Hace unos días hice mi última guardia. La última de
muchas. Quizá de demasiadas.
De mis treinta años largos de vida profesional
calculo que me he pasado unos cuatro años de guardias de presencia física, o sea encerrado en un
hospital, y otros ocho en guardias localizadas. Una pequeña gran condena.
Y antes de nada y por desmontar bulos:
- Las guardias son obligatorias, y no, no podemos
renunciar a ellas salvo por motivos de enfermedad o de edad.
- No vamos a ellas precisamente a dormir, porque en
ellas se trabaja, y mucho. En bastantes ocasiones tanto o más que en los turnos
de jornada laboral normal, por mucho que la administración considere
eufemísticamente que son un tiempo “en expectativa de trabajo”.
- Y son uno de los trabajos peor pagados, sobre todo
en relación con el esfuerzo físico y psíquico realizado, con la responsabilidad
que se asume y con el estrés que generan. Entre 21 y 29 euros brutos la hora,
en dependencia de la comunidad autónoma. Y esas horas se pagan al mismo precio
independientemente de que sean diurnas, nocturnas o de festivo, (otra vez por
el eufemismo de “estar en expectativa de trabajo”). Así que, para mantener la
atención continuada de la asistencia sanitaria de la “mejor sanidad del mundo”,
los médicos, ya no es que no cobremos las horas de guardia como horas extras,
es que se nos retribuyen por un importe menor que el de las horas de trabajo
ordinarias.
Pero hoy no quería plantear una reivindicación
laboral. No creo que sea el momento ni el lugar.
Hoy solo quería volver la vista atrás ahora que
termino esta etapa de mi vida laboral.
Porque tantas horas y días de trabajo dan para mucho.
Dan para buenos y malos momentos. Dan para
sonrisas y para lágrimas. Para esfuerzos y cansancios agotadores y para
satisfacciones indescriptibles.
Dan para pasar más tiempo con los miembros del equipo
de trabajo que con la propia familia. Para compartir comidas tardías y cenas de
madrugada. Y dan para comprobar que el mejor momento de la guardia es el
desayuno del día siguiente, no porque sea especialmente apetitoso, sino porque
supone el final de la jornada laboral.
Dan para acompañar en duelos, para enjugar lágrimas y para
despedir a compañeros. Pero también para compartir celebraciones, alegrías y
nacimientos.
Dan para sentirte satisfecho con el trabajo bien
hecho, y dan para no poder dejar de pensar que quizá lo podías haber hecho
mejor y que podías haber evitado esa desgracia.
Dan para descubrir lo mejor y lo peor del ser humano,
para conocer a excelentes personas y para hacer amigos para toda la vida. Pero
también algún que otro enemigo.
En ellas descubrí que el sonido más hermoso del mundo
es el llanto de un recién nacido en el paritorio o en el quirófano. Y que el
más infausto es el lloro callado de la futura madre que ya no lo va a ser, o el
silencio de la persona a la que acabas de dar esa noticia que le está desgarrando
el alma.
Y sí, tantas guardias dan para mucho, para todo eso y
para mucho más. Dan para acumular canas y cicatrices en el alma. Para sentir
que todas tus sonrisas ya siempre tendrán un deje de tristeza. Pero también
para aprender a disfrutar mucho más de cada bocanada de aire fresco y de cada
momento de felicidad.
Dan para pasar de sentir el enorme peso de los años,
a asumir la edad que tienes con estoica serenidad.
Porque de repente te das cuenta de que aquel
residente inexperto e inseguro que fuiste ha desaparecido hasta de la memoria
de los que te rodean. En parte porque los mayores que lo conocieron, y que eran
tus referentes, se han ido, en uno u otro sentido. Y un día te levantas, llegas
al trabajo, y compruebas que, ya no es que peines canas, sino que eres el que
más canas peina. Y que a los que en su momento fueron residentes tuyos y que
eran unos inocentes pipiolos cuando los conociste, ya se les considera adjuntos
seniors, aunque solo sea porque por detrás vienen otros pidiendo espacio, y que
se han convertido en unos excelentes profesionales de los que tienes más que
aprender que enseñar.
Y entonces descubres que ya no están ninguno de tus
maestros y mentores a los que consultar cuando tienes esas dudas que en el
fondo nunca te abandonaron, y que cuando ahora hay una intervención complicada,
ya no eres tú el que pides ayuda, sino que en ocasiones hasta te mandan a ti a resolver el
entuerto.
Y constatas
con horror que ya no eres el joven Ringo Kid de “la Diligencia”, sino que casi
eres el viejo capitán Brittles, de “la Legión Invencible”, y ves cómo te han
crecido los tenientes mientras te diriges a la última misión, a la última
guardia.
Es duro crecer
y madurar. Sobre todo por todos aquellos que se fueron quedando por el camino,
de una forma u otra. En el fondo la vida es un camino hacia la soledad donde,
la mayor parte de las veces, no apreciamos las buenas compañías que se nos
acoplaron hasta que no sentimos la herida de su pérdida cuando nos abandonan; y
donde nos dolemos más por las despedidas de lo que nos regocijamos con los
encuentros.
Así que ahora que contemplo, con un cierto
desasosiego, el primer calendario de guardias en el que ya no aparece mi
nombre, no puedo menos que recordar a todos los que fueron mis compañeros en
las mismas. Desde aquellos primeros tiempos de residente, a estos últimos de
adjunto cansado y veterano.
Y me vienen a la memoria muchos nombres, rostros y
recuerdos. Muchos días eternos y muchas noches en blanco.
Y quisiera evocarlos y nombrarlos a todos, pero temo
que me dejaría a alguno en el tintero. Y no quisiera.
Además ellos y ellas saben quiénes son, y lo mucho
que les debo y lo que les estoy agradecido. A todos. Desde mis primeros
maestros a mis últimos residentes. Sí, a esos residentes que vinieron a
acompañarme en mi última guardia y a los que no pudieron venir porque la
distancia se lo impidió. Y a todos los compañeros que quisieron agasajarme con
sus mensajes y sus buenos deseos. Y que consiguieron emocionarme con su afecto,
con su compañía y con sus regalos. Aunque espero que no se me notara mucho,
gracias a la mascarilla y a las gafas.
Y cuando terminé la que ha sido mi última guardia,
que por ser la última no dejó de ser bastante “entretenida”, con abundante
trabajo de todo tipo, con su puntito de tensión y de estrés, pero en la que
finalmente todo acabo bien, sonreí. Pero no porque fuera la última, que
también. Sonreí porque al recordarlos a todos, a los que ya no están con
nosotros, a los que me precedieron en el tiempo, a los que trabajaron conmigo,
a los residentes actuales, e incluso a los que están por venir, comprendí que
la historia sigue imperturbable, y que nadie es imprescindible. Que el Sol y la
Luna cambian, pero que el trabajo y el esfuerzo de los sanitarios en las
guardias nunca cambiarán.
Y al recordar especialmente a todos los que
continuáis al pie del cañón, desde los más jóvenes a los más veteranos, sé a
ciencia cierta que el “fuerte” sigue bien protegido, que hay unos magníficos
profesionales defendiéndolo, y que el trabajo queda en excelentes manos.
Publicado por Balder
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