Mi abuelo materno ganó la guerra.
Mi
abuelo paterno la perdió.
Mi
madre eligió perderla con todos nosotros.
Cuando
todo acabó ella podría haber vuelto a Valencia con sus tres hijos y de haberlo
hecho así quizá nuestra vida habría sido muy diferente. Mi madre asumió con su
estoicismo habitual las consecuencias de una decisión que provocó que durante
algunas etapas vitales de las que, aunque no reniego si he de confesar que me
avergüenzo, tanto mis hermanos como yo
la atacamos duramente por lo que creíamos nuestros privilegios robados. Ahora
sé que aunque mis abuelos nos habrían acogido con los brazos abiertos esta acogida no estaría exenta de preguntas a
veces realizadas y otras no, preguntas que en este caso quedarían para siempre
flotando en el aíre, haciéndolo denso e irrespirable hasta tal punto que mi
madre y su espíritu indómito y libre acabarían ahogándose irremediablemente. Lo
cierto es que ella jamás mostró la más mínima muestra de arrepentimiento por la
decisión que había tomado y se cerró en banda alegando que cuando considerará
que nos debía alguna explicación nos la daría sin dudar.
Durante
muchos años le di vueltas a los motivos de mi madre, sin atreverme nunca a
preguntarle si realmente la movió una ideología, un falso sentido del deber hacia
la familia de mi padre o simplemente el amor que sentía por ellos. A lo largo
del tiempo fue dejándonos pequeñas lecciones y grandes pistas para desvelar el
misterio, pero fue tan solo unos días antes de fallecer cuando sentada con
nosotros tres en la galería dibujó una sonrisa cansada y susurró: “Solo intenté
seguir adelante con el sueño que vuestro padre y yo queríamos construir”.
Fuera
como fuese lo cierto es que en lugar de volver a una vida cálida y acomodada en
Valencia mi madre se armó de valor y se erigió en la capitana de un triste
ejercito constituido por un suegro anciano y sus dos hermanas, un cuñado
mutilado al principio de la guerra, una cuñada soltera y otra viuda, cinco sobrinos,
tres hijos y la sombra permanente de mi padre, mis tíos Pedro y Blasco y mi tía
Marta desaparecida en marzo del 39, poco antes de finalizar la guerra. Las invencibles
huestes de María la Valenciana. Leales, como ella misma, peleonas, como ella
misma, orgullosas, como ella misma… y muchas veces rebeldes hacia ella misma.
La
educación en casa de mis dos abuelos, si bien igual de estricta, era
radicalmente opuesta en cuestiones fundamentales, o al menos eso nos parecía a
mis hermanos y a mí.
La
casa del abuelo Blasco y la abuela Mercedes se regía por un horario y una
estructura casi cuartelaría en la que nadie podía desviarse lo más mínimo del
rígido calendario que mi abuela y la nona Amparo diseñaban cada semana para
toda la familia. El modo de vestirse, hablar, sentarse e interactuar por los
demás se ajustaba a un protocolo que a duras penas habría podido soportar el
mismísimo rey. El tiempo de estudio y
las normas algo anticuadas y nada liberales que aplicaban los maestros, los
momentos en que los niños podíamos compartir espacio con los adultos y hasta
las palabras que se podían o no decir formaban parte de un plan predeterminado
que en ocasiones y al igual que la línea sucesoria de los reyes franceses
parecía venir dictado de una altura muy superior a la nuestra y totalmente
intangible.
Si
bien las normas se relajaban en cuanto comenzaba a subir la temperatura, la
atenta vigilancia de todo un ejército de servicio doméstico nos perseguía hasta
la orilla del mar recordándonos con una mirada severa la línea imaginaria que
nunca, jamás y bajo ningún concepto podríamos
atravesar.
No
se hablaba de política delante de las mujeres y los niños y las funciones de cada uno estaban claramente
determinadas por su sexo y su escalafón familiar que constituía en sí mismo todo un estamento
social.
