domingo, 4 de febrero de 2024

Los Escaldos y el Hidromiel

 

Era la primera vez que veía el Rin. Ese río casi mitológico del que tantas historias había leído y escuchado. Y no pude evitar que mi imaginación volara mientras contemplaba sus doradas aguas a la luz del atardecer.

El brillo de los rayos del sol reflejados sobre su caudalosa corriente me hizo evocar tesoros escondidos, enanos codiciosos, monstruos invulnerables y héroes trágicos. Historias crueles y duras sin más moraleja que descubrir que todo el universo y todos los seres que lo habitan, desde los simples mortales, pasando por los héroes y hasta los dioses, están ligados a la fatalidad.

Me senté en una terraza junto al río e, inspirado por los míticos recuerdos, pedí al camarero una copa de hidromiel.

Mi alemán no es muy bueno, pero cuando el camarero me puso la copa con el licor sobre la mesa, acerté a entender en su alegre comentario, que aquella era la bebida de los héroes y de los “skalden”.

Yo ya sabía que según la mitología nórdica el hidromiel es la bebida de los dioses y de los héroes caídos en combate, pero no recordaba que fuera también la de los escaldos, los poetas guerreros creadores de las sagas legendarias.

No tengo el recuerdo de haber expresado aquellos pensamientos en voz alta, y menos en alemán, pero el caso es que alguien me respondió desde la mesa contigua:

- No es que sea la bebida por excelencia de los poetas, es que, si son ciertas las leyendas, es el origen de los mismos bardos. Y sin ella no existirían los narradores de historias.

Me giré hacia la voz y vi que procedía de un anciano, sentado a la mesa contigua a la mía, que degustaba otra copa de hidromiel. No me había percatado de su presencia hasta que se decidió a contestar a mis meditaciones. Y era extraño porque dudo que aquel hombre pudiera pasar desapercibido en lugar alguno. Aun sentado se podía percibir que era un individuo alto, extremadamente alto. Vestía un ajado gabán oscuro y en su cabeza portaba un sombrero tipo fedora, pero de ala ancha, que oscurecía parcialmente su rostro barbado. Apoyaba su mano derecha en un bastón con empuñadura metálica con forma de águila, mientras sostenía con la izquierda la copa de hidromiel. Pero, por encima de cualquier otra consideración, su figura emanaba porte y elegancia.

Observé como sonreía bajo el ala del sombrero y, tras dar un largo trago a su bebida, continuó diciéndome.

- Si lo desea y si no tiene prisa, le contaré la historia. ¿Entiende bien el alemán? Porque usted no es de estas tierras, ¿verdad? ¿De dónde procede?

- Soy español. - Acerté a contestarle al singular anciano. - Y sí, aunque mi alemán es un poco limitado, estaría encantado de escucharla.

- ¡Ah, Spanien! Tierra de Celtas, de Suevos y de Godos. - Dijo pasando sin dificultad a un perfecto castellano, aunque con un suave acento germánico. - No se preocupe. Puede que la historia pierda un poco de color en otra lengua, pero no disminuirá ni su épica ni su fuerza. Porque está historia, como la propia poesía, es una historia de pactos y de traiciones, de luchas y de persecuciones, de estupideces y de mentiras, de muertes y de seducciones. Una historia que sería apreciada por los antiguos griegos y hasta por los primeros romanos, pero que hoy en día no puede ser comprendida bajo la mentalidad melindrosa y biempensante que impregna el mundo moderno. Espero que usted la estime en su justa medida. - Y sin más comenzó la narración.

- Cuentan que hubo una cruenta e interminable guerra entre los Aesir, los dioses guerreros, y los Vanir, los dioses de la tierra y de la fertilidad. Tras combatir durante largo tiempo descubrieron que ningún bando podía vencer al otro. En primer lugar porque sus fuerzas estaban igualadas y en segundo porque además descubrieron que se necesitaban los unos a los otros. Así que optaron por negociar la paz. Tras llegar a un acuerdo, decidieron sellarlo escupiendo todos, tanto los Vanir como los Aesir, en un cuenco en el que, al mezclarse sus salivas, el pacto se convirtiera en eterno e inquebrantable.

