domingo, 15 de enero de 2023

Semblanzas III

Mi abuelo materno ganó la guerra.

Mi abuelo paterno la perdió.

Mi madre eligió perderla con todos nosotros.

Cuando todo acabó ella podría haber vuelto a Valencia con sus tres hijos y de haberlo hecho así quizá nuestra vida habría sido muy diferente. Mi madre asumió con su estoicismo habitual las consecuencias de una decisión que provocó que durante algunas etapas vitales de las que, aunque no reniego si he de confesar que me avergüenzo, tanto mis hermanos como yo la atacamos duramente por lo que creíamos nuestros privilegios robados. Ahora sé que aunque mis abuelos nos habrían acogido con los brazos abiertos esta acogida no estaría exenta de preguntas a veces realizadas y otras no, preguntas que en este caso quedarían para siempre flotando en el aíre, haciéndolo denso e irrespirable hasta tal punto que mi madre y su espíritu indómito y libre acabarían ahogándose irremediablemente. Lo cierto es que ella jamás mostró la más mínima muestra de arrepentimiento por la decisión que había tomado y se cerró en banda alegando que cuando considerará que nos debía alguna explicación nos la daría sin dudar.

Durante muchos años le di vueltas a los motivos de mi madre, sin atreverme nunca a preguntarle si realmente la movió una ideología, un falso sentido del deber hacia la familia de mi padre o simplemente el amor que sentía por ellos. A lo largo del tiempo fue dejándonos pequeñas lecciones y grandes pistas para desvelar el misterio, pero fue tan solo unos días antes de fallecer cuando sentada con nosotros tres en la galería dibujó una sonrisa cansada y susurró: “Solo intenté seguir adelante con el sueño que vuestro padre y yo queríamos construir”.

Fuera como fuese lo cierto es que en lugar de volver a una vida cálida y acomodada en Valencia mi madre se armó de valor y se erigió en la capitana de un triste ejercito constituido por un suegro anciano y sus dos hermanas, un cuñado mutilado al principio de la guerra, una cuñada soltera y otra viuda, cinco sobrinos, tres hijos y la sombra permanente de mi padre, mis tíos Pedro y Blasco y mi tía Marta desaparecida en marzo del 39, poco antes de finalizar la guerra. Las invencibles huestes de María la Valenciana. Leales, como ella misma, peleonas, como ella misma, orgullosas, como ella misma… y muchas veces rebeldes hacia ella misma.  

La educación en casa de mis dos abuelos, si bien igual de estricta, era radicalmente opuesta en cuestiones fundamentales, o al menos eso nos parecía a mis hermanos y a mí.

La casa del abuelo Blasco y la abuela Mercedes se regía por un horario y una estructura casi cuartelaría en la que nadie podía desviarse lo más mínimo del rígido calendario que mi abuela y la nona Amparo diseñaban cada semana para toda la familia. El modo de vestirse, hablar, sentarse e interactuar por los demás se ajustaba a un protocolo que a duras penas habría podido soportar el mismísimo rey.  El tiempo de estudio y las normas algo anticuadas y nada liberales que aplicaban los maestros, los momentos en que los niños podíamos compartir espacio con los adultos y hasta las palabras que se podían o no decir formaban parte de un plan predeterminado que en ocasiones y al igual que la línea sucesoria de los reyes franceses parecía venir dictado de una altura muy superior a la nuestra y totalmente intangible.

Si bien las normas se relajaban en cuanto comenzaba a subir la temperatura, la atenta vigilancia de todo un ejército de servicio doméstico nos perseguía hasta la orilla del mar recordándonos con una mirada severa la línea imaginaria que nunca, jamás y bajo ningún concepto podríamos atravesar.

No se hablaba de política delante de las mujeres y los niños y las funciones de cada uno estaban claramente determinadas por su sexo y su escalafón familiar que constituía en sí mismo todo un estamento social.

