domingo, 13 de diciembre de 2020

No es justo

           Se sienta frente al espejo y por un instante, por un solo instante, allí en el fondo de sus ojos, ve el reflejo imperecedero de la persona que un día fue. El espejo le devuelve la misma imagen que aquel día le devolvieron las aguas heladas del Mandeo, al inclinarse peligrosamente por la barandilla de la atestada barca para refrescar la mano un instante mientras ascienden río arriba hacia el Campo dos Caneiros.

          Es un instante fugaz, apenas un destello, en el que sin embargo se dibuja toda una vida. De pronto esa luz intensa parece apagarse y el espejo perfila con cruel veracidad las pequeñas arrugas que rodean sus ojos. Silenciosamente se lleva una mano a las mejillas de tez morena y acartonada iguales a las que tanto le gustaba acariciar en su abuela. Las comisuras de los labios, no sabe muy bien cómo ni desde cuándo, han dejado de dibujar aquella curva hacia arriba que la hacía sentir tan viva, aquel gesto suyo un poco burlón frente a un universo que nunca consideró la opción de ponérselo demasiado fácil; y ahora, mientras las recorre con sus dedos antaño tan ágiles, no puede dejar de sorprenderse por el hecho de que caigan bruscamente hacia abajo, de que como el resto de su cuerpo se hayan dejado vencer por esa gravedad, ramera despiadada, que tan bien definió su admirado Sheldon Cooper.

          Se fija entonces en sus manos, enlaza extrañas figuras en el aire con ellas mientras las mira extrañada, como si de dos desconocidas se tratase, a la vez de frente y a través del espejo. Vuelve a buscar con sus dedos largos y nudosos los contornos desdibujados de su rostro, pero ya no es capaz de trazarlos todos, la rigidez los atenaza, el dolor de años de costura hasta la madrugada iluminada por luces tenues que le permiten a penas ver lo justo para no equivocarse, se ha quedado gravado para siempre en ellas. Las gira en el aire y contempla la piel fina y arrugada, las venas prominentes y las manchas café con leche que ocupan una parte importante de su superficie, y también por un instante reconoce en ellas aquella mano que se sumergió en el agua helada del Mandeo, y las ve como a través de uno de esos filtros mágicos de las cámaras de fotos que parecen devolverla a una juventud que ya se ha ido de su cuerpo aunque siga viva en la imagen que guarda de sí misma en su interior.

          Nació con la guerra civil y creció en una posguerra difícil y tormentosa. Su infancia son recuerdos de pies descalzos sobre la hierba, de cuxiños pequeños con los que compartía el biberón, de carreras desenfadadas hasta el río con sus primas en el verano, cuando el calor abrasador impedía realizar cualquier mínima labor, de noches espiando a los mayores por los agujeros del suelo del sobrado, de leche caliente con castañas en otoño y de manos envueltas en trozos de trapo para ir a la escuela en medio de duros inviernos de heladas sobrecogedoras.

          Pero curiosamente son recuerdos llenos de felicidad, como aquel instante en la barca, cuando la vida estaba llena de promesas, cuando se acababa la larga posguerra y comenzaba su juventud. Cuando el mundo no era una amenaza sino una puerta abierta hacia la esperanza. ¡Cuánto daría por ser ahora como era entonces! Valiente, sin miedos extraños ni temores absurdos, dispuesta a comerse el mundo a bocados durante aquellos años de duro trabajo pero magnificas esperanzas, donde la piel era tersa y la belleza iluminaba su rostro a través de aquellos enormes ojos siempre llenos de vida e ilusión y porque la esperanza asomaba en cualquier instante de diversión, en los bailes en el pequeño salón en invierno, en la ropa que cosía hasta altas horas al calor de la lareira, en beber la leche ordeñada directamente de la cabra Tomasa y en descubrir el amor.

          Después se casó y con el mismo empeño y optimismo de siempre empezó su nueva vida, construir de la nada un mundo, ya que nada tenía más que amor e ilusión y con esa ilusión se trasladó a la ciudad, solo para descubrir que la ciudad perpetuamente iluminada, era en realidad mucho más triste y oscura que aquel mundo rural de cuyas carencias había deseado huir desesperadamente.

          En la ciudad aprendió, para su desolación, muchas cosas que nunca había sabido. Descubrió que olía a humo y que eso, por alguna extraña incongruencia del universo, aquí no significaba que tenías un hogar al que regresar, una lumbre en la que cobijarte cada anochecer después del duro trabajo cotidiano, sino algo vergonzante y ruinoso de lo que a toda consta había que escapar. Lavo, cosió y plancho ropa de muchas mujeres “mejores” que ella, cuyos sueños y cuya dignidad por algún extraño motivo, estaban muy por encima de los suyos, de esas mujeres a las que necesariamente debería querer emular. Descubrió aunque nunca entendió por qué, que debía avergonzase de la mujer que había sido e intentar ser alguien totalmente diferente, pero nunca del todo igual a las demás.

