domingo, 21 de enero de 2024

Una vuelta al cuello de la camisa I

Alguna noche suena el teléfono de la guardia localizada y acudo al hospital. Me gusta conducir de madrugada por la ciudad vacía de gente y coches. Recorrer las calles silenciosas con la radio apagada e impregnarme de los recuerdos que asoman a mi paso. A veces pienso que los rincones se confabulan para provocarme, me lanzan guiños cómplices en un coqueteo extraño con el que pretenden llamar mi atención. Llamar mi atención y despertar a la persona que un día fui, del largo letargo en el que estoy sumida desde que decidí borrar para siempre de mi memoria el dolor y el rencor acumulados durante años contra esta ciudad, a la que no sé muy bien por qué decidí regresar.

También me gusta caminar por los pasillos silenciosos del hospital, oír el eco de mis propios pasos como un compañero sigiloso que me hace sentir bien, segura y tranquila a pesar de la profunda soledad que esos pasillos irradian de madrugada. Al contrario que a muchos compañeros, no me dan miedo, no despiertan en mi interior fantasmas extraños ni me hacen pensar en delincuentes escondidos en cualquier rincón. El sufrimiento que guardan esos muros parece dormido también de madrugada, aunque sé muy bien que estoy allí porque solo lo parece, porque detrás de las puertas cerradas, del ruido rítmico de los monitores y del olor a café del estar de enfermería se esconden el dolor, la esperanza y la desesperanza de otros seres humanos.

Javier insiste en que podemos irnos cuando queramos, pero muchas veces me siento prisionera de mi propia historia, de las calles, los comercios y las personas con las que me cruzo al caminar. Es como si no pudiese marcharme definitivamente de aquí si no logro enfrentar cara a cara a todos y cada uno de los fantasmas que aún me limitan.

No quiero que mis hijos crezcan aquí, pero a la vez deseo fervientemente que lo hagan y que comprendan porque hubo un tiempo en el que con sus defectos y sus virtudes amé esta ciudad, esta tierra y a esta gente extraña que puebla mi paisaje interior para siempre.

Intento no pensar, no regodearme en las cosas malas que me tocó vivir, intento disfrutar del reencuentro con mis viejos amigos, de las risas, de la proximidad a mi familia, de la luz plácida del atardecer frente al mar, pero sigo teniendo la sensación de que queda pendiente en el aire el duelo definitivo, el instante en el que mate o muera para lograr mi libertad.


Publicado por Farela

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