Después del festín correspondiente, (los antiguos germanos, al igual que sus compatriotas españoles, todo lo formalizaban en torno a la comida y a la bebida), se planteó que hacer con la mezcla de las salivas. Y Freyja, la hermosa diosa del amor, de la brujería y de los partos, señora de las Valkirias, moldeó y transformó la saliva en un hombre a quien el viejo Wotan le puso el nombre de Kvasir.

Y Kvasir, surgido de la saliva de los Vanir y de los Aesir y de la nueva alianza tras la larga guerra, resultó ser el más sabio de todos los seres vivientes. Y acabó siendo amado y respetado por todos los dioses, tanto por su sabiduría como por poseer el don de la poesía. Además demostró ser un gran viajero al que le encantaba recorrer todo Midgard y descubrir nuevos lugares e historias que contar. Y como entre sus múltiples cualidades también se hallaba la generosidad, disfrutaba compartiendo su don con todo el mundo, con dioses y con mortales, con ricos y con pobres, con nobles y con siervos, y al fin y al cabo con todos los seres cualquiera que fuera su raza o condición. Y por donde quiera que iba respondía con su sabiduría a cuantas cuestiones se le planteaban y lo mismo narraba la vida de los dioses que las aventuras de los héroes. Igual contaba cuentos infantiles que epopeyas legendarias. Y así alegraba la vida y hacía felices a las gentes.

Pero no todo el mundo amaba a Kvasir. Sabido es que la raza de los erdzwerge, los enanos, aunque afanosos mineros y hábiles artesanos, es en extremo envidiosa y codiciosa. Y entre ellos, los hermanos Fjlar y Galar eran especialmente rencorosos y taimados. Y con intenciones encubiertas invitaron a Kvasir a visitar su hogar excavado en la montaña. Y Kvasir, cándido y bondadoso, les siguió hasta su caverna sin sospechar las aviesas intenciones de los enanos.

En cuanto lo tuvieron a su merced en su morada, se apresuraron a matarlo y a drenar su sangre en tres recipientes para extraer con ella la sabiduría y las habilidades del bardo. Los enanos calentaron la sangre al fuego, la mezclaron con miel y con ciertas bayas especiales, y dejaron que fermentara. Y así obtuvieron un hidromiel mágico que otorgaba el don de la poesía y convertía en escaldo a cualquiera que bebiera de él.

Orgullosos de su infame proeza y avariciosos como eran, escondieron el fantástico hidromiel en una gruta y partieron en busca de nuevas aventuras, sabiendo que ahora poseían el don de la poesía que les permitiría glosar en forma épica o lírica sus hazañas. Y para que no sospecharan de ellos, hicieron correr el rumor de que el escaldo Kvasir había muerto ahogado en su propia sabiduría.

En sus andanzas habían conocido a Gilling el gigante, un individuo bonachón y un tanto bobalicón, al que enredaron para que los llevara en su bote al centro de un lago, donde sospechaban que podría haber minerales preciosos. Pero, en cuanto llegaron allí, Galar volcó el bote consiguiendo así que se ahogara el gigante, que no sabía nadar. Mientras, los dos enanos, subidos sobre la quilla de la embarcación, regresaron a la orilla convencidos de que así nadie conocería sus secretos.

Pero como no estaban seguros de que Gilling no le hubiera contado algo a su esposa, se dirigieron a la casa del gigante y llamaron a gritos a la mujer, diciéndole que su marido se estaba ahogando. En cuanto la giganta salió corriendo por la puerta, Fjlar, que se había colocado en el tejado de la casa, le arrojó una rueda de molino y la mató.

Los enanos exultantes, saltaban y bailaban en torno al cadáver de la giganta, regocijándose por su éxito y su astucia cuando los sorprendió otro gigante, Suttung, que era hijo de la pareja asesinada. Suttung era más inteligente que sus padres, lo que no es mucho decir, así que cuando vio a los enanos brincando en torno al cadáver de su madre adivinó lo sucedido. Presto como un lobo, agarró a los enanos, uno con cada mano, y se adentró con ellos en el mar para atarlos a una roca que todos los días quedaba sumergida con la marea alta. Su intención era verlos ahogarse lentamente para vengar así la muerte de sus padres.

