Cuando en diciembre de 2005 la Televisión Abierta Flamenca de Bélgica realizó una encuesta para elegir al belga más grande de todos los tiempos, el ganador del título honorífico no fue ni un gran artista, ni un prestigioso científico, ni un aclamado escritor, ni tan siquiera un gran hombre de estado. El elegido fue un humilde sacerdote que dedicó su vida a cuidar y a tratar, en lo que entonces eran los confines del mundo, a los más marginados y apestados de su tiempo, a los leprosos.
La
lepra es una enfermedad que arrastra una leyenda negra desde los primeros
escritos de las más antiguas civilizaciones. Siempre fue considerada un mal
incurable, mutilante, repulsivo y estigmatizante, lo que unido al miedo al
contagio y a considerarse, en muchos casos, causada por una maldición o por un
castigo divino, hizo que los que la padecían fueran sometidos a toda clase de
discriminaciones, vejaciones, persecuciones, maltratos y hasta ejecuciones. En
el mejor de los casos, cuando una persona se infectaba, pasaba a convertirse en
un paria y era obligado a apartarse de la sociedad.
Y
eso es lo que sucedía en las islas de Hawái, cuando el joven Jozef llegó allí, como misionero, en 1864.
En
el siglo XIX, con la colonización del archipiélago llegaron a las islas
diversas enfermedades infecciosas que diezmaron a sus habitantes. Pero era la
lepra la que más miedo causaba, por la repulsa que originaba, por su falta de
tratamiento y por sus connotaciones culturales. Esto hizo que, ante el temor a
que se extendiera por toda la población, el rey Kamehameha IV segregó a los
leprosos del reino, trasladándolos a una colonia establecida para ellos en el
Norte de la isla de Molokai. Un lugar inaccesible, al que solo se podía llegar
por barco, donde los leprosos eran abandonados a su suerte, sin apenas medios y
por supuesto sin atención de ningún tipo.
Y
cuando el vicario apostólico católico solicitó un sacerdote que al menos
asistiera espiritualmente a los leprosos, Jozef se ofreció voluntario. Voluntario
para lo que suponía un aislamiento de por vida y una sentencia de muerte casi
segura.
Llegó
a la colonia lazareto el 10 de mayo de 1873. Y se encontró con que el lugar era
un caos, y más que una colonia lo que había era un campo de exterminio en
el que se abandonaba a los enfermos a esperar la muerte, y donde el
desconcierto, la desorganización y las privaciones obligaban a los leprosos a
luchar unos contra otros por los escasos recursos que tenían. Él no se amilanó,
se unió a ellos como uno más, y se dedicó a cuidar a los leprosos como nadie
antes lo había hecho. Colaboró en la
construcción de sus viviendas, levantó colegios y una capilla. Les ayudó
a trabajar en las granjas y a administrar los exiguos bienes que les llegaban del
exterior. Y organizó toda clase de servicios religiosos, y hasta una banda de
música. Incluso fabricaba los ataúdes y cavaba las fosas donde los enterraba
cuando sucumbían a la enfermedad. Pero sobre todo, atendiéndoles físicamente y
consolándolos espiritualmente, les devolvió la dignidad humana que la sociedad
pretendía arrebatarles. Y poco a poco volvió a reinar el orden, y lo que es más
importante, la esperanza.
Con
el tiempo, y en parte merced a las cartas que no dejaba de enviar solicitando
ayuda y medios, el conocimiento de sus logros llegó al mundo exterior y
“civilizado”, y comenzaron a realizarse recaudaciones en todas partes para
ayudarle en su proyecto de humanizar la colonia de los leprosos de Molokai. Y
poco a poco le llegaron comida, ropas, suministros y medicamentos. Y
hasta le concedieron una medalla a ese testarudo sacerdote que había conseguido
levantar una comunidad de seres humanos donde solo había un campo de muerte y
abandono. Pero tanto fue el cántaro a la fuente que al final pasó lo que tenía
que pasar. Y la abnegación y el cuidado diario a sus enfermos hicieron que
Jozef se contagiara de la lepra en 1884, once años después de su llegada. El
mismo se la diagnosticó al comprobar que no sentía las quemaduras que le
produjo en sus pies el agua hirviendo. A pesar de ello siguió trabajando con
sus fieles hasta el final. Levantando viviendas, planificando programas de
producción, y cuidando a los demás.
Finalmente
falleció en 1889 con 49 años de edad. Dicen que feliz y satisfecho, y diciendo
“gracias a Dios ya no soy necesario”, puesto que veía que su obra quedaba
consolidada con los refuerzos de religiosos y religiosas que llegaron a la
colonia poco antes de su muerte.
Nació
con el nombre de Jozef Van Veuster, pero el mundo lo recuerda como el Padre
Damián de Molokai, patrón de los leprosos, de los enfermos de SIDA y de todos
los marginados.
En
memoria de todos los sanitarios que se han infectado durante esta pandemia
mientras cuidaban de sus pacientes. Especialmente de todos aquellos que no
lograron superarlo.
Publicado por Balder
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