En el décimo día del mes de Peret, en el año 29 del reinado de Ramsés III, Señor del Alto y del Bajo Egipto, (más o menos sobre el 14 de noviembre del 1152 antes de Cristo), los artesanos de Set Marat, (la actual Deir el-Medina), encargados de la construcción y decoración de las tumbas reales, los obreros más cualificados y mejor considerados de su tiempo, no se presentaron a sus puestos de trabajo. En lugar de ello “...traspasaron los muros de la necrópolis diciendo: ‘Tenemos hambre, han pasado 18 días de este mes... hemos venido aquí empujados por el hambre y por la sed; no tenemos vestidos, ni grasa, ni pescado, ni legumbres. Escriban esto al Faraón, nuestro buen señor y al visir nuestro jefe, ¡qué nos den nuestro sustento!”. Y con ello comenzaba la primera huelga de la historia, o al menos la primera de la que tenemos constancia.
Y es que soplaban malos vientos en aquellos años del antiguo Egipto.
El reinado del Faraón Ramsés III, aunque largo, fue cuando menos convulso. El soberano había recibido un imperio en decadencia y su reinado se vio amenazado tanto por la corrupción, como por enemigos externos e internos.
Ramsés hizo lo que pudo, y lo cierto es que no lo hizo mal del todo. Por un lado intentó acabar con la anarquía que había traído el final de la dinastía anterior, al tiempo que se enfrentaba y detenía un buen número de intentos de invasiones extranjeras. Tanto las de los llamados “pueblos del mar” que tras haber destruido al ancestral enemigo egipcio, el imperio Hitita, amenazaban con hacer lo propio con el país del Nilo, como las de los nómadas libios, que asaltaban las fronteras día sí, día también. Y entre guerra y guerra, aún se las arregló para revitalizar el comercio exterior y recuperar el espíritu constructor de antaño, levantando nuevos templos y adornando y ampliando los ya existentes.
Pero a pesar de que hizo una profunda reforma en la administración, no consiguió acabar ni con la corrupción, esa lacra que literalmente estaba desintegrando el imperio, ni con las intrigas palaciegas, en las que finalmente sucumbiría. Y de aquellos polvos vinieron los lodos que trajeron los acontecimientos de Set Marat.
La labor de los obreros y artesanos de las tumbas reales era tenida en la más alta consideración, pues literalmente construían el puente hacia el más allá y hacia la vida eterna del Faraón, y con él, de todo el pueblo egipcio. Eran los artífices y los garantes de que el soberano tendría los medios para vivir y gobernar eternamente.
Y es que según sus creencias, la muerte apenas era una pequeña interrupción en la posible vida eterna de los egipcios. Pero para asegurarse un lugar en la otra vida, no solo había que conservar el cuerpo momificándolo, sino que el individuo debía disponer de una tumba, o casa de eternidad, que acogiera su momia, así como de todos los equipamientos necesarios para su subsistencia en la inmortalidad. Luego estaba el pequeño trámite que suponía el superar el juicio ante el tribunal de Osiris, en el que se valoraba la rectitud y la bondad del difunto en esta vida. Eso podía ser importante, pero el caso es que si no se disponía de morada y de bienes para la eternidad, el finado estaba perdido, por no decir acabado, y bien jo...robado...
El caso es que, en aquel tiempo, aunque Egipto todavía era un pueblo rico y poderoso, los crecientes problemas lo iban precipitando a la decadencia. Y el país entero avanzaba indolente y veloz hacia el abismo a lomos de la burocracia, la corrupción y la inflación.
La mala administración de los recursos y las corruptelas debilitaban la economía del país, y los artesanos veían multiplicarse su actividad laboral sin que lo hicieran sus salarios, que además empezaron a ser retenidos. Y cuando no eran retenidos eran manipulados o sustituidos por bienes de baja calidad.
“...Comunico a mi señor que estoy trabajando en las tumbas de los príncipes cuya construcción mi señor me ha encargado. Estoy trabajando bien... No soy en absoluto negligente. Comunico a mi señor que estamos completamente empobrecidos... Se nos ha quitado un saco y medio de cebada para darnos un saco y medio de basura”.
Así que aquel día unos sesenta “hombres de la tumba”, (como se les llamaba), cuando ya llevaban dieciocho jornadas sin recibir alimentos ni suministros y como veían al espectro del hambre amenazar a sus familias, se liaron la manta a la cabeza y decidieron que puesto que no se les pagaba ni alimentaba, pues que tampoco trabajarían, al menos hasta que se les diera lo que les correspondía. Y marcharon, quién sabe si también organizando la primera manifestación de protesta de la historia, hasta el templo de Tutmosis III, donde organizaron una sentada mientras esperaban a ser atendidos.
