“Sin música la vida sería un error”
Friedrich Nietzsche
La música siempre me ha parecido la más maravillosa y al mismo tiempo la más misteriosa de todas las artes clásicas. Quizá solo sea porque es la única que me resulta imposible de crear. Apenas soy capaz de reproducir, a duras penas, melodías que otros idearon.
Nunca
me ha costado dibujar ni esculpir, aunque solo sea aceptablemente. Mi
imaginación ha ideado toda clase de historias y de cuentos, lo que me fue especialmente
útil para paliar el voraz insomnio de mi hija, cuando era una niña. He diseñado
y realizado, más por entretenimiento de verano que por otra cosa, maquetas de
pequeñas construcciones y edificios. Y hasta en algún momento, especialmente
bochornoso e inconfesable de mi vida, hice mis pinitos intentando simular algo
parecido a una danza, aunque aquello avergonzaría incluso a un oso borracho. Pero nunca he sido capaz de improvisar una melodía ni con un instrumento,
ni con la propia voz. Si en el resto de artes no paso de ser un mediocre
aprendiz, en la música he de reconocer que soy un auténtico incapaz.
Por otra parte, supongo que una de las cosas que nos hizo humanos fue el ser
capaces de crear obras de arte. El intento de trasmitir nuestros sentimientos,
nuestros estados de ánimo y nuestras ideas a través de pinturas, esculturas,
historias, representaciones, e incluso construcciones. Y por supuesto a través
de la música. Y soy capaz de imaginarme a un antepasado nuestro intentando
plasmar su percepción del mundo, tanto del real como del mitológico, pintándolo en
la pared de una gruta, tallando un instrumento de uso cotidiano, narrando
historias, danzando en torno al acogedor y protector fuego nocturno, o incluso
decorando sus primitivos asentamientos. Pero me resulta casi fabuloso figurarme a
ese antepasado nuestro creando por primera vez unos sonidos que resultaran armónicos mediante murmullos, tarareos, silbidos, o con el ruido más o menos melodioso y
rítmico obtenido con alguno de sus objetos cotidianos. Y me parece igualmente
fantástico como esos sonidos, que quizá querían imitar el de la brisa entre los
árboles, o los de las olas del mar, o el del crepitar del fuego, o el del retumbar
del trueno, fueron capaces de trasmitir los sentimientos y las sensaciones de
su creador a sus contemporáneos hasta el punto de conseguir que aquellos
ancestros nuestros sintieran la ineludible necesidad de incorporarlos a su vida
y a su cotidianidad. Y me parece maravilloso como poco a poco, o tal vez desde
el inicio, esos sonidos, esas primitivas melodías, se metamorfosearon en arrullos para calmar a los bebés, en manifestaciones de alegría en las fiestas, en
oraciones ceremoniales para los dioses, en manifestación del orgullo de
pertenecer a una comunidad o del ardor guerrero, y en rituales para enamorar,
para celebrar la vida o para condolerse con la muerte.
Y está claro que esa fascinación y necesidad musical es casi universal. Porque aunque hay personas que opinan que la música es el menos molesto de los ruidos, frase posiblemente apócrifa atribuida a Napoleón Bonaparte, lo cierto es que la mayoría de los seres humanos empaquetamos con música todos los acontecimientos de nuestra vida, desde los más cotidianos a los más extraordinarios. Y así tenemos desde canciones de cuna en la infancia a réquiems en los funerales, pasando por diversas melodías en toda clase de celebraciones, verbenas, discotecas y hasta after hours; desde los multitudinarios conciertos a los que acudimos en masa, a las humildes músicas de ambiente en las salas de espera o en los ascensores, pasando por toda clase de tonos de móviles o de llamadas entrantes; desde la música que nos acompaña en viajes y paseos, a la que entonamos en juergas de borrachera, pasando por canciones de verano o de festivales internacionales... Hay que reconocer que toda nuestra vida está envuelta en una prolija banda sonora. Tal es así que parece que aborreciéramos el silencio.
Y por todo eso, por la omnipresencia de la música en nuestras vidas, junto con el
hecho de que es capaz de trasmitirnos toda clase de sentimientos y de empatizar
con todos nuestros estados de ánimo, es por lo que siempre me ha parecido una
expresión humana mágica, casi mística. Así que nunca me ha resultado extraño el
que la música forme parte de muchos mitos de la antigüedad en los que las melodías lo mismo encantan a los propios dioses, que vencen a la muerte, e
incluso hasta hacen surgir nuevas criaturas con la vibración de sus notas. Hasta
escritores como Tolkien, cuando idearon sus propias mitologías, imaginaron la creación
del universo mediante un cántico del Dios único o de los dioses, en el que las melodías de sus voces
iban generando el mundo y todos sus componentes.
Pero
es que recientemente hasta la física teórica nos da la razón a los que vemos en
la música algo mágico, espiritual y casi divino. Y es que, según la
teoría de cuerdas, las partículas elementales, los pequeños ladrillos que conforman el universo, tanto en la materia como en la energía, sólo son las
vibraciones de unos minúsculos filamentos que conformarían la urdimbre del cosmos. Y así los electrones, los fotones o los
quarks, no serían más que las diferentes formas en que vibran las diminutas
cuerdas que componen el sutil entramado del espacio-tiempo.
Así
que al fin he comprendido porque la música nos embriaga y nos emociona de esta
manera. Y es que toda la naturaleza y por lo tanto nosotros mismos, no somos
nada más que música tañida por la Creación, por el Cosmos, o por la
Providencia; música pulsada que transforma sus mágicas notas en materia, en
energía, en luz y en pensamiento.
Publicada por Balder
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