Conforme avanza la pandemia por el
COVID-19, las sensaciones y sentimientos se me van apaciguando; mientras
escribo estas líneas ya han pasado los cuarenta días de la llamada cuarentena,
que esta vez se prolongará algo más. Y en verdad, ha sido un arma clásica, pero
efectiva: el número de casos disminuye, y la presión laboral y emocional se
aquieta. Podemos respirar, por fin.
Tengo una sensación parecida al
alivio que notaba cuando, en mis andanzas montañeras, iba dejando de lloverme
encima, tras verme sorprendido en campo abierto por una tormenta de esas
gordas, que parece que se va a acabar el mundo. Y aunque caminaba empapado y
aturdido, si las gotas sonaban menos fuerte en mi cabeza, parecía que la cosa
se estaba arreglando.
En estos días de abril, mojado y
cansado por la pandemia, aun no sé bien dónde anda mi cabaña, no siento que ya
esté llegando a ningún refugio, aunque sé que no debe estar muy lejos. Procuro
no desfallecer. Me cuesta.
Y siguiendo con el símil, mi pobre
cabeza, que ahora ya no tiene que calcular cada paso que doy, para no ser
arrastrado por un torrente de COVID súbitamente crecido en mi consulta o en un
domicilio aparentemente anodino, empieza a recapitular.
Pienso en las cosas que nos han
pasado, sueño ya con el fuego en el que nos secaremos mis amigos y yo, en
cambiarnos de ropa, pero... ¿Llegaremos a algún lado? Y adonde lleguemos,
¿habrá leña? ¿Podremos encender el fuego? ¿Cogeré una neumonía? Pensar en las
cosas que vendrán es necesario, pero a la vez es un ejercicio peligroso para la
salud mental. Conviene dosificárselo. Por lo menos en mi caso, que noto cómo se
me acelera el pulso y la cabeza cuando entreveo mi nueva “normalidad”.
Soy médico de familia en medio rural.
Atiendo pequeños pueblos con consultorios dignos pero sencillos, con su sala de
espera, su radio para que no se escuche lo que dice el paciente que ya está
dentro, y su despacho de farmacia en la puerta de al lado.
¿Qué haremos? ¿Cómo esperarán? ¿Los
veré a todos vestido de romano? ¿Siempre, o sólo unas semanas o años? ¿Qué
harán mis compañeros aislados en soporte de teletrabajo? ¿Volverán algún día a
tocar a alguien, a estrechar una mano al acabar una consulta?
Si dejo a la mente que trabaje
libremente me hace daño. Mejor no hacerlo. Me centro en intentar digerir lo ya
ocurrido, en comprenderlo y aceptarlo. El futuro ya vendrá, y ya lo viviremos.
No queda otra. Hay que seguir. Sereno y con un pizca de alegría, si es posible.
En eso estamos.
Bueno, pues una de las cosas que me
han pasado es que no me he resignado a asumir la ausencia de tratamiento en
Atención Primaria para mis pacientes. O para mí mismo, si llegase el caso. Cosa
bastante probable, estadísticamente hablando.
En el símil de la tormenta, busqué
algo con lo que cubrirme, aunque solo fuera una triste bolsa de plástico,
(vaya, el símil aquí es bastante real...) Busqué hidroxicloroquina, que por
supuesto no pude conseguir, guiado por las informaciones que todos conocemos.
Se me escapó por sólo una semana. En fin, tal vez era una pista falsa. O no.
Todo es nuevo. En todo caso, yo no pude disponer de ella.
Sí había disponibilidad de un
antibiótico conocido, la azitromicina. Se la di a todos los que tosían. Sí. A
ver. Igual no hacía falta. Bueno. Me daba igual. No soy muy fino trabajando.
Prefiero la sensibilidad alta y curarlos a todos que una buena especificidad,
qué le vamos a hacer.
Y quiero contaros, anónimos lectores,
que por una serie de casualidades y conocimientos previos, decidí darles a
todos mis pacientes enfermos de COVID-19 infusiones de equinacea purpurea,
tomillo y miel.
Y quiero comunicaros que en mi
experiencia van bien. Es decir, mi opinión, mi observación clínica, es que el
extracto seco de equinacea, y con menos seguridad, el extracto alcohólico,
tomado tres veces al día en formas leves, y cuatro al día en formas moderadas
(con afectación pulmonar radiológica), es efectivo en la enfermedad por
coronavirus COVID-19.
