Se llamaba
Niebla y fue mi primer perro. Era una hembra de raza indefinida, aunque su
padre, y la mayor parte de sus formas eran de pastor alemán.
Era una perra seria, casi triste. Pero fiel hasta el extremo.
Sé que muchas personas han hablado de sus perros antes que yo. Y no espero ni ansío ser más original que ninguno de ellos. Pero me apetece hacerlo.
Murió anciana y enferma. De algún tipo de cáncer que le metastatizó en el hígado.
Aquel último verano fue especial. Yo estaba preparando el examen MIR y estaba recluido en el chalet de mis padres. No tenía ningún contacto con el mundo exterior. Y con la neurosis que caracteriza a los opositores vivía en un mundo fuera de este mundo. Estudiaba sin límite, dormía a deshoras, comía cuando tenía hambre, y en fin, hacía todo lo que no se debe hacer cuando se quiere aprobar una oposición. Aquella anarquía de vida, de horarios y de organización me llevaba irremediablemente al fracaso.
La relación con mi chica de entonces no iba bien, y a ello no ayudaba ese caos de vida y soledad en el que me había instalado.
Deambulaba de un lado a otro, arrastrando los apuntes o los libros de texto, buscando los rincones menos sofocantes en aquel caluroso verano. No tenía más higiene personal que las dos o tres zambullidas diarias que hacía en la piscina de agua verdosa para refrescarme. Dormía en cualquier rincón de la casa o de la finca, huyendo de la sofoquina, cuando el calor más apretaba o cuando me vencía el cansancio. Y para despojarme de los pocos resquicios de razón que me quedaban, hacía cosas tan absurdas como podar la hiedra de la escalera al anochecer, o mirar con prismáticos la Luna a las cuatro o las cinco de la mañana.
Era una perra seria, casi triste. Pero fiel hasta el extremo.
Sé que muchas personas han hablado de sus perros antes que yo. Y no espero ni ansío ser más original que ninguno de ellos. Pero me apetece hacerlo.
Murió anciana y enferma. De algún tipo de cáncer que le metastatizó en el hígado.
Aquel último verano fue especial. Yo estaba preparando el examen MIR y estaba recluido en el chalet de mis padres. No tenía ningún contacto con el mundo exterior. Y con la neurosis que caracteriza a los opositores vivía en un mundo fuera de este mundo. Estudiaba sin límite, dormía a deshoras, comía cuando tenía hambre, y en fin, hacía todo lo que no se debe hacer cuando se quiere aprobar una oposición. Aquella anarquía de vida, de horarios y de organización me llevaba irremediablemente al fracaso.
La relación con mi chica de entonces no iba bien, y a ello no ayudaba ese caos de vida y soledad en el que me había instalado.
Deambulaba de un lado a otro, arrastrando los apuntes o los libros de texto, buscando los rincones menos sofocantes en aquel caluroso verano. No tenía más higiene personal que las dos o tres zambullidas diarias que hacía en la piscina de agua verdosa para refrescarme. Dormía en cualquier rincón de la casa o de la finca, huyendo de la sofoquina, cuando el calor más apretaba o cuando me vencía el cansancio. Y para despojarme de los pocos resquicios de razón que me quedaban, hacía cosas tan absurdas como podar la hiedra de la escalera al anochecer, o mirar con prismáticos la Luna a las cuatro o las cinco de la mañana.