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domingo, 16 de enero de 2022

Qué hace vivir a los hombres (Capítulo I)

Basado en un cuento de Lev Tolstoi. Versión de José Luis Pérez Albiac.


No sé si sabéis donde está Graus. No está lejos. Se sube por Benabarre, y al lado está el pantano de donde se riega La Litera, el pantano de Barasona.

Pues bien, al pie del pantano hay una urbanización, muy querida por los holandeses, de chalets con una buena vista y que no están mal de precio para alquilar y vivir allí.

...Pues al lado de esos chalets, pero fuera de la urbanización, junto al pantano, en una caseta cutre, con patio y algo de espacio alrededor, vivían Pedro y Ana, los protagonistas de esta historia, con sus hijos. Se dedicaban a vender fruta por los caminos, con una furgoneta. Habían venido de Madrid hacía muchos años. Eran un poco caóticos. Tras rebotar por muchas villas, oficios y lugares, habían estabilizado una vida, más o menos precaria con este esquema. Encontraron una casa, aceptable de precio, y con sitio para convertirla en un pequeño almacén del género. Ana provenía de la zona, de niña habían marchado con su familia a Barcelona, y luego a Madrid, y eso facilitaba un poco las cosas. Una conocida de sus padres era la dueña, y al saber quiénes eran se la alquiló. A veces pagaban, a veces se retrasaban. Y en ello seguían.

Ana ayudaba a Pedro a preparar la carga cada mañana. Se levantaban pronto, antes de amanecer. Y ya con todo preparado, Pedro marchaba por esos mundos de Dios, a vender lechugas. Un poco más tarde pasaba el autobús escolar, se llevaba a los críos, y ya rodaba la mañana. Ana iba caminando hasta Graus, y allí daba algunas clases de yoga. A la tarde todos se reencontraban. Así llevaban varios años, con días mejores y días peores. En todo caso, les gustaba más que la vida de Madrid, donde Pedro había trabajado mucho tiempo de conductor de autobuses.

La barba, ya gris y blanca, era apreciada y conocida por las vecinas de Torres del Obispo, Aguinaliu, Santaliestra, Camporrells, Enate... Rodaba pequeños lugarones de la Litera, la Ribagorza y el Sobrarbe, llevando su carga de verduras, frutas, y simpatía.

Tenían tres hijos. La mayor ya había marchado a estudiar y trabajar a Madrid y la segunda, a Huesca, a hacer un módulo. Las chicas trabajaban duro, los fines de semana una ayudaba en una panadería de la Villa y Corte, y la otra se ganaba unas perras en un restaurante del Casco Viejo, llevando tapas y platos a las mesas. Pedro le seguía enviando dinero. El pequeño era muy feliz jugando entre las barquillas de fruta, ensaladas y melocotones.

Las cuentas no salían. A Pedro le gustaban los carajillos a las seis de la mañana, para enfilar la jornada. Cuando vendía poco, cosa que cada vez ocurría más, pues la competencia del ALDI de Barbastro era muy difícil de vencer, los carajillos aumentaban. Ana se enfadaba. Necesitaban el dinero, y ese inútil se lo bebía, y encima invitaba.

Una mañana de enero, cayó una nevada que para qué. Mal. Si no salía, no entraba dinero.

Estuvieron dos días encerrados en la caseta, no pasó ni el transporte escolar. El crío hacía bolas de nieve. Ana se sulsía: a la hija de Huesca la habían despedido, y les llamó a ver si le podían enviar un poco más durante unos meses. El pequeño necesitaba un anorak nuevo, lo tenía lleno de rotos.

Pedro no parecía preocuparse por la nieve. Sentado al lado del fogaril con su acordeón, tocaba viejas tonadas e iba bebiendo de un aguardiente que el mismo destilaba. Hace años lo vendió bien, de extranjis, hasta que le vio las orejas al lobo, y dejó de hacerlo por temor a que los civiles le quitasen el alambique y le metiesen una buena multa. Desde entonces, se lo bebía él solo, mientras tocaba.

