de ser plato de buen gusto, nunca mejor dicho. Pero así eran
los antiguos germanos y sus legendarios dioses.
Y dicho lo cual se incorporó del asiento y
a la luz de los faroles que iluminaban la terraza pude ver por primera vez
completamente su rostro. Su sonrisa era franca, amable y complacida, y mientras
me miraba alternativamente a mí y a mi copa vacía con su único ojo sano, me
dijo a modo de despedida:
- Así pues, ahora que ha degustado la
dulce inspiración en forma de nuestra antigua bebida, no le queda otra que
contar grandes y hermosas historias.
Y llevándose una mano al ala del sombrero,
se dio la vuelta y se perdió en la noche dejándome boquiabierto y con la copa
vacía en la mano.
Publicado por Balder
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