domingo, 23 de enero de 2022

Qué hace vivir a los hombres (Capítulo II)

Para leer el Capítulo I ir a: https://celtiberosyceltimoras.blogspot.com/2022/01/que-hace-vivir-los-hombres-capitulo-i.html?m=1


Un día, a final de tarde, entró un automóvil en el camino embarrado, de alta gama. Algo inesperado totalmente. Del coche bajó un hombre grande alto, joven, vestido con cazadora de cuero negra y unas caras gafas de sol. Un buen Rolex brillaba en su muñeca. Miró despectivo a Pedro y a Miguel que estaban sentados en el porche, descansando:

- ¿Quién de vosotros es Pedro?

- Buenas tardes, señor. Soy yo. Usted dirá.

- Me han dicho que vendes fruta ¿Traes buena fruta? ¿Fruta tropical?

- ...Emmm, pues sí, pero habitualmente no. Es cara, se echa a perder con facilidad, es una mercancía compleja.

- ¡Tú que sabrás si es compleja o no! Mira, quiero que me traigas 20 kilos de fruta de la pasión, 10 de lichis y 10 de chirimoyas, para este sábado. Voy a celebrar una fiesta, y mis invitados se merecen lo mejor. Ni pienses en aparecer por casa con esa furgoneta, un empleado mío vendrá a buscarlas esa mañana. Te daré lo que me pidas, pero tiene que ser la mejor del mercado. ¿Cómo lo ves? ¡Venga, hombre, decídete y contesta o me iré a otro sitio! Me han hablado de ti en Barbastro, pero ya empiezo a arrepentirme de haberles escuchado... Ah, y también traerás quince papayas maduras, me encanta la papaya madura con lima... umm. Y lima, claro está, 5 kilos de lima verde.

El personaje era arrogante, pero Pedro no era especialmente ofendible. Más bien se acomplejó un poco. No tenía costumbre de aquellas maneras, y se vio dominado y aturdido por la presencia altiva. En ese momento, Ana salió de la caseta, pues había oído las voces, y les vio. Quedó impresionada de la actitud de Miguel. Estaba quieto, pálido, mirando muy fijamente al infinito, como hacia detrás del señor grande.

- ¿Ana, qué hago?

Miguel nada decía, como siempre. Y nada le preguntaron. Pero inesperadamente, se volvió hacia ellos y con un gesto suave, le dijo a Ana que aceptase. Esta contestó a su marido:

- Dile que sí, hombre. Tiempo hay, y este señor nos pagará bien, suponemos.

- Con usted da gusto entenderse señora, dijo el hombre. Tenga, aquí tiene unos cuantos euros por adelantado. Y le puso un fajo de billetes de 50 y 20 euros en la mano. Había de sobra.

- Ahora mismo le saco el cambio, dijo Ana, azorada.

Miguel no dejaba de mirar detrás del hombre grande, casi de forma impertinente. Sonreía.

- ¿Y tú, que coño miras tanto, eh?

Ante ese aviso, el chico se retiró a su cabaña, sonriendo, y no volvió a salir.

El hombre recogió el cambio, y con un par de maniobras rápidas de su cuatro por cuatro de cien mil euros salió derrapando, salpicando barro. Parecía tener prisa. Parecía vivir con prisa, apartando a los demás a empujones.

- Bueno, habrá que cumplir con este hombre... Mañana bajaré a Barcelona. En Lleida no tendré lo que este tío quiere. En Zaragoza, no me fío. Ahora no es fruta de temporada. Prefiero asegurar.

- Pedro... ¡Nos ha dado 1550 euros!

- Coño, ¿Eso vale lo que le hemos vendido?

- Más o menos. Le he redondeado y no ha dicho ni mu.

- Bueno, bueno... pues mira. Cambiaré las ruedas. Y tú te compras esos libros que querías de yoga, mira que bien.

- Y a Miguel le compramos una botas de gore-tex buenas, que la verdad es que se está portando.

- Hecho.

Pedro viajó a Barcelona al día siguiente, con un montón de bolsas térmicas de los chinos llenas de hielo de la gasolinera, y la caja bien vacía para cargarlo todo. Un poco cutre, pero efectivo.

Por la tarde ya estaba de vuelta con todo el cargamento comprado.

Al día siguiente, sábado, se despertaron de madrugada para organizarlo todo bien bonito en cajas con hojas y tal. Hasta el crío ayudaba. A las nueve ya lo tenían todo presto, a la sombra, y con hielo cerca para mantenerlo fresco. Le habían puesto de regalo un calendario que ponía “Frutas y verduras P. Marino”. Y un reloj de pared, comprado también en los chinos. Pedro sabía quedar bien con los clientes de postín.