Los enanos, al verse atados a la roca, conforme la marea iba subiendo y comenzando a lamer sus luengas barbas, gritaron y sollozaron aterrorizados y le prometieron a Suttung que le darían lo que quisiera si los devolvía sanos y salvos a tierra firme.

El gigante, que había oído hablar del hidromiel mágico, consideró que arrebatarles su bien más preciado a aquellos enanos avariciosos sería también un castigo lo suficientemente cruel como para resarcirse de su pérdida. Así que les hizo prometer a ambos hermanos que le darían los tres frascos del hidromiel mágico a cambio de sus miserables vidas. Y los enanos, aunque temblando de rabia y de codicia, no tuvieron otro remedio que hacerlo en cuanto el gigante los depositó a salvo en la orilla. Y tras que los enanos, a regañadientes, cumplieran con lo pactado, Suttung procedió a esconder su nueva posesión en la cueva más profunda de una enorme montaña llamada Hnitbiorg. Selló la entrada de la gruta con una inmensa piedra y puso a su hija Gunmlod a vigilar su recién adquirido tesoro día y noche.

Pero Suttung no era el único que había oído hablar de aquella bebida prodigiosa. Hugin y Munin, los cuervos de Wotan, le contaron al viejo dios tuerto toda la historia del hidromiel mágico creado con la sangre del bardo y como había acabado en manos del celoso gigante.

 Y Wotan decidió apropiarse como fuera de aquel extraordinario brebaje, pues sólo se consideraba a si mismo digno de poseer y administrar tan magnífico licor. Y es que el viejo dios nunca estuvo precisamente falto de autoestima.

 Así que se puso su disfraz preferido, el de viajero errante, se encasquetó su sombrero y se dirigió a Jötunheim, la tierra donde habitan los gigantes.

 Caminando por aquellas regiones y mientras discurría como hacerse con el tesoro, llegó hasta unos gigantes campesinos que estaban segando heno. Aquellos individuos eran siervos de Baugi, a la sazón hermano de Suttung, un sujeto tan “avispado” como los padres de ambos. Entabló conversación con ellos y, como quien no quiere la cosa, les hizo ver que tenían las guadañas muy embotadas y que si estuvieran afiladas podrían concluir mucho más rápidamente su labor. Y se ofreció a afilárselas él mismo. Los sirvientes aceptaron de buen grado el ofrecimiento y contemplaron como el viajero se apresuraba a sacar una piedra de amolar con la que en un periquete dejó las guadañas extraordinariamente afiladas. Al ver lo bien que habían quedado las herramientas le suplicaron que les cediera o que les vendiera tan excelente piedra. A lo que el viajero, tras soltar una carcajada, se la arrojó mientras les decía, “¡Quién pueda cogerla, que se la quede como regalo!” Los ingenuos siervos lucharon unos contra otros intentando hacerse con el presente, y en la pelea con aquellas guadañas extremadamente afiladas se infringieron tan severos tajos que en apenas unos instantes yacían todos muertos sobre el prado.

Después de contemplar aquella inútil refriega y tras recuperar su piedra de afilar, Wotan se dirigió hacia la casa de Baugi donde se presentó como Bolverkr y solicitó hospedaje por una noche. El gigante acogió al viajero, le sentó a su mesa y compartió con él su comida. Y mientras así se hallaban les llegó la noticia de la muerte de los sirvientes. El anfitrión se incorporó furioso al recibir la aciaga nueva y comenzó a quejarse de su mala suerte y de la desconsideración de sus esclavos, a los que no se les ocurría otra cosa que matarse unos a otros dejándolo sin efectivos para recoger su heno y almacenarlo. El viajero lo miraba sonriente y, tras dejarlo regodearse en su miseria durante un tiempo, se ofreció para sustituir a los siervos, asegurando que realizaría el trabajo de todos ellos en mucho menos tiempo y tan solo por un trago del hidromiel de su hermano.

