domingo, 5 de enero de 2020

La abuela Gregoria


Nunca se rindió. A pesar de todos los golpes y sinsabores que le dio la vida, que no fueron pocos, nunca dejó de luchar. Nunca dejó de afanarse y de bregar por los suyos. Por sus padres primero, por sus hijos y sobrinos después, y finalmente por sus nietos.
          Se crio en una familia de pastores, donde lo único que no faltaba era el trabajo. Con apenas nueve años dejó la escuela, porque sus bracitos eran necesarios en las labores de la casa. Y tras una infancia de fatigas y menesteres, con diecinueve años se casó con un labrador, grande y fuerte como un castillo, e iluso soñador que aspiraba a trabajar sus propias tierras. Fue el inicio de una nueva vida con nuevas faenas y afanes, pero llena de esperanzas y de pasiones. Juntos se veían con las fuerzas necesarias para enfrentarse al mundo entero y para vencer todas las dificultades que pudieran llegar.
          Y así, juntos, recibieron a los niños que fueron llegando, se regocijaron con las alegrías del esfuerzo compartido, y encararon los golpes con que la vida les iba agasajando, incluido el dolor por la muerte de un hijo con apenas ocho meses. La vida no era fácil pero juntos podrían con ella.
          Y para conseguir llevar a buen puerto los sueños, comenzaron comprando a cuenta aperos y caballerías con las que poder trabajar para otros e ir ahorrando.
          Pero de pronto llegó la guerra y se fueron los sueños, que ya sabes, que cuando uno hace cuentas le salen collares. Y la guerra, monstruo voraz e insaciable, primero le arrebató a un hermano y luego al marido. Y se quedó viuda con veinticinco años y cuatro hijos en aquel conflicto que no entendía pero cuyos amargos recuerdos la persiguieron toda la vida.
          Cuando le dieron la noticia de la muerte de su marido se desmayó. Pero esa fue la última vez que perdió el sentido. Nunca más se lo pudo permitir, y nunca más se lo permitió a sí misma.
          La mayor de sus hijos apenas tenía seis años, y la pequeña ocho meses cuando sucedió aquello. Así que en cuanto se repuso del golpe físico, que no del anímico ni del espiritual, y sin pensarlo mucho, que nunca se vio que regodearse en pensamientos extraños hubiera ayudado a nadie, y extrayendo fuerza y voluntad de su dolor, se forzó a sacarlos adelante a todos, en contra de lo que esperaban sus acreedores, y hasta su propia familia. Incluso cuando la avisaron para que fuera a recoger los objetos personales de su marido, y entre ellos una foto que llevaba en la cartera de ella misma y de los cuatro hijos, se tragó el dolor, y tras mirar el retrato unos instantes, se guardó la foto y las lágrimas y se volvió a casa a trabajar.
          Y por si fueran pocas bocas a la mesa, acogió en su casa a un sobrino huérfano de madre, y aun tuvo que ayudar a cuidar a los tres hijos de otro de sus hermanos, al que una pulmonía le había arrebatado la mujer.
          Pero nunca se arredró. Y en aquellos años en los que ser viuda era no tener derecho a nada, ni siquiera a salir a la calle, se dedicó a la única labor que no estaba mal vista. Criar y sacar adelante a sus hijos y sobrinos. Y a pesar de que con su marido se le había ido media vida, decidió dedicar la otra media a pelear por los suyos.
          Para conseguirlo se empleó en todo aquello en lo que podía y en lo que le dejaban. Cosiendo para otras mujeres en invierno; trabajando en el campo en primavera; espigando tras la siega y barriendo las parvas de las eras en verano; y llevando tableros de panes amasados al horno del pueblo en todo tiempo. Criando gallinas para vender sus huevos, y un cerdo cada año, y con la venta de sus jamones comprar el cerdo del año siguiente. Pasando noches en vela cuando algún crío se le ponía enfermo, mientras les hacía la ropa y hasta las alpargatas que llevarían. Y por si todo eso fuera poco, sacando tiempo para ayudar a su anciana madre. Y con todos esos afanes y faenas intentar no pensar demasiado, no recordar, y seguir viviendo.
          Todos aquellos trabajos, junto con la escasa pensión que percibía por su viudez, le iban permitiendo salir adelante. Y hasta pagar las deudas. Y así pudo dejar de pasar la vergüenza de tener que esconderse cuando venían los tratantes de blusa negra a cobrar los recibos, y de no tener con que pagarles. Esos mismos tratantes, que habían pensado que una mujer sola no podría afrontar esos préstamos, y que se le habían llevado los aperos que su marido había comprado, en prenda de lo adeudado, aunque valieran mucho más que el dinero pendiente, y que en algún caso nunca le devolvieron, a pesar de la amortización de la deuda.