Si de niños apreciábamos intensamente la libertad en casa del abuelo Pedro, de adolescentes, la tentadora complacencia de una vida de señoritos en la que nada había que pensar y muy poco que decidir estuvo a punto de inclinar la balanza de nuestras vidas lejos de Galicia y del que hasta entonces había sido nuestro hogar; esa fue a fin de cuentas la decisión de mi hermano Juan que en uno de sus arrebatos de ira juvenil amenazó a mi madre con coger la  maleta y  marcharse para siempre de esta ordalía de miseria y caos. Ella no dijo nada, simplemente señaló con la cabeza la puerta principal de nuestra desastrada casa y Juan se marchó, casi para siempre, de nuestro lado. Solo volvió para el entierro del abuelo y poco antes de fallecer mi madre.

Quizá la vida de mi hermano fue mejor que las nuestras, no lo sé. Tardé muchos años en comprender su decisión y en perdonarle lo que entonces me pareció un acto de cruel abandono, pero finalmente lo hice porque mis abuelos me enseñaron, a su modo y manera cada uno, que cada hombre ha de tomar sus propias decisiones y vivir con las consecuencias de las mismas.

  

Pasaron casi dos años desde nuestro regreso a casa, hasta que el abuelo Blasco y la abuela Mercedes se desplazaron de Valencia a Galicia. Sabíamos desde hacía días que estaban limpiando afanosamente la casa del paseo y preparándolo todo para la inminente llegada de los flamantes propietarios. No vinieron a vernos y aunque nadie nos prohibió expresamente que acudiéramos a visitarlos, la sensación de tensa espera que flotaba en el aire hizo que ni siquiera mi hermano Juan, el más afín a los abuelos valencianos, se atreviera a actuar por su cuenta.

No sé qué habría sucedido si el accidente de caza de Ramirito Bonome no lo hubiese precipitado todo.

Ramirito Bonome era uno de esos personajes de escasas luces que existen en todos los pueblos habidos y por haber y a los que enseguida se cataloga como tonto oficial, con el agravante de que como decía el bisabuelo Juan, Ramirito era un tonto malicioso, que de haber estado dotado con una inteligencia al uso, sería simplemente mala persona.

Mi madre había nacido en Madrid, hija de un valenciano diputado de las Cortes generales y una gallega. En cuanto el calor se volvía insoportable en la casa del Mediterráneo, mi abuela movilizaba un auténtico convoy militar y se trasladaba con sus hijos y media casa a su pueblo de origen, a la hermosa casona frente al mar en la que la familia podía disfrutar de una libertad que no existía en la férrea residencia valenciana de sus suegros. A pesar de ello, y quizá por no relajar en exceso las costumbres mi abuela Mercedes, organizaba con frecuencia visitas, meriendas y pequeñas excursiones en las que intentaba a decir de algunos que el tío Blasco, la tía Merce y mi madre se relacionasen con lo más granado de nuestra pequeña sociedad de provincias a la que sin casi, podríamos catalogar de rural. Fue allí donde según parece Ramirito, hijo de un pretencioso comerciante local conoció a mi madre y se quedó tan embelesado con ella que cada vez que alguien le  preguntaba que quería ser de mayor invariablemente contestaba “El marido de María la Valenciana”

Durante años mi madre le mostró auténtica compasión a Ramirito, excusaba su malicia en la enfermedad y las burlas continúas de los otros niños y siempre tenía una palabra de afecto hacia él, por eso cuando volvimos a casa después de la guerra no podíamos comprender porque mamá no soportaba verlo merodeando por las inmediaciones del pazo sin acercarse nunca demasiado, llegando incluso a lanzar  alguna que otra pedrada mal intencionada en dirección a los arbustos desde donde sabía que nos espiaba agazapado, con la misma furia con la que habría apedreado a la peor de las alimañas. Sabíamos también que alguna noche acampaba en un claro del bosque cercano desde el que se podía atisbar la ventana de la torre del este donde estaba la habitación de mi madre, encendía una hoguera y se quedaba allí mirándola fijamente. Mi abuelo había acudido en varias ocasiones a casa de don Ramiro a advertirle del peligro que suponía la actitud de su hijo, pero el comerciante venido a más alegaba que solo eran cosas sin importancia que hacían feliz al pobre tonto y que Ramirito conocía muy bien el monte como para provocar un incendio involuntario.

