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domingo, 30 de mayo de 2021

La última guardia

 

Hace unos días hice mi última guardia. La última de muchas. Quizá de demasiadas.

De mis treinta años largos de vida profesional calculo que me he pasado unos cuatro años de guardias de presencia física, o sea encerrado en un hospital, y otros ocho en guardias localizadas. Una pequeña gran condena.

Y antes de nada y por desmontar bulos:

- Las guardias son obligatorias, y no, no podemos renunciar a ellas salvo por motivos de enfermedad o de edad.

- No vamos a ellas precisamente a dormir, porque en ellas se trabaja, y mucho. En bastantes ocasiones tanto o más que en los turnos de jornada laboral normal, por mucho que la administración considere eufemísticamente que son un tiempo “en expectativa de trabajo”.

- Y son uno de los trabajos peor pagados, sobre todo en relación con el esfuerzo físico y psíquico realizado, con la responsabilidad que se asume y con el estrés que generan. Entre 21 y 29 euros brutos la hora, en dependencia de la comunidad autónoma. Y esas horas se pagan al mismo precio independientemente de que sean diurnas, nocturnas o de festivo, (otra vez por el eufemismo de “estar en expectativa de trabajo”). Así que, para mantener la atención continuada de la asistencia sanitaria de la “mejor sanidad del mundo”, los médicos, ya no es que no cobremos las horas de guardia como horas extras, es que se nos retribuyen por un importe menor que el de las horas de trabajo ordinarias.

Pero hoy no quería plantear una reivindicación laboral. No creo que sea el momento ni el lugar.

Hoy solo quería volver la vista atrás ahora que termino esta etapa de mi vida laboral.

Porque tantas horas y días de trabajo dan para mucho.

Dan para buenos y malos momentos. Dan para sonrisas y para lágrimas. Para esfuerzos y cansancios agotadores y para satisfacciones indescriptibles.

Dan para pasar más tiempo con los miembros del equipo de trabajo que con la propia familia. Para compartir comidas tardías y cenas de madrugada. Y dan para comprobar que el mejor momento de la guardia es el desayuno del día siguiente, no porque sea especialmente apetitoso, sino porque supone el final de la jornada laboral.

Dan para acompañar en duelos, para enjugar lágrimas y para despedir a compañeros. Pero también para compartir celebraciones, alegrías y nacimientos.

Dan para sentirte satisfecho con el trabajo bien hecho, y dan para no poder dejar de pensar que quizá lo podías haber hecho mejor y que podías haber evitado esa desgracia.

Dan para descubrir lo mejor y lo peor del ser humano, para conocer a excelentes personas y para hacer amigos para toda la vida. Pero también algún que otro enemigo.

En ellas descubrí que el sonido más hermoso del mundo es el llanto de un recién nacido en el paritorio o en el quirófano. Y que el más infausto es el lloro callado de la futura madre que ya no lo va a ser, o el silencio de la persona a la que acabas de dar esa noticia que le está desgarrando el alma.

Y sí, tantas guardias dan para mucho, para todo eso y para mucho más. Dan para acumular canas y cicatrices en el alma. Para sentir que todas tus sonrisas ya siempre tendrán un deje de tristeza. Pero también para aprender a disfrutar mucho más de cada bocanada de aire fresco y de cada momento de felicidad.

Dan para pasar de sentir el enorme peso de los años, a asumir la edad que tienes con estoica serenidad.

Porque de repente te das cuenta de que aquel residente inexperto e inseguro que fuiste ha desaparecido hasta de la memoria de los que te rodean. En parte porque los mayores que lo conocieron, y que eran tus referentes, se han ido, en uno u otro sentido. Y un día te levantas, llegas al trabajo, y compruebas que, ya no es que peines canas, sino que eres el que más canas peina. Y que a los que en su momento fueron residentes tuyos y que eran unos inocentes pipiolos cuando los conociste, ya se les considera adjuntos seniors, aunque solo sea porque por detrás vienen otros pidiendo espacio, y que se han convertido en unos excelentes profesionales de los que tienes más que aprender que enseñar.

Y entonces descubres que ya no están ninguno de tus maestros y mentores a los que consultar cuando tienes esas dudas que en el fondo nunca te abandonaron, y que cuando ahora hay una intervención complicada, ya no eres tú el que pides ayuda, sino que en ocasiones hasta te mandan a ti a resolver el entuerto.

 Y constatas con horror que ya no eres el joven Ringo Kid de “la Diligencia”, sino que casi eres el viejo capitán Brittles, de “la Legión Invencible”, y ves cómo te han crecido los tenientes mientras te diriges a la última misión, a la última guardia.

 Es duro crecer y madurar. Sobre todo por todos aquellos que se fueron quedando por el camino, de una forma u otra. En el fondo la vida es un camino hacia la soledad donde, la mayor parte de las veces, no apreciamos las buenas compañías que se nos acoplaron hasta que no sentimos la herida de su pérdida cuando nos abandonan; y donde nos dolemos más por las despedidas de lo que nos regocijamos con los encuentros.

Así que ahora que contemplo, con un cierto desasosiego, el primer calendario de guardias en el que ya no aparece mi nombre, no puedo menos que recordar a todos los que fueron mis compañeros en las mismas. Desde aquellos primeros tiempos de residente, a estos últimos de adjunto cansado y veterano.

Y me vienen a la memoria muchos nombres, rostros y recuerdos. Muchos días eternos y muchas noches en blanco.

Y quisiera evocarlos y nombrarlos a todos, pero temo que me dejaría a alguno en el tintero. Y no quisiera.

Además ellos y ellas saben quiénes son, y lo mucho que les debo y lo que les estoy agradecido. A todos. Desde mis primeros maestros a mis últimos residentes. Sí, a esos residentes que vinieron a acompañarme en mi última guardia y a los que no pudieron venir porque la distancia se lo impidió. Y a todos los compañeros que quisieron agasajarme con sus mensajes y sus buenos deseos. Y que consiguieron emocionarme con su afecto, con su compañía y con sus regalos. Aunque espero que no se me notara mucho, gracias a la mascarilla y a las gafas.

Y cuando terminé la que ha sido mi última guardia, que por ser la última no dejó de ser bastante “entretenida”, con abundante trabajo de todo tipo, con su puntito de tensión y de estrés, pero en la que finalmente todo acabo bien, sonreí. Pero no porque fuera la última, que también. Sonreí porque al recordarlos a todos, a los que ya no están con nosotros, a los que me precedieron en el tiempo, a los que trabajaron conmigo, a los residentes actuales, e incluso a los que están por venir, comprendí que la historia sigue imperturbable, y que nadie es imprescindible. Que el Sol y la Luna cambian, pero que el trabajo y el esfuerzo de los sanitarios en las guardias nunca cambiarán.

Y al recordar especialmente a todos los que continuáis al pie del cañón, desde los más jóvenes a los más veteranos, sé a ciencia cierta que el “fuerte” sigue bien protegido, que hay unos magníficos profesionales defendiéndolo, y que el trabajo queda en excelentes manos.


Publicado por Balder

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