Sus manos siempre quisieron volar. Lejos, muy lejos, en pos de unos sueños que nunca pudo alcanzar. Quizá por eso pusieron todo su empeño en hacer realidad los sueños de los demás.
Son las manos de la vida, del humor en tiempos desesperados,
de la esperanza y de la paciencia. Manos tozudas y peleonas, valientes, con el
valor de los que mirar al miedo a los ojos y aún así, temblorosos y asustados
tiran siempre hacia delante, poniendo toda la fuerza cuando falla la de los
demás, cuando incluso la suya propia tendría que fallar.
Quizá sus manos empezaron a soñar con volar lejos ya desde
el vientre de su madre, mientras al calor de una lareira construida con
esfuerzo, amor y bulas papales, su padre relataba mil historias sobre los
mundos que existían más allá del mar.
A pesar de sus arrugas, de los profundos surcos trazados en
una piel casi siempre llena de heridas, siguen siendo las manos pequeñas y
regordetas de aquel niño de 6 años sentado en el suelo del sobrado. Las manos
temblorosas que escondían su mirada asustada frente al hombre desnudo, con la
cabeza rapada y el cuerpo lleno de parásitos
que la posguerra le devolvió profundamente herido tras su paso por un
campo de concentración y una prisión militar, aquel hombre del que aprendió a
no regodearse en las cicatrices para así poder volver a reír y soñar.
Como no podían levantar el vuelo se sumergieron en la tierra
y en la perfección. En dar vida donde la vida no existía y en volar hacia
dentro, en una inmersión profunda a lo más profundo, en un vuelo picado a las
simas abisales del interior de la tierra, donde las raíces cuidadas con esmero,
regadas con amor, hacen salir a la superficie la hermosura, el alimento, la luz
surgida de la más profunda oscuridad.
Las mismas manos que cargaban contenedores de madera,
conducían camiones, remaban Mandeo arriba en los Caneiros y sostenían los Mayos
al son de una gaita, alumbraron caminos
en la noche más oscura y llena de miedo para encontrarse con su amada, con el
amor de su vida, con su compañera. Construyeron juntos los cimientos materiales
y afectivos de una casa, de un hogar. La cuidaron en sus miedos, la empujaron a
salir adelante, a superarse a si misma y a superarlo a él. En un mundo donde
los triunfadores tenían que ser los hombres, sus manos aplaudían orgullosas
todos los triunfos de ella, sin ser nunca consciente de que eran en realidad
los triunfos de los dos.
Quizá por esa vieja costumbre de sumergir sus sueños en la
tierra no son dadas a acariciar, bueno, salvo que seas su nieta, (Juliña
aprende a nadar). Sus caricias se vuelven espirituales cuando pone sobre la
mesa todo el amor de la cosecha, se vuelven libertad para dejarte ser lo que
quieras ser, empujarte siempre hacia arriba y acompañarte raudas si caes
herido.
Aunque nunca tocaron esos mundos lejanos con los que tanto
soñaron y siguen soñando, sin lugar a dudas han volado mucho más alto de lo que
ellas mismas pueden imaginar.
Son las manos de un hombre enamorado de su familia y de la
vida, sociable, luchador, un poco burlón, positivo a pesar de todos los
pisotones con que le ha agasajado el destino y profundamente honesto. Las manos
del Abuelo Andrés.
Publicado por Farela
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