Baugi, desesperado, se apresuró a aceptar el trato, seguro de que aquel extraño sería incapaz de cumplir su parte en el tiempo acordado y de que mientras aquel fanfarrón intentaba aquella hazaña imposible, dispondría de un obrero gratis hasta que consiguiera otra mejor solución para sus desgracias. A la mañana siguiente Wotan, o mejor dicho Bolverkr, se puso a trabajar con tal denuedo y entusiasmo que, mucho antes de que se cumpliera el plazo acordado, todo el heno de las tierras del gigante estaba segado y almacenado en los graneros. Y Baugi sintió que la angustia ahogaba cualquier felicidad que pudiera percibir por ver todo su heno a salvo. Porque comprendió que le iba a ser muy difícil cumplir con el acuerdo pactado.

Intentó disculparse con su huésped, alegando que su hermano nunca dejaba entrar a nadie en la caverna, ni tan siquiera a él.

No obstante, tanto insistió el extraño, que Baugi fue a solicitarle a su hermano el trago comprometido. Pero Suttung, que como he dicho era bastante más inteligente, se enfureció ante aquella propuesta y le hizo ver a Baugi que solo un dios podría haber conseguido realizar tan extraordinaria proeza, y que hasta un memo como él debía recordar la enemistad que había entre dioses y gigantes desde el principio de los tiempos. Así que despidió a su hermano de malos modos, sugiriéndole que él hiciera lo propio con el tal Bolverkr.

Pero Baugi, aunque odiaba a los dioses tanto como su hermano, no se atrevió a romper una promesa realizada formalmente, ni a traicionar a quien era todavía su huésped. Pues ello contravenía las más antiguas y sagradas leyes de la hospitalidad. Así que regresó junto al forastero y le contó la contestación de Suttung. Lejos de amilanarse por la negativa, Bolverkr sonrió y le dijo, “pues si no nos deja entrar por las buenas, tendremos que intentarlo de otra forma”. Y le convenció de que lo llevara hasta la cueva donde estaba guardado el hidromiel.

Baugi, llevó a regañadientes al extranjero hasta el escondite de su hermano, aunque dando el rodeo más largo que pudo. Lo cierto es que el gigante se encontraba cada vez más apesadumbrado y sentía sobre su conciencia una carga insoportable, pues si ayudaba a Bolverkr estaría traicionando a su propia sangre y posiblemente ayudando a un enemigo, pero si no lo hacía estaría rompiendo una promesa sagrada, por mucho que hubiera sido hecha en un momento de debilidad. Así que por el camino intentó discurrir en su necia y calenturienta mente una solución que le permitiera cumplir la promesa sin traicionar a su hermano.

En cuanto llegaron a la montaña Hnitbiorg comenzaron a escalarla hasta que les pareció oír, entre el ulular del viento, una dulce melodía que procedía del interior de la roca. Bolverkr le preguntó al gigante que era aquel canto, a lo que este le respondió que debía de ser su sobrina encerrada junto al hidromiel. Ante lo cual dijo el viajero: “Entonces este es el sitio”, y sacó de su bolsillo un taladro prodigioso llamado Rati y le indicó a Baugi que lo empleara con todas sus fuerzas para hacer un agujero en la montaña. El gigante le obedeció y muy pronto había hecho un profundo orificio en la roca. Pero Bolverkr sospechó que Baugi no había taladrado lo suficiente como para alcanzar la estancia escondida, y para comprobarlo sopló en el agujero. El polvo y los fragmentos de roca de su interior volvieron hacia él, en lugar de salir por el extremo opuesto. Así descubrió que su acompañante le estaba intentando engañar. Le pidió que taladrara nuevamente y cuando volvió a soplar, el polvo y los fragmentos volaron esta vez hacia adentro. Bolverkr, inmediatamente, se transformó en una serpiente y, cuando se introducía por el agujero, Baugi intentó clavarle el taladro con la idea de matarlo, pero falló. La serpiente se deslizó rauda por el túnel, dejando al gigante apesadumbrado por sus acciones y sin saber que hacer. El ofidio llegó hasta una oscura caverna donde se transformó de nuevo en un enorme y joven gigante.