Ana estaba de malas pulgas. Al tercer día sin salir, le hizo un ultimátum: tenía que salir a vender y traer dinero.

- Bueno, mujer, de acuerdo, veré lo que puedo hacer.

- ¡Pedro! Ya puedes salir a vender de una vez, me sulses.

- Vale, vale…

Entre ambos cargaron la fruta de temporada juntos, y Ana le advirtió, antes de salir:

- No te vuelvas a parar en las Forcas a fundirlo en las maquinetas, ¿eh? ¡Mira, Pedro que la chiqueta necesita nuestra ayuda!

- Vale, vale...

Pedro se puso el gorro de estibador comprado en los chinos de Barbastro, en ese grande que hay en las cuatro esquinas, y se ciñó el polar viejo, teñido de manchas de grasa, remolacha y cereza. Hacía sol, pero el camino estaba helado de nieve vieja. Era buen conductor y consiguió salir a la carretera.

En este contexto, había esperado al amanecer para ganar en seguridad. La carretera estaba bordeada de nieve congelada, pero el firme tenía ya sal, suficiente para aventurarse. Un sol tímido calentaba todo, entre nubes bajas y boira. No tenía ruedas de nieve, por supuesto. Para ruedas de nieve estaba él, que llegaba a arreglarse los pinchazos con un kit de internet, para no gastar nada en el taller de Baldellou.

- Bueno... Y, ahora ¿Para dónde tiro? No sé cómo estarán esas carreterotas... creo que me meteré hacia Ubiergo. Siempre me han comprado cosas.

Subió poco a poco por la carretera de la Puebla. Estaba despejada pero peligrosa. Le costó 40 minutos llegar a la Puebla. Allí paró, y vendió muy poco. Casi nadie salía. Las calles estaban todas heladas. Los ancianos no se aventuraban a caer por un kilo de naranjas.

Bebió un poco del orujo que llevaba en la petaca. No quería ponerse nervioso pero si volvía sin dinero, Ana se iba a enfadar mucho...

- En Secastilla sí que me comprarán.

Al llegar a Secastilla, en una de las curvas a poco se salió de la carretera. Gracias a Dios, pudo reconducir la dirección. Pero el susto aumento la presión de la aventura.

Poca cosa más vendió en Secastilla.

Le pegó un tiento más al orujo. Y se dirigió a Ubiergo.

- Oy Pedro, qué alegría, ¡qué bien que has subido!

Una de sus clientas fijas estaba en la esquina de Ubiergo donde se solía poner, le había visto venir y había ido al punto de encuentro.

- Pues mira, te tendría que coger bastante comida hoy, ¡qué bien que hayas venido! Mi marido está muy delicado, tiene problemas de salud, ¿sabes? Y como está todo tan mal, no sé cuándo le habría podido comprá fruta, y verdura... ya no podemos conducí ninguno de los dos... pero tengo un problema.

- Tú me dirás, mujer.

- Que no tiengo perras, pensábamos bajar Graus y se puso a nevar... ¿te puedo pagá con tarjeta? ¿Cómo lo faren?

- Glups, con tarjeta...

Pedro no tenía tarjetero aun. Y mira que Ana le insistía... pero no lo había gestionado.

- Pues nada, mujer, coge lo que quieras y ya me lo pagarás

- Pero ¡qué bueno eres! Ya sabía que me lo darías sin problema. Gracias, Pedro, eres un sol. Te cojo para veinte días, hasta que suba mi hijo.

- Nada, nada, ya pasaré al mes que viene.

Salió de Ubiergo sin mercancía casi, y sin dinero.

- No sé yo, no sé yo... esto está un poco feo. Ana se va a enfadar mucho... vuelvo casi sin dinero ni carga.

