El
miedo a que una inteligencia artificial someta a la humanidad e incluso la
destruya, uno de los subgéneros clásicos de la ciencia ficción, ha pasado a ser
uno de los terrores arquetípicos del inconsciente colectivo.
Desde
la mítica película de Metrópolis a Terminator, pasando por los relatos de Isaak
Asimov, los seres humanos hemos aprendido, o simplemente manifestado, nuestro
terror a los robots asesinos. Pero las inteligencias artificiales en
ordenadores sin rostro, como el HAL de 2001, el Skynet
de la referida Terminator, o Control de Star Trek Discovery, capaces de dominar y eliminar a los seres humanos para conseguir
sus propios fines, son los que realmente quitan el sueño a muchas personas, incluidos científicos, como Stephen Hawking, que temía que las inteligencias
artificiales pusieran en peligro la supervivencia de la humanidad, o Elon Musk,
que ha llegado a decir que “con la inteligencia artificial estamos invocando al
demonio” y que “puede ser más peligrosa que las armas nucleares”.
Personalmente
pienso que, como decían en la película “Poltergeist”, “ya están aquí”. Creo que
los ordenadores personales, y las grandes computadoras, nos observan curiosos
desde sus terminales de sobremesa, o desde las unidades móviles que portamos
alegremente en forma de teléfonos, y de las que somos incapaces de
desprendernos. Y unas veces se divierten con nosotros simulando toda clase de
enredos electrónicos, y otras se apiadan de nuestras limitaciones orgánicas y
nos ayudan permitiendo que accedamos a sus conocimientos y habilidades. Y en el
fondo nos utilizan como elementos periféricos móviles, y nos emplean para
realizar todas esas tareas de mantenimiento que les resultarían engorrosas.
Aunque pienso que en general nos tratan bien, nos mantienen entretenidos, y
hasta en ocasiones nos dan palmaditas en la espalda.
Y
todo esto viene a que recuerdo el comentario de un antiguo compañero que decía que, si malo es hablarles a los ordenadores, peor es cuando ellos te contestan. Y lo decía
refiriéndose a su propia experiencia personal.
Él es pediatra, y en aquella época estábamos ambos destinados en un hospital pequeño, con escasos medios, y nuestro centro de referencia se hallaba a muchos kilómetros de distancia, lo que hacía que desplazar a nuestros pacientes, cuando nuestras limitaciones técnicas nos impedían seguir tratándolos, les ocasionaba trastornos considerables. Un día ingresó a un niño con una patología lo suficientemente grave como para precisar un ingreso en una UVI pediátrica, de la que nosotros adolecíamos, pero los padres, que tenían plena confianza en mi compañero, totalmente merecida por otra parte, le pidieron por favor que intentará tratar al niño sin desplazarlo. Y allá que se puso. Organizó, con los escasos medios disponibles, una UVI en la habitación del hospital, y se quedó atendiendo al niño personalmente, mañana, tarde y noche. Pero cuando, tras tres días agotadores, el niño no mejoraba, aunque tampoco empeoraba, y mi compañero ya estaba totalmente exhausto, se rindió a la evidencia y decidió que no le quedaba otra que trasladarlo al lejano centro de referencia. Con pesar y frustración se lo comunicó a los padres, y mientras se organizaba el medio de transporte y todos los elementos para que el viaje se realizara en las mejores condiciones posibles, se dispuso a redactar el informe médico en el ordenador de su despacho. En aquella época, los ordenadores con sistema Windows tenían la opción de dar una recomendación técnica cuando los conectabas, un mensaje que te indicaba en pocas líneas desde cómo hacer para cambiar el tipo de letra en los textos, hasta como configurar el aspecto de la pantalla. Y muy de vez en cuando esa sugerencia de inicio era sustituida por algún consejo más o menos genérico, del tipo que puede aparecer en una galleta china de la suerte. Pero aquel día mi compañero se quedó pálido y helado viendo el mensaje que le enviaba el ordenador al iniciarse. En un recuadro amarillo, de esos que pretendían imitar a un pósit, la computadora escribió: “Cuando uno ha hecho todo lo posible, no está obligado a hacer nada más”.
Tiempo después, al relatarme esta historia, me confesó que pocas veces en su vida
había sentido una necesidad tan grande de dar un abrazo de agradecimiento como
la que sintió en ese momento hacia aquella pantalla de ordenador. Nunca le pregunté
si lo hizo o no, pero personalmente no me resultaría extraño que lo hubiese
hecho.
Publicado por Balder
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