Si
de niños apreciábamos intensamente la libertad en casa del abuelo Pedro, de
adolescentes, la tentadora complacencia de una vida de señoritos en la que nada
había que pensar y muy poco que decidir estuvo a punto de inclinar la balanza
de nuestras vidas lejos de Galicia y del que hasta entonces había sido nuestro
hogar; esa fue a fin de cuentas la decisión de mi hermano Juan que en uno de
sus arrebatos de ira juvenil amenazó a mi madre con coger la maleta y
marcharse para siempre de esta ordalía de miseria y caos. Ella no dijo
nada, simplemente señaló con la cabeza
la puerta principal de nuestra desastrada casa y Juan se marchó, casi para
siempre, de nuestro lado. Solo volvió para el entierro del abuelo y poco antes
de fallecer mi madre.
Quizá
la vida de mi hermano fue mejor que las nuestras, no lo sé. Tardé muchos años
en comprender su decisión y en perdonarle lo que entonces me pareció un acto de
cruel abandono, pero finalmente lo hice porque mis abuelos me enseñaron, a su
modo y manera cada uno, que cada hombre ha de tomar sus propias decisiones y
vivir con las consecuencias de las mismas.
Pasaron
casi dos años desde nuestro regreso a casa, hasta que el abuelo Blasco y la abuela
Mercedes se desplazaron de Valencia a Galicia. Sabíamos desde hacía días que
estaban limpiando afanosamente la casa del paseo y preparándolo todo para la inminente llegada
de los flamantes propietarios. No vinieron a vernos y aunque nadie nos prohibió
expresamente que acudiéramos a visitarlos, la sensación de tensa espera que
flotaba en el aire hizo que ni siquiera mi hermano Juan, el más afín a los
abuelos valencianos, se atreviera a actuar por su cuenta.
No
sé qué habría sucedido si el accidente de caza de Ramirito Bonome no lo hubiese
precipitado todo.
Ramirito
Bonome era uno de esos personajes de escasas luces que existen en todos los
pueblos habidos y por haber y a los que enseguida se cataloga como tonto
oficial, con el agravante de que como decía el bisabuelo Juan, Ramirito era un
tonto malicioso, que de haber estado dotado con una inteligencia al uso, sería
simplemente mala persona.
Mi
madre había nacido en Madrid, hija de un valenciano diputado de las Cortes
generales y una gallega. En cuanto el calor se volvía insoportable en la casa
del Mediterráneo, mi abuela movilizaba un auténtico convoy militar y se
trasladaba con sus hijos y media casa a su pueblo de origen, a la hermosa
casona frente al mar en la que la familia podía disfrutar de una libertad que
no existía en la férrea residencia valenciana de sus suegros. A pesar de ello,
y quizá por no relajar en exceso las costumbres mi abuela Mercedes, organizaba
con frecuencia visitas, meriendas y pequeñas excursiones en las que intentaba a
decir de algunos que el tío Blasco, la tía Merce y mi madre se relacionasen con
lo más granado de nuestra pequeña sociedad de provincias a la que sin casi,
podríamos catalogar de rural. Fue allí donde según parece Ramirito, hijo de un
pretencioso comerciante local conoció a mi madre y se quedó tan embelesado con
ella que cada vez que alguien le preguntaba que quería ser de mayor
invariablemente contestaba “El marido de María la Valenciana”
Durante
años mi madre le mostró auténtica compasión a Ramirito, excusaba su malicia en
la enfermedad y las burlas continúas de los otros niños y siempre tenía una
palabra de afecto hacia él, por eso cuando volvimos a casa después de la
guerra no podíamos comprender porque mamá no soportaba verlo merodeando por las inmediaciones del pazo sin acercarse nunca demasiado, llegando incluso a lanzar
alguna que otra pedrada mal
intencionada en dirección a los arbustos desde donde sabía que nos espiaba
agazapado, con la misma furia con la que habría apedreado a la peor de las
alimañas. Sabíamos también que alguna noche acampaba en un claro del bosque
cercano desde el que se podía atisbar la ventana de la torre del este donde
estaba la habitación de mi madre, encendía una hoguera y se quedaba allí
mirándola fijamente. Mi abuelo había acudido en varias ocasiones a casa de don
Ramiro a advertirle del peligro que suponía la actitud de su hijo, pero el
comerciante venido a más alegaba que solo eran cosas sin importancia que hacían
feliz al pobre tonto y que Ramirito conocía muy bien el monte como para
provocar un incendio involuntario.