Mientras le daba vueltas a sus últimos y poco fructíferos negocios, Pedro, de repente llegó a una zona toda helada, entre la Puebla y Ubiergo, se puso a casi 10 por hora. No quería liarse a poner las cadenas.

Y de repente, lo vio. Estaba ahí, al borde de la cuneta. Hecho un ovillo, apoyado en la ermita de Santa Waldesca. Un hombre de piel morena, desnudo. Desnudo del todo, vamos. Hecho un ovillo, tirado en la nieve.

- Ahí va, ¿Qué es esto? ¡Lo que faltaba! Mejor me las piro. Qué cosa más rara.

Al pasar a su lado aminoró y lo vio mejor. Era un joven y le miraba. Estaba desnudo como el día que lo trajeron al mundo. Miraba con desaliento, y resignación. Pedro pasó de largo.

- ¡Madre mía, que poco conocimiento! ¡Se va a helar! ¿Qué hará ese tío ahí? ¡Igual le han robado!

Siguió despacio, pero no se lo quitaba de la cabeza.

- Pedro, ¡no me jodas! ¿Cómo lo puedes dejar ahí? ¿Es que ya no tienes Dios? Se dijo a sí mismo, y frenó. Miró por el retrovisor. Un bulto negro se divisaba en el borde de la carretera, y se movía muy escasamente.

No es que Pedro se acordase mucho de Dios, salvo para decir algún taco, pero los ojos del joven abandonado se habían clavado muy profundamente en él. Abrió la petaca, y bebió.

Dio la vuelta en un recodo, y volvió hacia atrás. El ruido renqueante de la furgoneta amenazaba ruina. Otra más.

- Tendría que haberle cambiado ya el aceite... en cuanto tenga dinero me compro una lata y se lo cambio.

Llegó hasta el bulto, y paró, sin parar el motor, por si acaso se estropeaba todo. Ya solo le faltaba quedarse tirado con la furgoneta en mitad de la nieve, y sin seguro de auxilio en carretera. No sabía si Baldellou le volvería a fiar el coste de la grúa...

- ¡Eh, tú! ¿Estás tonto u qué? ¿No sabes que te vas a morir de frío? ¿Qué haces ahí largo?

El joven no respondió. Era moreno, de piel y de pelo. Los ojos negros miraban con una infinita tristeza. Se levantó sobre los brazos. No parecía tener mucha fuerza para hacer nada más. Pedro se impacientó.

- Oye, no sé si eres tan tonto como pareces o te has quedado así del frío o del susto. Venga, sube; no puedo dejar que te mueras. No dormiría bien esta noche.

Como el joven no se movía, bajó de la furgoneta y le ayudo a subir a la cabina. Le dio su polar lleno de manchurrones. Y una manta vieja que llevaba. Y su gorro. Entonces le entró frío a él, y se acordó del orujo. Le dio la petaca.

- Toma, bebe. Bebe mucho, que nos lo acabamos. Déjame algo, que para eso te he salvado.

Entre los dos se acabaron el orujo.

- ¿No vas a decir nada? ¿Cómo te llamas? ¿Quién eres? ¿Cómo has acabado en la capilla? ¿Estás loco? No pareces peligroso... Esto último solo lo pensó.

- Me llamo Mijail, y no soy de aquí. No puedo decirte cómo he llegado. Solo que Dios me ha castigado.

- Sí, eso sí que parece ser verdad... Pedro pensó que el tal Mijail debía ser un rumano, de esos que se veían involucrados en las plantaciones ocultas de marihuana de la zona, y que los jefes de la banda habían decidido dejarlo tirado. Por un momento le entró mal rollo, no quería verse en movidas. Él era caótico, pero más o menos honrado.

- Eres víctima de alguna venganza de los tíos esos que trafican... seguro.

- No. Nadie me ha tratado mal. Solo es obra de Dios. Me lo merecí, y aquí estoy.