Pero nadie vino.

A las once, Ana empezó a impacientarse:

- Llámale, ¿a qué esperas?

- Luego, mujer.

- Pero ¡Llámale, coño!

- ...Luego.

- ¿Por qué luego? No me jodas, no me jodas... a qué no le cogiste el móvil.

Un silencio vergonzante fue toda su respuesta.

- ¡Pero que matután de hombre, coño ya! Pues ahora, ¡A ver qué pasa!

A las dos nadie vino. Ni a las cuatro, ni a las seis.

- Hala, vamos a recoger. No sé qué coño haremos con tanta fruta rara ahora.

- Pues comerla, mujer... la fruta de la pasión es buena para el reuma.

- ¡Bah!

Nada se supo nunca más del comprador altivo. Preguntaron por la zona pero no le sonaba a nadie.

Únicamente Miguel parecía entender lo que había pasado. Comieron fruta de la pasión hasta hartarse, ellos y toda la comarca. Y papayas.

- ¡Qué barata la tienes!

- Prueba la papaya, es buena para el Parkinson. Lo ha dicho el Papa de Roma.

- Vale, ponme una.

*****

Ayudados por su gestoría, y por unos viejos amigos del barrio donde creció Pedro, dieron de alta laboral a Miguel. Al no tener papeles consigo todo era un poco complicado, pero nada que un buen gestor del Pirineo, habituado a la PAC, a los cambalaches y a los distintos recovecos del sistema no pudiese solucionar, con el apoyo de alguna pequeña falsificación documental.

Miguel acabó siendo Mijail Derha, nacido en Ucrania, ciudadano extracomunitario con permiso de residencia legal. Contrato en alta por un año, prorrogable. La verdad es que les hacía buen servicio.

Le pusieron el sueldo base en catorce pagas, descontando manutención y alojamiento. Para ellos, factible. Miguel, contento y silencioso. Nunca usó las vacaciones. Esos días, paseaba por la orilla, sin más.

Y pasaron los años. La segunda cambió de tercio y se fue a estudiar a Zaragoza, ingeniería industrial; con esfuerzo le iban pagando los estudios. Ella trabajaba los veranos llevando las piscinas de la Puebla. Pedro cambió de furgoneta. Ana tenía bastantes alumnos. Y el pequeño tocaba en un grupo de punki local. A Miguel lo quería mucho y le llamaba tío. Miguel, nada decía. Miraba, melancólico. Se le veía bien, pero apenas sonreía. A decir verdad solo había sonreído dos veces, cuando le dieron de comer el primer día. Y también, un instante cuando lo del señor raro de la fruta exótica. Bueno, decía Pedro para sí. La verdad es que nos ha ido bien. Y no era cuestión de dejarlo morir de frío.

Un día, Pedro se animó, y le planteó abrir una parada fija en la Calle del Barranco a Ana y al pequeño, que ya era mayor de edad y no quería estudiar. Había visto un local en alquiler. Lo hicieron. A partir de entonces, la rutina cambió un poco. Pedro seguía yendo con la furgoneta a los pueblos pero a menos sitios. Siempre mantuvo la Puebla, Secastilla y Ubiergo. Le caían bien. En cambio dejó de ir a los sitios más lejanos, de Benabarre para abajo. El chico abría, ayudado por Miguel/Mijail, que hacía viajes con la furgoneta vieja si convenía, y daba seriedad al asunto.

Algunos compradores, al ver a un joven se querían aprovechar de él, y más o menos estafarle.

Miguel impedía estos malos usos con su presencia. La tienda era muy abierta, sin puertas, con toda la mercancía expuesta en canastas de madera o mimbre, a ellos les gustaba así. Tenían muchas cosas de la huerta de la zona, y producción local. Ahora se llamaba de proximidad. Les iba bien. No eran caros, tampoco ambiciosos.

Poco a poco, el negocio se consolidó. Abrían por las mañanas solamente, también los sábados. Y un sábado de primavera vino a comprar una mujer joven con dos niñas gemelas, de unos once años.

A una le falta la mano izquierda. Nunca las habían visto antes.

- Hola, buenos días. ¿Me pondrás unas ensaladas, y unas alcachofas para hacer a la brasa?

- Sí, por supuesto. Contestó Juan, el hijo de los dueños. Mijail, sal un momento y sácame una caja de alcachofas, porfa.

