domingo, 3 de septiembre de 2023

La abuela Consuelo y la comida de primos

Cuando me acuerdo de la abuela Consuelo mi memoria se llena de imágenes repletas de colores y olores agradables y confortables. Recuerdo su expresión afable y maternal y su larga melena negra que peinaba y recogía en un moño con incontables horquillas. Recuerdo desayunos cálidos con olor a leche hervida en una cocina de carbón. Recuerdo mañanas en el mercado con olor a pescado fresco y a verduras. Recuerdo tardes de costura y radionovela con olor a recortes de telas y a plancha. Recuerdo fábulas de Samaniego recitadas con su tranquila y cadenciosa voz.

Pero, por encima de todos esos recuerdos, los que más me vienen a la mente, son recuerdos de tardes y noches de fin de semana con toda la familia reunida y disfrutando en su cocina o en la pequeña sala de estar. A veces los pequeños nos desmarcábamos y jugábamos fuera mientras los mayores, mis tíos, mis padres y mis abuelos conversaban alegremente y consumían las horas vespertinas del fin de semana.

Mi abuela era una mujer fuerte, capaz de enfrentarse epistolarmente con un arzobispo a lo largo de años, a pesar de ser fervientemente religiosa; de recuperar el contacto con familiares que emigraron y que parecían perdidos; de cuidar de sus padres, de sus hijos, de su sobrina huérfana de padre y de cualquier otro familiar o persona que la pudiera necesitar; de mantener unida a su familia en momentos duros de enfermedad o muerte; o de poner firme a cualquiera de su prole cuando lo consideraba necesario.

Era una mujer culta para su tiempo, autodidacta, que leía todo lo que caía en sus manos, bien fueran revistas religiosas a las que estaba subscrita, periódicos o libros, comprados o prestados, con los que entretenía a sus hijos leyéndoselos al calor del hogar. Todo ello le permitió tener siempre su propia y firme opinión y el poder intervenir en cualquier conversación independientemente de cuál fuera el tema o la discusión. Y hasta participar, con relativo éxito, en alguno de los concursos de la radio de su época.

Era una mujer trabajadora y muy alegre a la que pocas cosas le hacían perder la sonrisa. Lo mismo se enfrentaba a las tareas de la casa, donde por cierto era una excelente cocinera, que ayudaba a sus hermanas, trabajaba en el campo, amasaba panes, o cosía camisas y pañitos.

Era una mujer valiente a la que no se le ponía nada por delante, capaz de enfrentarse a cualquier acontecimiento por duro que fuera. Creo que solo tenía miedo a no sentirse lo suficientemente fuerte como para no poder afrontar la lucha de cada día, o para no poder seguir atendiendo y protegiendo a todos los suyos. O a que alguien pudiera percibir y echarle en cara esa debilidad.

Pero por encima de todo era extraordinariamente cariñosa con sus hijos y con sus nietos, lo que unido a su saber y a que era tremendamente mañosa, le permitía entretenernos contándonos toda clase de historias o ayudándonos a montar cualquier trabajo manual o el Belén al llegar la Navidad. Un Belén en el que las cabras y sus cabritillos triscaban por montañas de corcho, las ovejas se apacentaban en praderas de musgo, los patos nadaban en ríos de cristal y el pozo podía tener por cubo un dedal reconvertido. Y todo el conjunto, incluido el Pesebre y la escena de la Anunciación, que siempre fue mi preferida, se iluminaba con diminutas bombillas intermitentes que lo mismo simulaban el fuego de la lumbre de los pastores, los hogares de las casitas, o el resplandor del misterio del Nacimiento.

Mi abuela era una especie de “matrona romana”, en el mejor sentido de la expresión, amante y tenaz protectora de su familia, cuya máxima felicidad era mantener a toda su prole, a sus hijos, a sus hijos políticos y a sus nietos, (a toda su “cluecada”), a su alrededor.

Tras su muerte las reuniones familiares se mantuvieron unos años, pero con el irremediable paso del tiempo y conforme sufrimos otras dolorosas pérdidas, se fueron distanciando y reduciéndose a contadas celebraciones extraordinarias. Aunque he de decir que el contacto entre toda la familia se ha mantenido razonablemente estrecho. Tanto es así que, desde hace ya unos cuantos años, los primos de mi rama paterna, junto con nuestras respectivas familias, intentamos reunirnos una vez al año, (cuando las pandemias mundiales nos lo permiten), generalmente alrededor de las fechas de Navidad, pero esquivando los días más señalados, para comer o cenar todos juntos. En los últimos años además hemos incluido a nuestros padres. Es un momento de reencuentro en el que tienes la oportunidad de conversar y de disfrutar de la compañía de unos y de otros. Con algunos durante más tiempo y con otros menos, en dependencia de lo que las circunstancias, la colocación en las mesas y las coyunturas te permiten. Un momento para contarnos como nos va la vida y para intercambiar informaciones, recuerdos, alegrías y también preocupaciones. De echar de menos a los que ya no están y de ir incorporando al clan a los que van llegando. Es una oportunidad para seguir notando que formamos parte de un todo. De sentirnos familia. Supongo que somos un poco como una tribu. Al fin y al cabo somos celtiberos y mediterráneos y nos va la marcha.

He de reconocer que me lo paso muy bien y que disfruto de esas comidas, de esos encuentros y de esas conversaciones, y que hasta se me hacen cortos. Y creo que no soy el único, porque al fin y al cabo llevamos realizándolas años y seguimos asistiendo todos, siempre que las circunstancias nos lo permiten.

Además, estoy convencido de que todos los que nos han ido dejando a lo largo de los años, incluida mi abuela Consuelo, se alegrarían y disfrutarían de esas reuniones, de esas comidas, de esas sobremesas y de esos coloquios como el que más.

Es más, estoy seguro de que en esas reuniones la abuela Consuelo y todos los demás nos acompañan, que están a nuestro lado y que se regocijan y se divierten junto a nosotros, que charran entre ellos y que comprueban, año tras año, que lo hicieron bastante bien.


Publicado por Balder


2 comentarios:

  1. Los que quedamos, afortunadamente muchos, de mi rama materna hemos iniciado también esa costumbre, las “Sanjuanadas”. Yo creo que un poco son la expresión de la nostalgia de la infancia que nos empieza a pesar a los cincuentones. Mi abuela estaba enferma y en absoluto recuerda a la tuya, pero de algún modo sí nos sentimos miembros de un clan. Esa sensación de pertenencia a un grupo reconforta el alma.

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  2. Gracias José por ese recuerdo bonito que le dedicas a la abuela , precioso. Muchos besos

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