Bueno, el chico parecía sincero. Y no tenía pinta de malo... igual solo estaba un poco pasado de vueltas.

Ya llegaban a la caseta. Seguía haciendo mucho frío. El tiempo nublado mantenía el hielo.

Aparcaron y bajaron. Ana estaba dentro.

- Hola, amor.

Ana les vio desde la puerta de la casa. Y taladró con la mirada a su pareja. Venía borracho. Y encima se traía un inútil como él. Era el colmo.

- ¿Cómo ha ido el día? ¿Cuánto has vendido?

- Verás, es que Antonieta de Ubiergo, no tenía dinero, solo la tarjeta...

Ana le leyó la mirada. Eran muchos años de las mismas movidas.

- Claro, y tú sigues sin tener tarjetero...

- Bueno, pero está encargado.

- Y esta joya desnuda, ¿Quién es, cariño? ...¡Esto ya es lo que faltaba!

Mijail miraba triste, en silencio. Parecía asustado.

- Me lo he encontrado. No podemos dejarle morir de frío.

- Sí, lo alimentaremos con la fortuna que has ganado hoy... ¡¡Inútil!! Tú y tus amigos, todos iguales.

Dile que se vaya andando a Graus y llame al ayuntamiento, no está lejos... Oye, y márchate tú también con él, de paso, y me dejas en paz.

Y se metió y cerró la puerta. Pedro se quedó de pie. Mijail miraba al suelo.

Pedro llamó a la puerta muy quedo y entró. Ana estaba acabando de guisar unas judías blancas con tocino.

- Ana, no puede ser. Déjalo quedarse, aunque sea solo hasta que se funda la nieve. Puede dormir en la leñera. Que haga fuego en el rincón ese, y se eche una estera. La puerta cierra bien. Y parece una buena persona.

- Si fuera una buena persona, no estaría completamente desnudo, una mañana de enero en la nieve.

- Ana, no te enfades tanto. Es malo. Recuerda que todos tenemos que morir algún día. Y a lo mejor hay algún Dios que nos espera al otro lado, y en ese momento nos recuerda lo que hicimos aquí hoy.

Ana estuvo a punto de mandarlo a freír espárragos, pero miró al extraño, que estaba en la puerta, sin entrar. Expresaba dolor con la mirada, en silencio. Su corazón se ablandó. Se levantó y puso dos platos, dos vasos y cubiertos.

- Venga, dile que entre y que coma lo que quiera.

- Pasa, chico, pasa.

Era tarde, ya bajaba el día. Ana se sentó al lado del fuego, separada de ellos. Los miraba. Pobre chico. Le entró compasión, al verlo vestido tan estrafalariamente. El polar le tapaba hasta las nalgas, le venía muy grande. El extraño lo notó, la miró y de repente sonrió, por primera vez. El dolor parecía desaparecer de su rostro contraído. Su sonrisa era limpia. A Ana le impresionó. Notó algo dentro, que le daba paz.

Bueno, quizá solo es un pobre joven con problemas. En la leñera se puede quedar unos días, pensó.

- Anda, ahí tenéis judías blancas, y fruta. Comed lo que queráis.

El joven volvió a sonreír, sin decir nada. Sus ojos brillaban de alegría.

Pedro hizo sentar al chico y sirvió comida abundante, agua y vino para los dos. El joven apenas probó el vino.

Ya más relajados, intentó aclararse de la procedencia del chico, que se llamaba Miguel, o Mijail.

Nada útil salió de su boca. Solo estrafalariedades: “Dios me ha castigado porque le desobedecí, estaba allí desnudo a punto de congelarme y tu mujer y tú me habéis salvado. ¡Qué el buen Dios os lo pague!” y chorradas por el estilo.

Debe ser protestante. O budista, pensó Pedro. No parece loco... En fin...