La
familia de Ramirito había mejorado considerablemente su condición social
después de la guerra, se posicionaron
muy pronto del lado que por vencedor resultó ser el más adecuado y aunque eso
no les atrajo excesiva simpatías si les rodeó de una cohorte de “libre
pensadores” que bailaban al son que su padre tocaba. Don Ramiro había sido en
su juventud y seguía siendo un excepcional cazador, conocedor del terreno y de
los mejores cotos de Galicia. Ramirito lo había acompañado siempre y con esa
crueldad un poco inconsciente que a veces desarrollan los niños buscaba la
aprobación jamás recibida de su padre rastreando con auténtica dedicación las
piezas que su progenitor habría de colgar en el salón, y fue precisamente la
pericia desarrollada durante aquellos años de su infancia así como su total
incapacidad para dedicarse a nada más, la
que le garantizó un puesto fijo de rastreador en cualquier cacería organizada
en la comarca.
En
casa todas las mujeres sabían disparar, las unas como afición y las otras como garante de la supervivencia en tiempos
de necesidad. Mi madre había sido, según alardeaba la abuela Mercedes, una gran
tiradora en sus tiempos de Madrid. Atesoraba múltiples trofeos y una escopeta
preciosa que su abuelo paterno le había regalado cuando cumplió 16 años tras comprobar
la excelente pericia de la joven tiradora. También la abuela Mercedes y la tía
Merce lo hacían y disponían de armas similares procedentes de la misma armería
valenciana.
Fue
un octubre especialmente caluroso, hasta el punto de que aquella tarde y a
pesar de la partida de caza mi madre nos autorizó a colgar las hamacas en los
árboles del patio trasero mientras ella y las tías cosían bajo los naranjos
amargos del jardín. Los disparos de las escopetas de caza se habían estado oyendo desde primera hora de la
mañana como ecos lejanos que rompían de vez en cuando la tranquilidad del otoño.
A primera hora de la tarde ya no debería de quedar ningún cazador de la batida
por el campo y fue por eso que los dos rápidos y rotundos tiros de escopeta que
cruzaron el aire seguidos de un aullido desgarrador, nos despertaron
bruscamente de la ensoñación en la que nos habíamos sumido.
Lo
cierto es que cuando caí sonoramente desde la hamaca al suelo llegué a ver que
ni mi madre ni las tías ocupaban ya su lugar en la mesa de los naranjos. Mis
hermanos, mis primos y yo salimos disparados hacia los límites del bosque solo
para oír los gritos del tío Damián que nos conminaba a no acercarnos al lugar
de procedencia de los tiros.
A
Ramirito lo trajeron en volandas hasta nuestra casa por ser la más próxima al
lugar del accidente, entre el capataz de don Eusebio y mi abuelo, que fueron
los primeros en llegar al lugar donde yacía con el pie izquierdo y la rodilla derecha totalmente destrozados por dos certeros tiros.
Damián marchó a dar el aviso y traer al médico pedaleando a cuanto le daban las
piernas en la bicicleta de mi hermano Juan, mientras los demás lo tumbaban en
una vieja mesa de salón medio derruida e intentaban contener la hemorragia.
Ni
siquiera haciendo un esfuerzo supremo puedo recordar con exactitud lo que
sucedió en las horas inmediatas al accidente. Solo recuerdo los aullidos de
dolor de Ramiro y la absoluta ausencia de las mujeres de casa. Todas sin
excepción, de las mayores a las más pequeñas se habían diluido en la nada,
ocupadas en extrañas tareas que las tenían ocultas a nuestros ojos.