Creo también que el tomillo, tomado
en infusión conjunta las mismas veces al día, y endulzado todo con miel,
coadyuva en la buena evolución del cuadro clínico leve o moderado, posiblemente
por el mecanismo de disminuir sobreinfecciones bacterianas.
El efecto terapéutico de ambas
sustancias consistiría en una reducción de la gravedad de los síntomas, y una
disminución de la duración total de los días de enfermedad. No se evitaría la
enfermedad ni su desarrollo.
Los signos y síntomas que vi mejorar
y acortarse, en duración e intensidad, fueron: la tos, la fiebre, la coriza, la
progresión y gravedad de la disnea, la saturación de oxigeno, la anorexia y el
malestar general. No pareció tener influencia en la elevación del dímero D, que
se trató hospitalariamente de forma estándar. Ningún paciente murió. Tenían
entre 16 y 92 años. Sólo uno estuvo grave. Son casos pues, sencillos,
clínicamente hablando.
La toma de estas hierbas en infusión
no previno el contagio. Mi esquema era el siguiente: cuando aparecía un caso de
COVID-19 con PCR positiva, además de todas las medidas estándar recomendadas,
le daba azitromicina 500 mg. uno al día, 3-5 días, y le hacía tomar las
infusiones, tanto al paciente como a todos los convivientes: los asintomáticos
tomaban solamente una o dos veces al día, y a los enfermos les recomendaba la
dosis antes indicada.
Creo que no evité ningún contagio,
aunque tenía esa esperanza, que no se vio cumplida. El virus se extendió por
las familias como el aceite caído en el suelo. Realmente el COVID-19 es una
enfermedad familiar... y comunitaria.
Pero sí tengo la sensación, que os
cuento, de efectividad real. Es sólo una observación clínica. Bueno, es una
observación mía y de mis 11 pacientes, pertenecientes a cuatro núcleos
familiares, 10 de los cuales opinaron que las infusiones les iban bien y les
mejoraban. (¡Qué pocos...! ¡Que os estoy oyendo, compañeros positivistas...
tranquilos! No quiero convenceros a vosotros de nada, por supuesto. Pero
tampoco por eso voy a callarme...)
He intentado que facultativos de los
hospitales cercanos estudiasen o probasen este esquema terapéutico en
condiciones más adecuadas para intentar dar luz a esta posibilidad... Pero no
ha sido posible. Es tan difícil vencer las inercias, incluso deseándolo... Tal
vez lo consigan al final. Mi apoyo para ellos.
Mis amigos celtíberos y celtimoras sí me
escucharon, y me abrieron su web para comunicar humildemente mi opinión al mundo
de Internet. ¿Estoy equivocado, y simplemente las infusiones saben buenas? No
voy a citar aquí ni un solo artículo de bibliografía, es un placer perverso y
un antihomenaje a mis amigos de Elsevier... Solo doy mi opinión, mi observación
clínica de médico de familia cascarrabias.
Ojalá algunos de vosotros seáis capaces
de diseñar un ensayo a doble ciego clínico aleatorio etc. etc. que demuestre
algo, a favor o en contra. En tal caso ya buscaréis toda la bibliografía que os
convenga. Y si sale bien, todos los derechos para vosotros. Yo encantado.
Ojalá el saber ancestral de las madres,
abuelas y pastores del Bajo Aragón y la Litera, en España, unido a las
tradiciones terapéuticas de los indios de California, sean los depositarios de
una de las llaves para disminuir el dolor y el sufrimiento de los enfermos de
esta nueva plaga. Sería una bonita paradoja, y un acto poético de justicia
histórica.
Que el COVID-19 se muriese con
hierbetas, agua, lejía y jabón de casa. Qué bueno, qué simple y qué
esperanzador sería.
Paz y bien, y hasta la próxima.
Agradecimientos: Si este escrito acaba
aportando algo a alguien, se lo deberemos todos a mi hija Marisa Pérez, a Maite
Aranzábal, organista de Torreciudad, y a Elena Javierre y Rocío Lamarca,
pediatras, por descubrirme todas ellas, cada una a su manera, el uso y
aplicaciones terapéuticas de la equinacea. Y a las gentes de Azanuy, Caspe,
Calasanz y Peralta de la sal, por enseñarme a usar el tremoncillo/timó/tomillo
para curar distintos problemas de salud.
José Luis Pérez
Albiac. Médico rural, especialista en medicina familiar y comunitaria.
Barfulaire conocido y confeso.
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