Tampoco tenía un acento francés, ni rumano. Habla normal, bastante neutro... Igual es un alien... Pues que se fastidie. Si ha de quedarse aquí, y creo que es lo único lógico con la que está cayendo, lo pondré a currar, pensó Pedro. No me irá mal que alguien prepare la mercancía. Así Ana se libera de tiempo para sus clases y los críos.

Ana, que se había ido para dentro de las habitaciones, salió con una muda completa, una chaqueta vieja, zapatos...

- Toma. Si has de estar con nosotros, vístete normal, esta ropa te irá un poco corta, pero cumplirá su función. Y devuélvele el polar a Pedro. Vas mejor con todo esto. Ya te daré más esta semana. Ven conmigo, te enseñaré donde vas a dormir. Hay una estufa de leña, puedes encenderla.

Y salieron al cobertizo viejo; allí Miguel encontró algo parecido a un hogar.

Esa noche, a Ana le costaba descansar. Daba vueltas y veía al inconsciente de su marido dormir como un queso, roncando feliz.

- ¡¡Pedro!!

- ¿Qué? ¿Qué pasa, qué pasa?

- Pedro, no me saco al joven ese de la cabeza. Y la chica me ha pedido 100 euros por wasap esta tarde. Tiene que pagar la habitación, al menos el mes pasado.

- Tranquila, mujer, algo saldrá.

- ¡Pedro!

- ¿Qué, qué? Se había dormido en segundos.

- Parece un buen hombre. Te puede ayudar, en todo caso, con esta nieve y esa pinta de tonto no puede ir a ningún lado... Mañana le pediré un adelanto a mi jefa de la academia. ¿Qué te parece?

- Bien, bien... tranquila, mujer. Y se durmió. Y Ana, al cabo de un rato, también, aunque menos profundamente, dándole vueltas a lo ingrata que era la vida. Ellos ayudaban y nadie les ayudaba a ellos.

*****

Cuando Pedro se despertó a la mañana siguiente, el extraño ya estaba sentado en la mesa, al lado de la estufa apagada. Se le veía animado. Nada dijo, pero le sonreía con los ojos.

Emmm, ¿Cómo dijiste que te llamabas?

- Miguel. Para vosotros, Miguel.

- Bueno, Miguel, algo tendrás que hacer si te quedas con nosotros. Ven, vas a apilarme unas cajas y me vas a preparar lotes de nueces con un retel. Hazlos todos iguales, usa la balanza. Y luego te iré mandando cosas. No me atrevo a llevarte por ahí con la furgoneta, aunque me irías bien. Me ayudarás con lo del almacén.

- Miguel asintió en silencio. Le siguió, y enseguida demostró una cierta habilidad. Cerraba correctamente las bolsas de nueces, se le veía fuerte y diligente.

Bueno, igual nos sirve para algo, pensó Pedro. Y entre los dos cargaron la furgoneta. Había menos nieve, pero estaba dura y helada, la niebla la mantenía así. A lo largo de los días, Miguel demostró aprender rápido. Apenas hablaba, pero trabajaba sin descanso. Solo le habían visto sonreír una vez, cuando Ana aceptó darle de cenar. Pero tampoco se podía decir que se le viese triste. Se le veía neutro, en silencio, como su actitud.

*****

Día tras día, semana a semana se cerró el círculo de un año entero. Miguel no se marchó cuando se fundieron las nieves. Él trabajaba, nada pedía, silencioso, y a Pedro le iba muy bien. Las hijas, cuando venían, y el crío le cogieron cariño. Dormía en su cabaña, y cenaba allí. Durante el día, preparaba toda la fruta y la verdura. No iba a repartir. La familia estaba más liberada para sus otras faenas, y el trabajo les cundía más. Ana amplió el horario de clases, y entro un poco más de dinero en casa. Por la caseta apenas pasaba gente. Los pocos que le veían recibían como respuesta que era un primo de Barcelona. Y todos lo daban por bueno.


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