Siempre estuvo
obsesionado con la inmortalidad. Lo cual no es de extrañar teniendo en cuenta
el momento y el lugar en que le tocó vivir.
La humanidad,
desde que surgió como tal, siempre se ha preguntado que hay al otro lado de la
muerte. Pero los antiguos egipcios lo tenían claro. La vida después de la
muerte existía y era real. Pero había que ganársela. Aunque lo primero y
principal era no perderla. Porque aparte de conservar el cuerpo, para que se
uniera en el Mas Allá con el alma, el Ba, y con la energía vital, el Ka, había
que responder de la propia vida ante los dioses, que comprobaban mediante una
balanza que el corazón del finado era más ligero que la pluma de la verdad de
la diosa Maat, lo que significaba que era “justo de voz”, y que no
tendría que enfrentarse con Ammyt, la devoradora de muertos, que engullía los corazones, privándoles con ello a sus poseedores de la inmortalidad y condenándolos a la muerte
definitiva. Pero, por si todo esto fuera poco, y por encima de todo lo demás,
había que conseguir que los vivos conservaran el recuerdo del nombre y de la
vida del fallecido, pues el olvido de los mismos, junto con la destrucción de sus imágenes
impediría que el difunto disfrutara de su existencia en el Mas Allá.
Y él, el
soberano del Alto y del Bajo Egipto, Defensor de Kemet, Toro Victorioso y
amante de la Justicia, el gobernante más poderoso del mundo, era muy consciente
de lo frágil que era la memoria de los hombres, y de cómo se podía destruir el
recuerdo de un faraón, por muy poderoso que hubiera sido en vida. Y lo sabía,
fundamentalmente, porque él había contribuido a la destrucción del recuerdo y
de las obras del soberano hereje, aquel del que no se podía mentar su nombre.
Por eso, y por
encima de todas sus acciones políticas, que no fueron pocas, se preocupó e hizo
todo lo posible por vencer al olvido. Y para ello ordenó esculpir cientos y aun
miles de estatuas de sí mismo y distribuirlas, ya no solo en monumentos nuevos,
sino incluso en otros antiguos de los que se apropió y usurpó para hacer creer
al mundo que él había sido su creador; en ampliar antiguos templos y en construir
otros nuevos dedicados a su memoria, junto a la de otros dioses, con la secreta
y pública esperanza de que, al ser lugares sagrados, nadie se atrevería a
destruirlos en el futuro. Dejó cientos de documentos y de registros con su
nombre en toda clase de papiros, estelas, edificios y obeliscos, en los que
relataba todas las victorias, las obras y las reformas realizadas bajo su
mandato, tanto militares como civiles, y ya fueran acontecimientos reales, o
magnificados, o directamente ficticios. Y finalmente se construyó el templo
mortuorio y la tumba más rica y segura que monarca alguno hubiera podido
imaginar. Y con ello pretendió vencer a la muerte y al olvido.
Pero el tiempo
es un padre implacable que devora a sus hijos. Los años pasaron y los templos
fueron primero abandonados, y luego, unos destruidos y otros devorados por las
implacables arenas del tiempo y del desierto. Las estatuas cayeron y los
registros fueron olvidados. Su tumba fue saqueada, y su momia hubo de ser
trasladada por los sacerdotes hasta en tres ocasiones, cada vez con menos
boato, hasta acabar en un triste sarcófago de madera, sin apenas riquezas ni
ajuar funerario, y compartiendo su sepulcro con otras momias de diferentes
épocas. Y aun esa última tumba fue también saqueada y ultrajada. Parecía que su
memoria y su nombre iban a desaparecer bajo las ardientes arenas del tiempo.
Y pasaron los
siglos, y otros hombres redescubrieron sus estatuas, desenterraron sus templos
y reconstruyeron sus monumentos. Y finalmente lo encontraron a él. Y a la vez
que restauraban sus construcciones, sus estatuas y sus grabados, tradujeron las
estelas y los textos y le devolvieron la voz para que pudiera relatarle de
nuevo al mundo sus grandes hazañas. Su momia fue tratada y cuidada con un mimo
largo tiempo olvidado, y que no había conocido desde los tiempos de su
embalsamamiento. Y cuando hubo de ser trasladado a los antaño países bárbaros
del norte para ser curado, desinfectado y conservado, los descendientes de sus
súbditos imprimieron nuevos documentos con su nombre, donde le reconocían sus
títulos de antaño, y fue recibido, allende los mares, con honores de jefe de
estado. Y se convirtió en uno de los Faraones más célebres, ya no de Egipto,
sino del mundo entero.
Se llamaba
Ramses II el Grande, el vencedor de Qadesh, y del tiempo.
Publicado por Balder
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