Durante
la tarde y la noche la historia de lo que había sucedido circuló por la comarca
de boca en boca de un modo un tanto confuso. Ramirito, ya en el Hospital Real
de Santiago alegó haber acudido a apagar la pequeña hoguera encendida para que
los cazadores se acercaran a tomar café en un claro cercano a nuestra casa tras
finalizar la cacería para justificar su localización en los límites del bosque
con nuestra propiedad. No podía precisar que había sucedido con claridad porque
el primer disparo, en la rodilla, llegó de la nada, entre la espesura cercana y
al sentir el súbito dolor y caer de rodillas lo primero que pensó fue que algún
cazador despistado lo había confundido con un jabalí rezagado y le había
acertado de modo totalmente involuntario; pero al levantar la cabeza la verdad
era otra, una mujer cubierta con un capa negra que la hacía irreconocible de la
cabeza a los pies se acercó parsimoniosamente a su lado y sin mediar palabra le
descerrajó otro tiro en el tobillo derecho. La mujer se acercó sigilosamente y
afianzó el cañón de la escopeta en su frente, el hombrecillo, herido, asustado
y a punto de quedar inconsciente por la pérdida de sangre actuó de un modo
desesperado y reunió fuerzas suficientes para atacar a su agresora con un tizón
aún rojizo de la extinta hoguera. La mujer reaccionó con rapidez y frenó el
golpe con su mano abierta, no emitió ni un solo sonido mientras la palma de la
mano se quemaba sin remedio lo cual la transformó al instante y a los ojos de
aquel infeliz en una meiga poderosa que venía a enviarlo directamente al
infierno; lo cierto es que el infierno vino cuando arrancó el tizón de la mano
temblorosa de Ramiro y lo aplicó sobre ambas heridas facilitando la hemostasia
de las mismas y condenándolo, a sabiendas o no, a vivir y a vivir dependiendo
para siempre de una silla de ruedas y de los continuos cuidados de los demás.
La
historia de Ramiro no le mereció inicialmente mucha credibilidad a nadie,
emitida entre los efluvios de las altas dosis de morfina que le habían
suministrado para aliviar el dolor y su ya trastornada personalidad no parecía
ni coherente ni mucho menos real, pero lo
cierto es que le habían disparado dos certeros tiros y ese era a todas luces un
hecho suficiente como para abrir una investigación judicial.
Los
primeros días de la investigación fueron un caos y un auténtico desfile de
guardias por las inmediaciones y el interior de la casa. Comprobaron todas las
escopetas para ver cuando habían sido disparadas y si el teniente Manuel Medina
se sorprendió de la cantidad de mujeres con una mano quemada que había en
nuestro hogar no llegó a demostrarlo, aunque hizo que todas ellas se
desprendieran de sus vendajes para ver las heridas de cerca.
La
investigación se trasladó después al pueblo y a las aldeas circundantes, hubo
algún detenido que pasó la noche en el calabozo, seguramente algo más molido de
lo que entró, pero lo sucedido nunca llegó a esclarecerse del todo. Dicen que
don Ramiro movió cielo y tierra para que la Guardia Civil continuara apretando
tuercas pero que desde Madrid llegó la orden de cerrar la investigación que
poco importaba más allá de las rencillas y rencores de un pequeño pueblo donde
la maliciosa víctima había cosechado más enemigos que amigos antes, durante y
después de la guerra. Con el tiempo el “accidente de Ramirito” pasó a ser solo
eso, un accidente, quizá un furtivo despistado y asustado, quién sabe, pero
sobre todo, fuera del propio Ramirito y su familia ¿a quién le interesa de
verdad saber?
Fue entonces cuando supe, por los comentarios
de los trabajadores que de vez en cuando venían a casa y por los vecinos del
pueblo, que Ramirito había actuado de delator en múltiples ocasiones, se le
sabía detrás de la detención de mi tía Marta, del fusilamiento de mi tío Paco y
de que el cuerpo de mi padre nunca se
hubiese podido trasladar de vuelta al pueblo cuando falleció en el campo de
batalla, entre otras muchas que no afectaban de modo directo a nuestra familia
pero si a nuestra pequeña sociedad rural.
Años
después, al fallecer la tía Rosalía pudimos leer una detallada nota de su
diario que hacía referencia a un pequeño incidente sucedido tres días antes de
la desgracia de Ramirito en un rincón de
nuestra casa.
“Mercedes
y Merce acudieron a pie desde el pueblo ya caída la noche. Nos reunimos en el
viejo molino junto al río. Todas estuvimos de acuerdo en que lo que habría de
suceder sucedería con la escopeta de María y también por unanimidad decidimos
que la responsabilidad no podía recaer tan solo en ella ya que todas estábamos
de acuerdo que se tenía que hacer lo que se tenía que hacer. Lo echamos a
suertes. Aunque María no quería que su madre y su hermana participasen doña
Mercedes dejo claro que la sangre de su yerno corría por las venas de sus
nietos mezclada con la de su propia hija y que nadie en el mundo la dejaría de lado.
