Hace miles de
millones de años, en el corazón de las estrellas, se fueron formando los átomos
de todos los elementos que constituyen nuestro mundo y nuestro propio cuerpo.
El carbono, el oxígeno, el hierro, el calcio, todos se formaron en el horno
alquímico de las estrellas. Posteriormente, las explosiones de supernovas los
distribuyeron y repartieron alegremente por todo el universo hasta que llegaron
a nuestro sistema solar y formaron nuestro mundo, y en definitiva lo que hoy
somos. Realmente somos polvo de estrellas.
Luego, en una
noche de hace miles de años, un homínido, antepasado de todos nosotros, se
quedó embelesado mirando al cielo nocturno y a todos aquellos puntitos
luminosos que cubrían la cúpula celeste y de los que, sin él saberlo, procedía.
Fue el primer ser humano.
La noche en que
aquel lejano antepasado nuestro descubrió la belleza del cielo estrellado, y se
preguntó, por primera vez, qué eran esas hermosas y diminutas luces del
firmamento demostró que su inteligencia y su espíritu habían cruzado el umbral
de la humanidad.
Como especie
somos animales diurnos. Vivimos a la luz del sol y tenemos el sentimiento
atávico de que con la noche y las tinieblas llegan los peligros, los
depredadores y la muerte. “La noche es oscura y alberga horrores”. Por eso,
cuando nos sobrepusimos a nuestros instintos y encontramos en la noche, más
allá de sus amenazas y de nuestros temores, el hermoso encanto de los cielos y, sobre todo, los enigmas y las preguntas trascendentes sobre el Universo y sobre
nosotros mismos, es cuando nos convertimos en humanos. Y de esa curiosidad e
inquietud humana surgió el anhelo por encontrar respuestas y con ello
descubrimos la religión, la filosofía y la ciencia.
Del corazón de
las estrellas obtuvimos los elementos, el barro, que formaron nuestros cuerpos,
y contemplándolas recibimos el soplo divino que nos hizo humanos. Por eso somos
hijos de las estrellas, en lo material y en lo espiritual.
Pero actualmente
y a pesar de su hermosura ya no contemplamos las estrellas. En parte es por la
contaminación de las ciudades, tanto la lumínica como la atmosférica, que
difuminan su visión. Pero sobre todo es porque ya no miramos a los cielos.
Apenas despegamos los ojos del suelo, de nuestros ombligos, o de nuestras
pantallas electrónicas, hasta el punto de que ya no vemos nada si no es a
través de ellas. Y si ya ni ojeamos lo que nos rodea, cómo vamos a “perder el
tiempo” observando algo tan alejado de nuestra cotidianidad y de nuestro mundo
como es el firmamento. Y al dejar de mirar a las estrellas hemos dejado de
plantearnos las auténticas cuestiones importantes de la vida. Ya solo nos
preocupamos por cuestiones banales, cicateras y mezquinas que amargan nuestras
tristes vidas, en lugar de dejar que nuestra existencia sea iluminada por una
delicada luz titilante. Y cada vez más nos hemos ido encerrando en nosotros
mismos y estamos perdiendo la empatía, la compasión, la sensibilidad y la
solidaridad con los demás. Estamos dejando de ser humanos.
Nos hicimos
seres racionales contemplando las estrellas. Al dejar de hacerlo estamos perdiendo la
esencia misma de humanidad.
Publicado por Balder
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