La familia de Ramirito había mejorado considerablemente su condición social después de la guerra, se posicionaron muy pronto del lado que por vencedor resultó ser el más adecuado y aunque eso no les atrajo excesiva simpatías si les rodeó de una cohorte de “libre pensadores” que bailaban al son que su padre tocaba. Don Ramiro había sido en su juventud y seguía siendo un excepcional cazador, conocedor del terreno y de los mejores cotos de Galicia. Ramirito lo había acompañado siempre y con esa crueldad un poco inconsciente que a veces desarrollan los niños buscaba la aprobación jamás recibida de su padre rastreando con auténtica dedicación las piezas que su progenitor habría de colgar en el salón, y fue precisamente la pericia desarrollada durante aquellos años de su infancia así como su total incapacidad para dedicarse a nada más, la que le garantizó un puesto fijo de rastreador en cualquier cacería organizada en la comarca.

 

En casa todas las mujeres sabían disparar, las unas como afición y las otras como garante de la supervivencia en tiempos de necesidad. Mi madre había sido, según alardeaba la abuela Mercedes, una gran tiradora en sus tiempos de Madrid. Atesoraba múltiples trofeos y una escopeta preciosa que su abuelo paterno le había regalado cuando cumplió 16 años tras comprobar la excelente pericia de la joven tiradora. También la abuela Mercedes y la tía Merce lo hacían y disponían de armas similares procedentes de la misma armería valenciana.

Fue un octubre especialmente caluroso, hasta el punto de que aquella tarde y a pesar de la partida de caza mi madre nos autorizó a colgar las hamacas en los árboles del patio trasero mientras ella y las tías cosían bajo los naranjos amargos del jardín. Los disparos de las escopetas de caza se habían estado oyendo desde primera hora de la mañana como ecos lejanos que rompían de vez en cuando la tranquilidad del otoño. A primera hora de la tarde ya no debería de quedar ningún cazador de la batida por el campo y fue por eso que los dos rápidos y rotundos tiros de escopeta que cruzaron el aire seguidos de un aullido desgarrador, nos despertaron bruscamente de la ensoñación en la que nos habíamos sumido.

Lo cierto es que cuando caí sonoramente desde la hamaca al suelo llegué a ver que ni mi madre ni las tías ocupaban ya su lugar en la mesa de los naranjos. Mis hermanos, mis primos y yo salimos disparados hacia los límites del bosque solo para oír los gritos del tío Damián que nos conminaba a no acercarnos al lugar de procedencia de los tiros.

A Ramirito lo trajeron en volandas hasta nuestra casa por ser la más próxima al lugar del accidente, entre el capataz de don Eusebio y mi abuelo, que fueron los primeros en llegar al lugar donde yacía con el pie izquierdo y la rodilla derecha totalmente destrozados por dos certeros tiros. Damián marchó a dar el aviso y traer al médico pedaleando a cuanto le daban las piernas en la bicicleta de mi hermano Juan, mientras los demás lo tumbaban en una vieja mesa de salón medio derruida e intentaban contener la hemorragia.

Ni siquiera haciendo un esfuerzo supremo puedo recordar con exactitud lo que sucedió en las horas inmediatas al accidente. Solo recuerdo los aullidos de dolor de Ramiro y la absoluta ausencia de las mujeres de casa. Todas sin excepción, de las mayores a las más pequeñas se habían diluido en la nada, ocupadas en extrañas tareas que las tenían ocultas a nuestros ojos.