          Vinieron los hijos y siguieron luchando, ellos dos, mano a mano, para que pudieran estudiar y labrarse un  futuro mejor, o al menos el sueño de lo que los demás les dijeron que sería un futuro mejor. Construyeron con mucho esfuerzo su pequeña casa, con una galería trasera donde ella soñaba que algún día, cuando sus hijos se valieran por si mismos, podría sentarse a descansar, a coser por el placer de hacerlo y a mirar a su marido trajinando por el huerto, también por el placer de hacerlo, porque les gustaba, porque ellos dos lo querían y a esas alturas ya poco le importaba lo que quisieran los demás.

          Después se jubiló, y llegaron los nietos, y siguió cosiendo un poco por placer y otro poco por obligación, y cocinando primero para cinco, después para diez y después ya perdió la cuenta, porque para que los hijos siguieran huyendo de la sombra de un destino vergonzante tenían que trabajar, y ellos dos, ya un poco viejos y algo cansados recogen chicos del colegio, los llevan a actividades y se manejan con unas agendas que para sí quisiera el mismísimo ministro de interior, aprender a mandar mensajes por el móvil, aunque en honor a la verdad malditas las ganas que tienen, y a tragarse las broncas de los hijos porque de vez en cuando se les va la mano consintiendo a este nieto o a aquel otro… y también los nietos han ido creciendo, alguno ya está a punto de acabar la universidad.

          No les han salido malos chicos y les han dado muchas satisfacciones, los cuidan cuando están enfermos, siguen reuniéndose a su alrededor para celebrar cualquier pequeño logro. Nunca os dejaremos solos, les dicen una y otra vez. Nunca. Y eso le hace pensar que quizá como padres tampoco lo han hecho tan mal.

          Han cambiado mucho la vida y este país, desde que ellos eran jóvenes, aunque en algunas cosas lo hayan hecho muy poco. Y ellos, lo saben bien, fueron parte del motor de ese cambio, aquellos niños descalzos de las ciudades y las aldeas, las jóvenes soñadoras que buscaban coquetas su imagen en las aguas del río fueron los soldados, los obreros, los diseñadores de un mundo, que en muchos aspectos es mejor, aunque quizá en otros sea mucho peor.

          Se levanta con dificultad de la silla frente al espejo en la que ha ido hilando todos estos pensamientos, a ratos con ternura, a ratos con un poco de ira contra sí misma y contra los demás, y a ratos con una sonrisa entrecortada que por un instante eleva una vez más, quien sabe si será la última, las comisuras de sus labios. Después, despacito, apoyada en su bastón, camina lentamente hacia la galería y se sienta bajo la lámpara, desliza sus manos temblorosas por la costura y el libro que ha dejado abandonados en un rincón y lo mira caminar entre los frutales.

           Ahora tienen tiempo, ahora pueden hacerlo. Y este momento de su futuro en el que al fin pueden sentarse y descansar, cuando todos los sueños y las ilusiones parecen cumplidos, cierra los ojos y se recrea en la añoranza de sus pies descalzos y el agua helada del río Mandeo, sueña por un instante que la casa huele a cacao caliente y humo del hogar, de ese hogar al que todo ser humano desea regresar, y una lágrima resbala lentamente por las arrugas que surcan su rostro como los cauces secos de los mil ríos de su vida. Se siente como en una carretera una noche oscura, cuando mira hacia atrás solo consigue ver hasta un determinado punto del camino, a donde alcanza su memoria, a partir de ahí solo hay una niebla espesa que cubre los recuerdos de los que la precedieron; cuando mira hacia delante, hoy por primera vez no ve que la carretera aún se abre ante sí, solo hay más niebla, niebla espesa en la que al fondo brilla una luz cercana pero muy tenue. Y, por primera vez en su vida, concuerdan su aspecto exterior y su profundo pesar interior. Por primera vez en su vida se siente una anciana.

          Están solos, ellos dos, estarán solos esta Navidad. No porque lo quieran ellos, ni los hijos ni los nietos. Sino porque al final de sus días, cuando solo cabría sentarse a disfrutar plácidamente hasta ese reencuentro final, en un acto de crueldad infinita, ese universo extraño y caprichoso les ha regalado un virus maldito. Un virus letal para su cuerpo pero sobre todo para sus almas, porque ha venido a robarles todo lo que construyeron con esfuerzo, amor e ilusión; a robarles la ilusión y la esperanza que aun los mantenían en pie.

       Sus sueños están en nuestras manos, sus lecciones deberían de estar en nuestras vidas y en nuestros corazones para siempre.


Publicado por Farela.

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