Tengo una amiga, una buena amiga, con la que casi nunca puedo quedar. Las dos vamos por la vida resolviendo el momento como buenamente podemos y nuestros encuentros son casi siempre al vuelo, a la carrera, entre hueco y hueco, llenando algún que otro momento de soledad, pero siempre intentamos estar ahí cuando hace falta.
Estos días tuvimos
uno de esos encuentros misteriosamente largo, en él limpiamos juntas unas
cuantas telas de araña del pasado, aireamos algún trapillo sucio que todavía
nos daba alergia y nos echamos unas risas al final.
Mi amiga pasó una
mala racha hace unos meses, quizá más personal que otra cosa, una de esas
crisis de identidad que a veces te sorprenden sin saber cómo ni porqué. Me
cuenta entre risas, porque ahora ya es capaz de reírse, que lo peor de esos
malos momentos fue descubrir a cuanta gente de tu entorno le importa un comino
lo que te pasa. "Es curioso, no tenía ganas de hablar con nadie, pero a la
vez esperaba casi con ansiedad alguna llamada que nunca llegó", me dice con
un rictus ahora un poco más amargo.
"Hace tiempo que
comprendí que el único modo de ser feliz es no esperar nada de nadie, ni bueno
ni malo. Te haces un favor a ti mismo y se lo haces a los demás. No me parece
justo trasladar tus expectativas vitales a otros ni responsabilizarlos de lo
que te pasa. Aun así, de vez en cuando no consigo vencer esa tendencia innata
al ser humano y caigo en la tentación; sufro mucho cuando deposito mis
esperanzas en alguien y las defrauda, pero puedes creerme si te digo que sufro
mucho más cuando lo que espero de una persona es que me defraude y lo hace una
vez más. Hay amigos, conocidos, familiares... que siempre están ahí y hay otros
que siempre te fallan. Por eso es tan importante buscar la paz y esa poquita de
felicidad que te toque dentro de ti misma, y no a expensas de los demás".
Me pareció una muy
buena reflexión, como todas las que hace cuando la vida le deja. Ojalá la
práctica fuese tan sencilla como la teoría.
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