El
método lo ideó mi hermana Norita. En una bolsa metimos seis papeles en blanco y
un séptimo en el que habíamos dibujado un círculo. Ninguna de nosotras, salvo
la interesada debía de saber quién lo había cogido. La escopeta se escondió
allí mismo junto la capa negra con la que debía de cubrirse la despistada
cazadora.
La
quemadura dio al traste con el anonimato del sorteo porque se hizo necesario
tomar una decisión rápida. Las planchas de hierro, los tizones de las chimeneas,
los rizadores del pelo… se confabularon para provocar un andacio de accidentes
domésticos, que en pocas horas y sin mediar palabra alguna, se extendió más allá de los confines de
nuestra familia, ya que nada más saberse de las declaraciones de Ramirito, varias
mujeres del pueblo se vieron afectadas por quemaduras similares. “Debieron de
ser los nervios de la situación” le dijo Norita con un gesto de inocencia, al
Teniente Medina, que quizá estaba predispuesto a creerla porque aunque no se
atreva a decirlo ahora aún quiere a mi
sobrina Carmen mucho más que antes de la guerra”.
Nunca
supimos quién de todas ellas disparó la escopeta de mi madre aquella tarde de
otoño. Lo único cierto es que una semana después mis abuelos y la tía Merce volvieron a Valencia. Cuando se marchaban me pareció ver de refilón que bajo la
manta de viaje con la que el abuelo Blasco arropaba a mi abuela asomaba la
culata de la escopeta de mi madre, con el sello del armero valenciano y sus
propias iniciales grabadas en oro. ¡Quién sabe si fue verdad o es tan solo un
recuerdo imaginado!
La
tarde anterior y por primera vez desde el
principio de la guerra vimos como el
coche de mi abuelo se paraba frente a las escaleras del pazo. El tiempo se
congeló para todos los que estábamos fuera en ese instante. Mientras las mujeres entraban a la casa en
compañía de Carmiña, mis abuelos, Pedro
y Blasco, se quedaron muy quietos, frente a frente, sosteniéndose impasibles la
mirada durante toda una eternidad. Desde mi mente aun infantil me atenazaba el
temor de que aquellos dos bandos irreconciliables que habían roto nuestro país
y nuestra vida en dos, también hubiesen roto para siempre a nuestra familia;
pero lo que vimos a continuación nos dejó plantados en el sitio a todos. Los
dos hombres, ya mayores y ajados por el tiempo, la guerra y las pérdidas
familiares, se abrazaron fuertemente
entre lágrimas silenciosas que dejaron salir sin ningún pudor y después de un
largo rato se marcharon en dirección al camino del acantilado. Los vi y
contemplé de espaldas a aquellos dos hombres tan aparentemente diferentes. Mi
abuelo Pedro con su chaleco negro y su camisa blanca, la boina calada en la
cabeza donde ya comenzaba a ralear el cabello, las manos encallecidas y el
andar cansado de un hombre que ha perdido mucho pero aún no lo ha perdido todo.
Mi abuelo Blasco con su traje de verano de tres piezas y el bastón de pomo de
marfil en la mano temblorosa de quién ha perdido mucho pese a haber ganado
tanto.
Era ya mayor cuando llegué a comprender que los hombres y las mujeres como nosotros siempre perdemos las guerras, da igual en que bando luchemos y lo que defendamos, nuestra sangre, nuestra vida y la de los nuestros es la que abona los campos de batalla abandonados, nuestras heridas se cauterizan con suturas de supervivencia, mientras son otros los que de verdad ganan siempre. Los que las generan, los que las dirigen, los que nunca se manchan las manos ni tienen muertos a los que llorar, los que en nombre de los ideales nos ponen a disposición de carniceros que encuentran en ellas el lugar perfecto para dar salida a sus instintos más bajos y asesinos. Pero fue entonces al verlos alejarse cabizbajos, quizá pensando en mi padre, mis tíos paternos Pedro y Marta y mi tío materno Blasco y en el dolor de esas pérdidas que los unía en lugar de separarlos, cuando comprendí que mis dos abuelos perdieron la guerra.
Publicado por Farela
No hay comentarios:
Publicar un comentario