Cuando Mijail salió del cuarto del fondo se quedó petrificado, con la caja en las manos. Parecía hipnotizado por la visión de la mujer y de las hijas. Habló. No tenían costumbre, los de casa, de oírle iniciar una conversación, por eso Juan se dio cuenta de que algo le pasaba.

- ...Esas chiquillas... no son sus hijas, ¿Verdad?

La mujer era muy amable.

- No, la verdad es que no. Es una historia... ¿cómo diríamos? Inesperada. Son las hijas de mi hermano y mi cuñada. Las he criado yo.

- Entonces, sobrevivieron...

La mujer palideció. Pero no se la vio molesta, al contrario. Fue como si una puerta interior se abriese.

- Sí... ¿cómo lo sabes eso, chico?

Mijail no contestó a esa pregunta. Pero siguió hablando.

- ...Pensé que morirían.

- No, no murieron. Te lo voy a explicar, no sé quién eres, pero tus ojos son limpios, y a mí me hace bien recordar todo esto.

Juan flipaba. Había dejado de poner alcachofas. Nadie más venía esa mañana a comprar. La mujer contó su historia.

- Hace once años, el año que nevó tanto, mi hermano se salió en las curvas de Abizanda de la carretera, y cayeron al barranco. Con él iba mi cuñada, embarazada de estas gemelas, de siete meses. Mi hermano murió al despeñarse, según luego nos dijeron los médicos. Mi cuñada recibió muchas heridas y un gran golpe en la cabeza. Pero las niñas, inesperadamente no recibieron impacto alguno. El coche de atrás les vio caer y paró. Al poco pasaron por allí más coches y en uno iban un médico que trabajaba en la UVI móvil de Huesca, con su amiga enfermera, que trabajaba en un centro de salud de Monegros. Subían a ver ermitas, tenían familia por Boltaña... con agilidad bajaron al barranco, sacaron a mi cuñada del coche y entre los dos la mantuvieron viva, con las maniobras de masaje cardíaco y esas cosas, hasta que llegó la ambulancia de Barbastro. Se fueron con ella hasta el hospital. Allí los doctores de urgencias, que ya estaban avisados, la pasaron directamente a quirófano, y con una cesárea de urgencia los ginecólogos salvaron a las dos gemelas, que fueron a la UCI de neonatos de Zaragoza. A una le faltaba una manita, ya lo sabíamos, se lo habían visto en la ecografía de las veinte semanas, pero eso era lo de menos. Como no se apreciaban más problemas, tras el susto inicial, mi cuñada había seguido adelante con el embarazo. Por supuesto, mi cuñada estaba clínicamente muerta, y falleció al día siguiente de la cesárea. Y yo las he criado. Han sido mi alegría, no tengo más hijos. Ellas me devuelven la vida recuperada cada mañana, a mi marido y a mí. Se llaman Laura y Blanca.

- Yo soy Laura, y esta es Blanca. - Dijo la pequeña lesionada.

- Hola señor. - Le dijo Blanca.

Mijail sonrió, se echó a reír y se acercó a ellas. Nunca le había oído reír.

- ¡Encantado de conoceros!

La mujer rio también, como aliviada. Mijail entonces, ya no volvió hacia dentro.

- Juan, te espero en casa. Me voy andando. Debo prepararme. Te dejo la furgoneta. Ven pronto a comer, no te entretengas. Que Dios te bendiga siempre, buena mujer. Seréis muy felices, pequeñas, y haréis muy felices a los demás.

Le estrechó ambas manos a la mujer, en señal de algo parecido a una despedida o a un agradecimiento, les dio un beso en la cabeza a las dos niñas, y echó a andar ligero.

La mujer lloraba suavemente, aliviada.

*****

Ese día Miguel estaba radiante. Pedro, Ana y Juan le miraban impresionados. No dejaba de sonreír, y tarareaba. Al acabar el postre, Se levantó y se puso delante de ellos. Iba a decir algo.

- Adiós, buena gente. Dios ya me ha perdonado. Perdonadme también vosotros. Ya he cumplido mi camino entre los humanos. Ya puedo volver.

Miguel irradiaba luz como en una peli de Spielberg. Pero no daba miedo, daba paz. Pedro habló:

- Ya vemos todos hace tiempo que eres más raro que un perro verde, Miguel. Pero te queremos. Has sido un buen compañero y te has portado siempre bien. De hecho, hasta hemos prosperado con tu ayuda. Y ahora, dime: ¿Quién eres de verdad? ¿Qué ha ocurrido en tu cabeza todos estos años?

