domingo, 23 de agosto de 2020

Se llamaba Niebla


Se llamaba Niebla y fue mi primer perro. Era una hembra de raza indefinida, aunque su padre, y la mayor parte de sus formas eran de pastor alemán.
          Era una perra seria, casi triste. Pero fiel hasta el extremo.
          Sé que muchas personas han hablado de sus perros antes que yo. Y no espero ni ansío ser más original que ninguno de ellos. Pero me apetece hacerlo.
          Murió anciana y enferma. De algún tipo de cáncer que le metastatizó en el hígado.
          Aquel último verano fue especial. Yo estaba preparando el examen MIR y estaba recluido en el chalet de mis padres. No tenía ningún contacto con el mundo exterior. Y con la neurosis que caracteriza a los opositores vivía en un mundo fuera de este mundo. Estudiaba sin límite, dormía a deshoras, comía cuando tenía hambre, y en fin, hacía todo lo que no se debe hacer cuando se quiere aprobar una oposición. Aquella anarquía de vida, de horarios y de organización me llevaba irremediablemente al fracaso.
          La relación con mi chica de entonces no iba bien, y a ello no ayudaba ese caos de vida y soledad en el que me había instalado.
          Deambulaba de un lado a otro, arrastrando los apuntes o los libros de texto, buscando los rincones menos sofocantes en aquel caluroso verano. No tenía más higiene personal que las dos o tres zambullidas diarias que hacía en la piscina de agua verdosa para refrescarme. Dormía en cualquier rincón de la casa o de la finca, huyendo de la sofoquina, cuando el calor más apretaba o cuando me vencía el cansancio. Y para despojarme de los pocos resquicios de razón que me quedaban, hacía cosas tan absurdas como podar la hiedra de la escalera al anochecer, o mirar con prismáticos la Luna a las cuatro o las cinco de la mañana.
          Supongo que era casi el paradigma de la locura y el sinsentido. Y dudo que ningún ser humano hubiera podido soportar la convivencia conmigo.
          Pero ella nunca se separaba de mí. Me seguía a todas partes y las más de las veces se tumbaba a mi lado, me miraba con esos ojos tristes, esperando una caricia o tan solo protegiéndome de cualquier peligrosa acción que pudiera ocurrírseme realizar. Se adaptaba a mis absurdos ritmos circadianos y me seguía en todas mis alienadas actitudes. Quieta las horas que pasaba estudiando, y activa cuando me lanzaba a alguna actividad frenética de desahogo. Siempre vigilante, expectante y protectora. Velaba mi locura con una fidelidad encomiable.
          Y al final de aquel verano, apenas una semana antes de mi examen, murió. Era ya vieja y estaba enferma, pero no quiso dejarme hasta el final. Aguantó aún más de lo que pudo. Sé que sería casualidad o coincidencia, pero creo que esperó a que aquel periodo de locura y confusión concluyera para dejarme. Y que cuando percibió que todo estaba encarrilado se dejó ir.
          La encontré muerta aquella mañana y la enterramos bajo un manzano. Y lloré. Ese fue su último logro. El último y postrero servicio que me prestó. Pues con aquellas lágrimas recuperé parte de la cordura y de la humanidad que casi había perdido en aquel verano, en aquel annus horribilis. Aquel verano de locura salvaje en el que suspendí el MIR, me dejó mi novia, y se murió mi compañera, mi perra Niebla.


Publicado por Balder.

No hay comentarios:

Publicar un comentario