Todo esto lo sabemos merced al llamado Papiro de la Huelga, que actualmente se conserva en el museo Egipcio de Turín, y que fue escrito por el escriba Amennajet, que parece ser pertenecía al equipo de trabajadores de las tumbas.
Según consta en el referido papiro, tras varios días de protestas en los templos, consiguieron, primero muchas promesas y buenas palabras, y finalmente y puesto que no estaban dispuestos a deponer su actitud, que se les dieran las raciones atrasadas. Con lo que todo volvió a la normalidad y los obreros a sus tareas. Pero fue por poco tiempo ya que los salarios y los suministros volvieron a demorarse o directamente a extraviarse y a no llegar una y otra vez. Y de nuevo los obreros volvieron a protestar y a manifestarse ante los interventores de la necrópolis.
“...No nos iremos. Digan a sus superiores, cuando estén con sus acompañantes, que ciertamente no hemos cruzado los muros a causa del hambre solamente, sino que tenemos que hacer una acusación importante porque ciertamente se están cometiendo crímenes en este lugar del Faraón”.
Parece que al menos hasta en tres ocasiones volvieron a declararse en huelga. Y cada vez permanecían en ella hasta que conseguían que les pagaran los salarios demorados. Pero los disturbios continuaban, al igual que los retrasos de las asignaciones.
Finalmente con el nombramiento como visir del Alto y del Bajo Egipto de un tal Ta, que al parecer había sido “Escriba de la Tumba” y que por lo tanto procedía de su medio y de su clase, los obreros tuvieron la esperanza de que la situación se solucionara definitivamente y pararon sus protestas y los tumultos.
Y en un principio pareció que todo se había solucionado puesto que por fin recibieron todas las raciones adeudadas, y se les prometió que ya nunca les faltarían las raciones ni los salarios. Aunque, eso sí, se les conminó a que no volvieran a declararse en huelga bajo pena de ser castigados contundentemente si desobedecían. O sea, que por primera vez en la historia se utilizó la técnica de la zanahoria y el palo, y por primera vez se declaró ilegal la recién descubierta huelga.
Apenas pasaron once días y la administración volvió a incumplir sus promesas y volvió a demorarse el suministro de alimentos y los pagos. Lo que parece ser se acentuó cuando el Visir Ta abandonó la región, puesto que otros asuntos de mayor trascendencia lo reclamaban, como era el participar en un complot contra el mismísimo Faraón. Ya saben ustedes, cosas de la época.
Por desgracia desconocemos como concluyó la historia de aquella primera huelga de la que tenemos constancia. Y no sabemos si los trabajadores finalmente recibieron su salario acordado, o si fueron obligados, más o menos por la fuerza, a reanudar sus labores sin conseguir sus objetivos.
Lo cierto es que los indicios no parecen apuntar hacia un final feliz, al menos para los trabajadores. Porque lo que sí sabemos es que a partir de entonces los robos en las necrópolis se incrementaron, y que los patronos de aquellos obreros del antiguo Egipto sufrieron el peor castigo que pudieran imaginarse. Pues nada era peor para un egipcio de entonces que ver saqueada su morada para la eternidad, ser despojado de sus bienes funerarios y con ellos de la posibilidad de disfrutar del bienestar en la otra vida.
Quizá los robos aumentaran al sumir en la miseria a aquellos obreros a los que les habían negado sus salarios. O por el intento de aquellos parias de vengarse de la injusticia cometida por sus señores. O quizá porque, al ver como mezquinaban con sus tristes vidas, intentaran cobrarse su salario de otra forma. Solo podemos elucubrar. Pero lo cierto es que esta historia nos deja varias reflexiones a considerar. La primera es que no hay enemigo pequeño. Y la segunda y más importante es que hasta el más poderoso de los mortales, aunque sea el mismísimo Faraón de Egipto, considerado y honrado como un dios viviente, puede perderlo todo, incluidos sus más preciados bienes y hasta sus más anhelados deseos, si tensa demasiado la cuerda y si maltrata y desprecia a los que mantienen su estatus y su tren de vida. Porque como dijo otro tirano: “Ni los muertos pueden descansar en paz en un país oprimido”.
Publicado por Balder
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