A veces las
manos simulan mariposas de alas abiertas en un vuelo constante en busca de luz.
Pero esas manos, de piel aun tersa y elástica a pesar del paso de los años,
pueden resultar engañosas. Si las miras con detenimiento puedes descubrir en
ellas, en sus surcos y colores, en los matices casi transparentes que dibujan
sus venas, el trazado misterioso de toda una vida de ser la luz que aporta
alas, color y fuerza a miles de mariposas.
Se despertaron
demasiado pronto a la vida adulta, dibujaban travesuras de niña inquieta sobre
envoltorios de mazapán viajero que corría a esconderse en los bolsillos de
alguna desdichada abuela, se unían en plegarias silenciosas para que la purga no
fuera efectiva y se persignaban sumisas ante Mosén Donato para implorar la
absolución por caer en la tentación del hambre golosa de un pequeño ratón de
membrillo. Endurecidas en el agua helada
del río Manubles, en la ropa clareada en sus orillas y en los mil baldes
acarreados de camino a casa y parte imprescindible en la reconstrucción de un
hogar profundamente herido por la guerra. Añorantes para siempre de las caricias
del padre, que le robaron sin llegar a conocerlo lo suficiente para poder
atesorar en la memoria el aroma dulce de sus caricias. Sembradoras infatigables
de los cimientos de su hogar.
Manos sigilosas,
silenciosas, ajenas al ruido del resto de su vida, dulces y tiernas para cuidar las mil flores de
su jardín de tierra y piel, de sueños y vida.
Las Manos de la
Yaya Sabina. Mariposas de luz y luz que
ilumina el camino de otras mil mariposas.
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