Todos
los domingos acudía a misa de nueve y media. Porque luego había que preparar la
comida para todos los suyos y arreglar la casa y las horas no daban más de sí.
Y es que ni en los festivos se permitía descansar.
Era
sorprendente ver a ese pequeño cuerpo, tan frágil y encorvado, no detenerse
nunca y permanecer siempre atareado, siempre activo y siempre sonriente mientras realizaba la compra del día, las tareas domésticas, o llevaba a los
nietos del colegio a las actividades, de las actividades al parque y del parque
a casa.
Siempre
ocupada, siempre apresurada y siempre aferrada a aquel viejo bolso en el que,
como si fuera el de la mismísima Mary Poppins, transportaba toda una vida. Un
bolso en el que se podía encontrar la compra del día, los libros y juguetes de
los nietos, recados de los hijos y sobre todo presentes y alegría para todos.
Y
siempre atareada, siempre radiante, aunque cada vez más menuda. Sobre todo en
los últimos años en los que la vida le había desgastado varios centímetros de
su ya pequeña estatura. Aunque eso no solo no había conseguido enlentecerla,
sino que parecía que con su diminuta talla cada día estaba más activa y
acelerada.
Y
tan afanosa y apurada estaba que un día, con las prisas, se dejó olvidado su
ajado y gastado cuerpo en una silla, como quien se deja un viejo abrigo
descuidado. Y se fue camino de la otra vida sonriente, ufana, sin percatarse
del olvido, dispuesta a enfrentarse a nuevos quehaceres y a atender a todo
aquel que pudiera necesitarla. Y de las cenizas de la muerte surgió el ángel
que siempre había estado escondido en aquel menudo y ajetreado cuerpo.
Publicado por Balder
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