          Con todo consiguió que sus hijos crecieran razonablemente felices. Le encantaba contarles cuentos, y toda serie de relatos e historietas cada noche, al calor del hogar. Desde la historia original y un tanto sanguinaria de la Cenicienta y su perrita china, hasta la “edificante historia de Genoveva de Brabante”, pasando por oraciones, romances y canciones, o las leyendas locales de su pueblo y de su comarca.
          Y en medio de sus afanes y esfuerzos, el ver crecer a sus hijos la llenaba de orgullo. Siempre gustaba de recordar el día en que su hijo varón, ya adolescente y trabajador jornalero, pagó la última deuda y reclamó que le devolvieran el trillo de su padre que se les habían llevado en prenda. No podía dejar de ver en él la figura orgullosa, altiva y fuerte de su difunto marido.
          Parecía que las cosas mejoraban y que la vida volvía, si no a sonreírle, al menos a encarrilarse.
          Pero la existencia es cruel, y cuando todo aparentaba volver a encauzarse de alguna manera, el destino decidió darles otra oportunidad a los quebrantos y a las aflicciones. La cosa empezó con unos desarreglos menstruales y una anemia, Y con apenas treinta y nueve años le diagnosticaron un cáncer de matriz y de nuevo volvió a partírsele la vida. La operaron y la metieron en aquel tratamiento que la quemaba por dentro y por fuera. Pero como no podía permitirse morir y dejar solos a todos los que dependían de ella, logró vencer la enfermedad y volvió al pueblo aún convaleciente y agotada, pero de nuevo dispuesta a seguir luchando. Aunque no sé si sería por el tratamiento aquel, o por los disgustos, o por el trabajo, lo cierto es que desde entonces la acompañaron unos dolores y cólicos de hígado que la doblaban un mes sí y otro también.
          Luego los hijos, de los que nunca se quiso separar mientras eran niños, fueron creciendo, empezaron a trabajar, y acabaron casándose y emigrando, que el pueblo no daba más de sí. Y aunque los veía a todos recogidos, (como se decía entonces), y bien colocados, la verdad es que de nuevo se sintió viuda y sola. Así que, tras el fallecimiento de su madre, dejó el pueblo y se fue a vivir con ellos. Salvo en el verano, en que como una turista más volvía a su casa, ahora acompañada de sus nietos.
          Pero a pesar de que su situación económica era inconmensurablemente mejor, nunca supo dejar de trabajar. Y siempre se buscaba faenas y tareas que realizar. Y cuando había terminado con todas las labores cotidianas que pudieran imaginarse, siempre encontraba algo más por hacer. Desde remendar vestidos y hasta trapos de cocina, a triturar mendrugos secos para hacer pan rallado. Era casi imposible encontrarla desocupada. A veces incluso, con las prisas y con el afán de no parar, les quitaba los cubiertos y los platos de la mesa a sus hijos y a sus nietos antes de que hubieran terminado de comer.
          Solo, de tarde en tarde, en algún raro momento ocioso, dejaba de afanarse y se quedaba extasiada mirando por el balcón, o por la ventana hacia la calle. Con una mirada mitad perdida y mitad concentrada, observando entre la gente que paseaba algo solo ostensible para ella. Se quedaba callada y concentrada en remotos recuerdos y ocultos pensamientos.
          La vida fue pasando, y los esfuerzos y los disgustos acumulados, junto con las enfermedades y los años, la fueron venciendo lentamente. Así que tuvo que resignarse, en contra de su voluntad, a realizar las escasas tareas que le permitían hacer sus temblorosas manos y su vista cansada, aunque solo fuera para entretenerse y sentirse útil. Disgustada cuando no podía trabajar todo lo que quería. Con la mirada triste y melancólica cuando se volvía a quedar extasiada contemplando por la ventana a las gentes que paseaban por las calles. O sonriendo feliz cuando les contaba sus cuentos y sus historias a los nietos y biznietos.
          Y poco a poco se fue apagando, como una vela con el pábilo consumido colocada al lado de una ventana.
          Años antes me había confesado lo que miraba, con deleite y con envidia, por esa ventana. Contemplaba y seguía con la mirada a las parejas. Sobre todo las parejas de ancianos. Ella, que se había quedado viuda con veinticinco años y cuatro hijos, que había tenido que luchar, siempre sola, contra todos los contratiempos con que la vida quiso ponerla a prueba, sentía envidia de aquellos que habían podido pasar toda su existencia en pareja, acompañados día tras día del amor de su vida.


Publicado por Balder














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