Y Mijail-Miguel dijo:

- Ya sabéis que hablo poco. El idioma humano me cuesta, de forma estructural. Voy a explicarme.

Pero no me entenderéis. Solo notareis algo dentro, muy dentro. Las cosas importantes que os pasan a los hombres se sienten en el corazón, no se razonan.

«Dios, ese Dios que pasa ahora tan desapercibido como el aire que respiráis, me castigó porque desobedecí. Yo soy un ángel, un ángel del cielo, y le desobedecí. Y me hizo caer en vuestro mundo para entender mejor las cosas. Hace un tiempo, me tocó ir a buscar el alma de una mujer. Volé sobre la Tierra y la vi como yacía dentro de un coche, destrozada, embarazada con dos niñas gemelas dentro, pequeñas, preciosas. A una le faltaba una manita. Mi compañero ya partía con el alma del hombre que estaba sentado en el volante del conductor, y me dijo adiós, sin más. Yo vi a la mujer. Y ella me vio, pues ya estaba saliendo de su carcasa física, y supo lo que yo iba a hacer. Se me echó a llorar. Era evidente que no podía soportar venir conmigo y dejar a sus dos hijas sin nacer dentro de su cuerpo y del coche roto. Me pidió algo, y yo se lo di. Me fui sin llevármela. Cuando volví a la base, expliqué lo que había pasado. El Señor me dijo: Vuelve allá abajo y trae el alma. Pero después irás a la Tierra a vivir un tiempo, y descubrirás tres verdades: la primera, lo que hay en los hombres, la segunda, lo que no se les ha concedido, y la tercera lo que les hace vivir y seguir adelante. Necesitas saberlas para poder seguir trabajando. Ve, y nos veremos más adelante, cuando vuelvas.

Volví y recogí a la mujer, pero ya no estaba en el coche, sino dentro de una ambulancia. Me llevé solo el alma esencial, fui avisado de que la parte última que mantiene la vida saldría más tarde, desde el hospital de Barbastro. Al poco de entregarla en la base, sentí un mareo y empecé a caer.

Cuando me desperté, tenía frío, mucho frío, por primera vez en mi vida. Y dolor. Estaba desnudo en la ermita de Santa Waldesca, la que tanto le gusta a vuestro vecino de casa Carpinteret. Pero Waldesca no estaba esta vez a mi lado, y su ermita estaba vacía y cerrada. En esto apareciste tú, Pedro. Vi el miedo y el desprecio en tus ojos, y vi cómo me abandonabas. Tenías una expresión terrible en la cara. Lloré cuando te fuiste, y pensé: voy a sufrir como ellos y al final también moriré, como ellos, abandonado además. Pero luego, cuando volviste, tenías otra luz a tu alrededor, más amable, diferente... y un agradable olor a orujo de yerbas... seguí asustado, aunque en tu rostro, en vez de la Muerte, vi esta vez la Vida».

Ana, Pedro y Juan no daban crédito. Estaban aturdidos. No sabían qué pensar. Y encima el tío este empezaba a levitar...

«Comprendí dentro de la furgoneta que iba a ser un hombre durante un tiempo indefinido. No me hizo ninguna gracia. He visto como sufrís, lloráis y vivís demasiadas veces como para envidiaros.

Me fui haciendo a la idea de mi espantosa situación.

Cuando llegamos a vuestra caseta, saliste tú, Ana. Tu cara era aún peor que la de Pedro. Tus palabras salían del corazón mezcladas con un aliento de mal y muerte tan intenso que yo apenas podía respirar. Quise huir de esa casa y de tu presencia. Y sabía que si me quedaba podría ayudaros en vuestros problemas económicos, pero no podía decirlo. También sabía que si tú no me ayudabas sufriría mucho. De repente, Pedro consiguió abrir tu corazón, recuperaste la compasión que guardabas en él y tu olor cambió. Me miraste diferente, y me dejaste cenar. En tu cara ahora brillaba la compasión. Supe que estaba salvado.

Entonces me acordé de la primera sentencia: Sabrás lo que hay en los hombres. Y comprendí. En vosotros... hay Amor. Lo sacáis solo a veces, pero tenéis Amor guardado dentro. A veces lo mueve una situación, un vasito de orujo, la mirada o las palabras de otro humano, a veces el recuerdo inconsciente de Dios, al que procuráis olvidar continuamente... Es un mecanismo variado, pero efectivo. Me alegré al pensar que, si al poco de llegar ya había descubierto el primer enigma, tal vez no tardaría mucho en saber la respuesta de los otros dos: Qué es lo que no se os había concedido, y qué es lo que os hace vivir.