Durante la tarde y la noche la historia de lo que había sucedido circuló por la comarca de boca en boca de un modo un tanto confuso. Ramirito, ya en el Hospital Real de Santiago alegó haber acudido a apagar la pequeña hoguera encendida para que los cazadores se acercaran a tomar café en un claro cercano a nuestra casa tras finalizar la cacería para justificar su localización en los límites del bosque con nuestra propiedad. No podía precisar que había sucedido con claridad porque el primer disparo, en la rodilla, llegó de la nada, entre la espesura cercana y al sentir el súbito dolor y caer de rodillas lo primero que pensó fue que algún cazador despistado lo había confundido con un jabalí rezagado y le había acertado de modo totalmente involuntario; pero al levantar la cabeza la verdad era otra, una mujer cubierta con un capa negra que la hacía irreconocible de la cabeza a los pies se acercó parsimoniosamente a su lado y sin mediar palabra le descerrajó otro tiro en el tobillo derecho. La mujer se acercó sigilosamente y afianzó el cañón de la escopeta en su frente, el hombrecillo, herido, asustado y a punto de quedar inconsciente por la pérdida de sangre actuó de un modo desesperado y reunió fuerzas suficientes para atacar a su agresora con un tizón aún rojizo de la extinta hoguera. La mujer reaccionó con rapidez y frenó el golpe con su mano abierta, no emitió ni un solo sonido mientras la palma de la mano se quemaba sin remedio lo cual la transformó al instante y a los ojos de aquel infeliz en una meiga poderosa que venía a enviarlo directamente al infierno; lo cierto es que el infierno vino cuando arrancó el tizón de la mano temblorosa de Ramiro y lo aplicó sobre ambas heridas facilitando la hemostasia de las mismas y condenándolo, a sabiendas o no, a vivir y a vivir dependiendo para siempre de una silla de ruedas y de los continuos cuidados de los demás.

La historia de Ramiro no le mereció inicialmente mucha credibilidad a nadie, emitida entre los efluvios de las altas dosis de morfina que le habían suministrado para aliviar el dolor y su ya trastornada personalidad no parecía ni coherente ni mucho menos real, pero lo cierto es que le habían disparado dos certeros tiros y ese era a todas luces un hecho suficiente como para abrir una investigación judicial.

 

Los primeros días de la investigación fueron un caos y un auténtico desfile de guardias por las inmediaciones y el interior de la casa. Comprobaron todas las escopetas para ver cuando habían sido disparadas y si el teniente Manuel Medina se sorprendió de la cantidad de mujeres con una mano quemada que había en nuestro hogar no llegó a demostrarlo, aunque hizo que todas ellas se desprendieran de sus vendajes para ver las heridas de cerca.

La investigación se trasladó después al pueblo y a las aldeas circundantes, hubo algún detenido que pasó la noche en el calabozo, seguramente algo más molido de lo que entró, pero lo sucedido nunca llegó a esclarecerse del todo. Dicen que don Ramiro movió cielo y tierra para que la Guardia Civil continuara apretando tuercas pero que desde Madrid llegó la orden de cerrar la investigación que poco importaba más allá de las rencillas y rencores de un pequeño pueblo donde la maliciosa víctima había cosechado más enemigos que amigos antes, durante y después de la guerra. Con el tiempo el “accidente de Ramirito” pasó a ser solo eso, un accidente, quizá un furtivo despistado y asustado, quién sabe, pero sobre todo, fuera del propio Ramirito y su familia ¿a quién le interesa de verdad saber?

Fue entonces cuando supe, por los comentarios de los trabajadores que de vez en cuando venían a casa y por los vecinos del pueblo, que Ramirito había actuado de delator en múltiples ocasiones, se le sabía detrás de la detención de mi tía Marta, del fusilamiento de mi tío Paco y de que el cuerpo de mi padre nunca se hubiese podido trasladar de vuelta al pueblo cuando falleció en el campo de batalla, entre otras muchas que no afectaban de modo directo a nuestra familia pero si a nuestra pequeña sociedad rural.

Años después, al fallecer la tía Rosalía pudimos leer una detallada nota de su diario que hacía referencia a un pequeño incidente sucedido tres días antes de la desgracia de Ramirito en un rincón de nuestra casa.

“Mercedes y Merce acudieron a pie desde el pueblo ya caída la noche. Nos reunimos en el viejo molino junto al río. Todas estuvimos de acuerdo en que lo que habría de suceder sucedería con la escopeta de María y también por unanimidad decidimos que la responsabilidad no podía recaer tan solo en ella ya que todas estábamos de acuerdo que se tenía que hacer lo que se tenía que hacer. Lo echamos a suertes. Aunque María no quería que su madre y su hermana participasen doña Mercedes dejo claro que la sangre de su yerno corría por las venas de sus nietos mezclada con la de su propia hija y que nadie en el mundo la dejaría de lado.

