domingo, 28 de febrero de 2021

El sanador que se infectó

 

Cuando en diciembre de 2005 la Televisión Abierta Flamenca de Bélgica realizó una encuesta para elegir al belga más grande de todos los tiempos, el ganador del título honorífico no fue ni un gran artista, ni un prestigioso científico, ni un aclamado escritor, ni tan siquiera un gran hombre de estado. El elegido fue un humilde sacerdote que dedicó su vida a cuidar y a tratar, en lo que entonces eran los confines del mundo, a los más marginados y apestados de su tiempo, a los leprosos.

La lepra es una enfermedad que arrastra una leyenda negra desde los primeros escritos de las más antiguas civilizaciones. Siempre fue considerada un mal incurable, mutilante, repulsivo y estigmatizante, lo que unido al miedo al contagio y a considerarse, en muchos casos, causada por una maldición o por un castigo divino, hizo que los que la padecían fueran sometidos a toda clase de discriminaciones, vejaciones, persecuciones, maltratos y hasta ejecuciones. En el mejor de los casos, cuando una persona se infectaba, pasaba a convertirse en un paria y era obligado a apartarse de la sociedad.

Y eso es lo que sucedía en las islas de Hawái, cuando el joven Jozef llegó allí, como misionero, en 1864.

En el siglo XIX, con la colonización del archipiélago llegaron a las islas diversas enfermedades infecciosas que diezmaron a sus habitantes. Pero era la lepra la que más miedo causaba, por la repulsa que originaba, por su falta de tratamiento y por sus connotaciones culturales. Esto hizo que, ante el temor a que se extendiera por toda la población, el rey Kamehameha IV segregó a los leprosos del reino, trasladándolos a una colonia establecida para ellos en el Norte de la isla de Molokai. Un lugar inaccesible, al que solo se podía llegar por barco, donde los leprosos eran abandonados a su suerte, sin apenas medios y por supuesto sin atención de ningún tipo.

Y cuando el vicario apostólico católico solicitó un sacerdote que al menos asistiera espiritualmente a los leprosos, Jozef se ofreció voluntario. Voluntario para lo que suponía un aislamiento de por vida y una sentencia de muerte casi segura.

Llegó a la colonia lazareto el 10 de mayo de 1873. Y se encontró con que el lugar era un caos, y más que una colonia lo que había era un campo de exterminio en el que se abandonaba a los enfermos a esperar la muerte, y donde el desconcierto, la desorganización y las privaciones obligaban a los leprosos a luchar unos contra otros por los escasos recursos que tenían. Él no se amilanó, se unió a ellos como uno más, y se dedicó a cuidar a los leprosos como nadie antes lo había hecho. Colaboró en la  construcción de sus viviendas, levantó colegios y una capilla. Les ayudó a trabajar en las granjas y a administrar los exiguos bienes que les llegaban del exterior. Y organizó toda clase de servicios religiosos, y hasta una banda de música. Incluso fabricaba los ataúdes y cavaba las fosas donde los enterraba cuando sucumbían a la enfermedad. Pero sobre todo, atendiéndoles físicamente y consolándolos espiritualmente, les devolvió la dignidad humana que la sociedad pretendía arrebatarles. Y poco a poco volvió a reinar el orden, y lo que es más importante, la esperanza.

Con el tiempo, y en parte merced a las cartas que no dejaba de enviar solicitando ayuda y medios, el conocimiento de sus logros llegó al mundo exterior y “civilizado”, y comenzaron a realizarse recaudaciones en todas partes para ayudarle en su proyecto de humanizar la colonia de los leprosos de Molokai. Y poco a poco le llegaron comida, ropas, suministros y medicamentos. Y hasta le concedieron una medalla a ese testarudo sacerdote que había conseguido levantar una comunidad de seres humanos donde solo había un campo de muerte y abandono. Pero tanto fue el cántaro a la fuente que al final pasó lo que tenía que pasar. Y la abnegación y el cuidado diario a sus enfermos hicieron que Jozef se contagiara de la lepra en 1884, once años después de su llegada. El mismo se la diagnosticó al comprobar que no sentía las quemaduras que le produjo en sus pies el agua hirviendo. A pesar de ello siguió trabajando con sus fieles hasta el final. Levantando viviendas, planificando programas de producción, y cuidando a los demás.

Finalmente falleció en 1889 con 49 años de edad. Dicen que feliz y satisfecho, y diciendo “gracias a Dios ya no soy necesario”, puesto que veía que su obra quedaba consolidada con los refuerzos de religiosos y religiosas que llegaron a la colonia poco antes de su muerte.

Nació con el nombre de Jozef Van Veuster, pero el mundo lo recuerda como el Padre Damián de Molokai, patrón de los leprosos, de los enfermos de SIDA y de todos los marginados.

 

En memoria de todos los sanitarios que se han infectado durante esta pandemia mientras cuidaban de sus pacientes. Especialmente de todos aquellos que no lograron superarlo.


Publicado por Balder


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