Al cabo de unas semanas vi que no todo iba a ser tan fácil. Mi existencia humana me hacía sufrir mucho. Yo no conocía el frío ni el cansancio, y con vosotros, sobre todo al principio los conocí ampliamente. No lo toméis a mal: era mi destino, vosotros solo colaborabais.

Y entonces vino el señor presuntuoso. Cuando lo miré vi que detrás de él estaba un compañero mío, el ángel de la muerte. Vosotros no lo veíais, pero yo lo conocía y supe que antes de que se pusiese el sol se llevaría el alma del ricachón. Su arteria aorta iba a rasgarse esa tarde mientras paseaba por los alrededores de su chalet, en la parte de Berbegal, sin darle posibilidad alguna.

Entonces pensé: El hombre hace preparativos para celebrar su cumpleaños el fin de semana y no sabe que morirá antes de que se ponga el sol. Y recordé la segunda sentencia de Dios: Sabrás lo que no le ha sido concedido a los humanos”.

Esa era la segunda respuesta: No conocéis vuestras verdaderas necesidades. Y sonreí por segunda vez.

Pero aún no lo sabía todo. No sabía qué hace vivir a los hombres. Así que seguí con vosotros, esperando. Y hoy vino a la tienda esa mujer, con las dos niñas que vi dentro de su madre agonizante hace tanto tiempo, las reconocí y además descubrí que habían sobrevivido. Entonces pensé: La madre me había rogado por la vida de sus hijas, y yo la creí; pensaba que si moría, ellas estaban condenadas, pero he aquí que los sanitarios las mantuvieron con vida el tiempo suficiente de salvarlas, y que otra mujer las hizo suyas y las ha nutrido y cuidado. Y cuando esta mujer reveló cuanto las quería, vi en ella la imagen de mi Dios viviente y comprendí que ya estaba perdonado, y que podía volver. Sonreí por tercera vez».

Miguel ya no solo brillaba, sino que flotaba cada vez más. Sus ropas eran blanco azuladas y su cara se iba convirtiendo en una luz blanca difusa.

«La tercera verdad es que los hombres no viven por sus propios cuidados, sino gracias al amor de los demás. Lo que hace vivir a los hombres es el amor que os lleva a preocuparos y cuidaros los unos a los otros.

La madre no podía saber que sus hijas iban a sobrevivir sin ella. Al ricachón no le fue dado saber lo que de verdad necesitaba. Ningún humano sabe si a la caída de la tarde necesitará fruta para la cena o un traje digno para su cadáver.

Y en lo que a mí mismo respecta, si conservé la vida cuando era hombre no fue porque cuidase de mí mismo, sino porque en el hombre que pasó a mi lado había amor y compasión, y también la hubo en la mujer que me dio la cena y la ropa, y me aceptó en su leñera. Los humanos siguen vivos no porque se ocupen de sí mismos, sino porque en el corazón de los otros hay amor.

Ya antes sabía que Dios ha dado la vida a los humanos y quiere que vivan; ahora comprendí otra cosa.

Comprendí que Dios no quiere que viváis solo para vosotros mismos. Y por eso no sabéis lo que necesitáis de verdad. Dios quiere que estéis unidos, y por eso os revela los padecimientos de vuestros semejantes, y cómo remediarlos.

Los humanos, aunque os figuráis que vivís por vuestros propios cuidados, en realidad solo vivís gracias al amor del otro. Quien es capaz de sentir amor por los demás vive en Dios, aun sin saberlo, y Dios vive en él, ya que Dios es Amor. Es sencillo».

Miguel ya estaba rozando el techo, y se puso a cantar una canción suave, como una especie de soul.

Y conforme cantaba se iba para arriba, para arriba, agujereando el tejado y dejando ver el cielo por el boquete.

Ana, Pedro y Juan estaban deslumbrados, cegados por el brillo. Cuando pudieron volver a ver, vieron el techo normal, como si nada hubiese pasado. Y la ropa del ángel quedaba en el suelo, delante de ellos, en un montón arrugado.

No lo contaron nunca. A las hermanas les dijeron que Miguel había vuelto a su país, sin más.

A veces de noche, en verano, los tres salen a la puerta a tomar el fresco, y miran al cielo, hacia la parte de Benabarre. Y toman un poco de orujo juntos. Sin abusar.


Escrito por José Luis Pérez Albiac, ChePérez.

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