El método lo ideó mi hermana Norita. En una bolsa metimos seis papeles en blanco y un séptimo en el que habíamos dibujado un círculo. Ninguna de nosotras, salvo la interesada debía de saber quién lo había cogido. La escopeta se escondió allí mismo junto la capa negra con la que debía de cubrirse la despistada cazadora.

La quemadura dio al traste con el anonimato del sorteo porque se hizo necesario tomar una decisión rápida. Las planchas de hierro, los tizones de las chimeneas, los rizadores del pelo… se confabularon para provocar un andacio de accidentes domésticos, que en pocas horas y sin mediar palabra alguna, se extendió más allá de los confines de nuestra familia, ya que nada más saberse de las declaraciones de Ramirito, varias mujeres del pueblo se vieron afectadas por quemaduras similares. “Debieron de ser los nervios de la situación” le dijo Norita con un gesto de inocencia, al Teniente Medina, que quizá estaba predispuesto a creerla porque aunque no se atreva a decirlo ahora aún quiere a mi sobrina Carmen mucho más que antes de la guerra”.

Nunca supimos quién de todas ellas disparó la escopeta de mi madre aquella tarde de otoño. Lo único cierto es que una semana después mis abuelos y la tía Merce volvieron a Valencia. Cuando se marchaban me pareció ver de refilón que bajo la manta de viaje con la que el abuelo Blasco arropaba a mi abuela asomaba la culata de la escopeta de mi madre, con el sello del armero valenciano y sus propias iniciales grabadas en oro. ¡Quién sabe si fue verdad o es tan solo un recuerdo imaginado!

La tarde anterior y por primera vez desde el principio de la guerra vimos como el coche de mi abuelo se paraba frente a las escaleras del pazo. El tiempo se congeló para todos los que estábamos fuera en ese instante.  Mientras las mujeres entraban a la casa en compañía de Carmiña, mis abuelos, Pedro y Blasco, se quedaron muy quietos, frente a frente, sosteniéndose impasibles la mirada durante toda una eternidad. Desde mi mente aun infantil me atenazaba el temor de que aquellos dos bandos irreconciliables que habían roto nuestro país y nuestra vida en dos, también hubiesen roto para siempre a nuestra familia; pero lo que vimos a continuación nos dejó plantados en el sitio a todos. Los dos hombres, ya mayores y ajados por el tiempo, la guerra y las pérdidas familiares, se abrazaron fuertemente entre lágrimas silenciosas que dejaron salir sin ningún pudor y después de un largo rato se marcharon en dirección al camino del acantilado. Los vi y contemplé de espaldas a aquellos dos hombres tan aparentemente diferentes. Mi abuelo Pedro con su chaleco negro y su camisa blanca, la boina calada en la cabeza donde ya comenzaba a ralear el cabello, las manos encallecidas y el andar cansado de un hombre que ha perdido mucho pero aún no lo ha perdido todo. Mi abuelo Blasco con su traje de verano de tres piezas y el bastón de pomo de marfil en la mano temblorosa de quién ha perdido mucho pese a haber ganado tanto.

Era ya mayor cuando llegué a comprender que los hombres y las mujeres como nosotros siempre perdemos las guerras, da igual en que bando luchemos y lo que defendamos, nuestra sangre, nuestra vida y la de los nuestros es la que abona los campos de batalla abandonados, nuestras heridas se cauterizan con suturas de supervivencia, mientras son otros los que de verdad ganan siempre. Los que las generan, los que las dirigen, los que nunca se manchan las manos ni tienen muertos a los que llorar, los que en nombre de los ideales nos ponen a disposición de carniceros que encuentran en ellas el lugar perfecto para dar salida a sus instintos más bajos y asesinos. Pero fue entonces al verlos alejarse cabizbajos, quizá pensando en mi padre, mis tíos paternos Pedro y Marta y mi tío materno Blasco y en el dolor de esas pérdidas que los unía en lugar de separarlos, cuando comprendí que mis dos abuelos perdieron la guerra.


Publicado por Farela

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