En cuanto su único ojo se acostumbró a la penumbra, descubrió a Gunnlod, la hija de Suttung, sentada junto a los tres frascos de hidromiel mágico.

La giganta, al verlo aparecer de la nada le preguntó intrigada: “¿Quién eres y que haces aquí?”

Wotan se le acercó con su mejor sonrisa y le contestó: “Soy Bolverkr, un viajero que, habiendo oído hablar de la belleza, del valor y de la virtud de Gunnlod, hija de Suttung, quería contemplarla aunque en ello me fuera la vida”. La giganta sonrojada solo acertó a decir: “Yo soy Gunnlod, ¿Crees que ha merecido la pena arriesgarte a morir por contemplarme?” A lo que Bolverkr respondió: “Más de lo que hubiera imaginado. Ojalá tuviera el talento de los escaldos para hacerle honor a tu belleza con mis palabras”. Y contradiciendo su última afirmación, le habló con tal dulzura, elogiando su belleza de tal forma, que finalmente ambos acabaron abrazados, besándose y dejándose llevar por la pasión. No fue aquella una de las hazañas más complicadas ni la más admirable de las realizadas por el viejo Wotan, pues Gunnlod llevaba largo tiempo sola y lo cierto es que no era la más lista de su familia.

Cuando ambos estuvieron satisfechos y agotados, Bolverkr miró a los ojos de la giganta con gran pesar. “¿Qué te sucede, amor mío? ¿Acaso no te he complacido?” Le preguntó la giganta. “No, todo lo contrario”. Respondió él. “Lo que sucede es que nunca podré hacerle justicia a tu belleza con mis pobres palabras y mis escasas habilidades poéticas. Si al menos pudiera dar un solo sorbo al hidromiel mágico de tu padre, compondría un poema sobre ti, tan hermoso, que hasta las Valkirias sentirían envidia al escucharlo. Pero ¿quién sabe dónde lo guardará?” “Mi padre guarda su hidromiel en esta gruta”. Le confesó ella. “Pero no me permite dárselo al primer desconocido que se presente ante mí, por mucho que sea para componer una oda a mi belleza. Aunque es una pena porque mis atractivos bien lo merecen”. Y diciendo esto lo abrazó de nuevo y comenzó a besarlo apasionadamente.

Cuando se recompusieron del nuevo encuentro, Bolverkr mirándola a los ojos le dijo: “Ojalá pudiera beber, aunque solo fuera un sorbo de hidromiel, para disponer del suficiente talento con el que componer un poema sobre ti que fuera recordado por gigantes, hombres y dioses, como sinónimo de belleza, hasta el mismísimo Ragnarök.” “Oh, amor mío,” respondió ella, “no sabes cuanto me complacería, pero hasta la falta de un sorbo sería detectado por mi padre. Pero no te aflijas más”. Y volvió a besarlo de forma desenfrenada.

Por tercera vez satisficieron su pasión y su deseo hasta caer exhaustos sobre el improvisado lecho en el que Bolverkr rompió a llorar desconsolado. ¿Qué te sucede mi amor? Le preguntó un tanto preocupada la giganta. “Que merezco la más cruel de las muertes. Pues después de haberme extasiado con tu belleza y con tu pasión, soy incapaz de componer un solo verso sobre la perfección de tu hermosura, sobre tu gracia o sobre tu arrebatadora concupiscencia. Si al menos pudiera tomar un pequeño sorbo del hidromiel de tu padre...” Gunnlod lo miró apesadumbrada, y cogiéndolo de la mano lo llevó hasta las tres vasijas que contenían la bebida mágica. Bolverkr sonriente la miró y le dijo: “Sólo un sorbito de cada recipiente para poder componerte tres poemas imperecederos”. La giganta asintió, pero con cada sorbo, Wotan vació, una a una, las tres vasijas. Gunnlod horrorizada descubrió entonces el engaño y se lanzó sobre su amante para atacarlo, pero este, raudo como la ardilla Ratatöks, abandonó la caverna, cerrándole la puerta en las narices a la enfurecida giganta. Presto se transformó en un águila y se dirigió volando pesadamente hacia Asgard, satisfecho por su hazaña y llevando en su buche todo el preciado hidromiel.

Entretanto Suttung, no está claro si avisado por su arrepentido hermano Baugi, o al escuchar los alaridos coléricos e indignados de su disgustada hija, llegó a las faldas de la montaña temeroso de haber sido despojado de su tesoro. Y en cuanto vio a aquella enorme águila alzar el vuelo desde la boca de la caverna, adivinó lo que había sucedido y que estaba siendo robado por algún dios disfrazado.

Él mismo se transformó en águila y voló veloz en pos de la otra ave, que cargada por el peso del hidromiel no podía volar muy rápido. Wotan observaba como el gigante le ganaba terreno y haciendo un último y supremo esfuerzo tensó sus alas y se enfiló hacia las puertas de Asgard. Allí Donar, el hijo de Wotan, que lo había contemplado todo desde la altura, dispuso tres cubas enormes y delante de ellas una gran pila de madera. En cuanto el agotado Wotan cruzó el montón de leña vomitó todo el hidromiel en las cubas, poniéndolo a salvo del gigante, mientras Donar le prendía fuego a la madera creando un muro de fuego contra el que se estrelló Suttung que, cegado por el humo y quemado por las llamas cayó indefenso y sollozante a la tierra.

Desde entonces y hasta el día de hoy el hidromiel mágico ha permanecido custodiado en Asgard por los dioses. Y ocasionalmente, el viejo Wotan le otorga generosamente un trago de hidromiel a algún mortal que así es favorecido con el don de la poesía, de la narrativa y con la capacidad de componer las grandes sagas y las más maravillosas historias.

Tras una pausa dramática, el anciano finalizó el relato diciendo:

- No obstante, también se cuenta que cuando Wotan, agotado, estaba a punto de ser atrapado por Suttung en forma de águila, soltó parte del hidromiel en forma de un apestosa y húmeda ventosidad que se estrelló en la cara del gigante entorpeciéndole lo suficiente como para permitir que Wotan atravesara a salvo las puertas de Asgard. Por lo tanto recuerde que, aunque nadie ha querido degustar el hidromiel que salió por el trasero del dios, cuando escuche a algún bardo componer versos mediocres o contar malas historias, ya se puede usted imaginar cuál de los dos hidromieles habrá probado.

Y con esa última frase dio por concluida la historia.

Yo, que había estado absorto escuchándolo, me di cuenta que había anochecido y que estábamos solos en la terraza tenuemente iluminada por los faroles, con el gran río a un lado y los jardines que rodeaban la población al otro. Los grillos cantaban indiferentes y una tenue bruma comenzaba a formarse en torno a la orilla.

El anciano dio un largo trago a su copa vaciándola, giró su rostro hacia mí, contempló sonriente mis ojos de asombro y con un deje de ironía en la voz me dijo:

- Supongo que, para las mentalidades pusilánimes actuales, el consumir un producto originado de la fermentación de la miel mezclada con la sangre de un héroe, que a su vez fue creado con la mezcla de las salivas de un grupo de bárbaros salvajes y que ha sido conservado en múltiples recipientes de dudosa salubridad, incluida las entrañas de un águila, no debe de ser plato de buen gusto, nunca mejor dicho. Pero así eran los antiguos germanos y sus legendarios dioses.

Y dicho lo cual se incorporó del asiento y a la luz de los faroles que iluminaban la terraza pude ver por primera vez completamente su rostro. Su sonrisa era franca, amable y complacida, y mientras me miraba alternativamente a mí y a mi copa vacía con su único ojo sano, me dijo a modo de despedida:

- Así pues, ahora que ha degustado la dulce inspiración en forma de nuestra antigua bebida, no le queda otra que contar grandes y hermosas historias.

Y llevándose una mano al ala del sombrero, se dio la vuelta y se perdió en la noche dejándome boquiabierto y con la copa vacía en la mano.



Publicado por Balder

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