Cuando
era niña, en el patio de mi colegio, como en todos los patios de colegio que en
el mundo son, había tres o cuatro macarrillas que se dedicaban a robarnos los
bocadillos, pegarnos collejas, ponernos zancadillas, etc, etc, etc… a todos los
que destacábamos por ser más tímidos, o más bajos, o más altos, o más
estudiosos, o más enfermizos… o más que se yo.
Como siempre he sido un poco tonta, volvía a
mi casa llorosa y dándole vueltas a la cabeza pensando si aquellos abusones lo
serían porque eran malas personas sin más o por qué en su casa no había dinero
para mandarles un bocadillo al recreo; así que me pasaba buena parte de la
tarde intentando decidir si al día siguiente me defendería pegándoles una buena
patada en los h… o si esa noche antes de acostarme le pediría a mi madre que
para mañana preparará un bocadillo para mí y otro para el pobre y traumatizado
acosador escolar.
Ya sé que estas reflexiones que suelo poner
aquí no son personales, los sentimientos no nos engañemos, carecen de
originalidad, son universales. Así que sé que me creeréis si os digo que este
sentimiento y este modo de analizar la vida me han dado muchos quebraderos de
cabeza a lo largo de los últimos 50 años. Uno nunca sabe muy bien si es mejor
dejarse llevar por la ira o recapacitar ante las collejas que tu propia
conciencia te mete para que aprendas a ponerte en el lugar de los demás.
Hoy ha sido una tarde de esas… me cuenta una
compañera y además amiga una situación que le ha tocado vivir hoy, y yo no he
podido parar de darle vueltas a la cabeza.
Siempre me ha preocupado que pasa por la
cabeza de un psicópata para necesitar hacer daño a los demás. No de un
psicópata a lo grande, de esos que acaban en las páginas de los periódicos o en
una película o serie de televisión, porque esos pertenecen a un perfil
psiquiátrico que a todas luces se escapa de mis capacidades. Me refiero más
bien a esos cutri psicópatas de andar por casa con los que todos hemos tenido
el dudoso placer de coincidir en un vecindario, en el trabajo, en el cole de
los niños o en la cola del super.
¿Son solo personas inconscientes de su
problema? Me pregunto si es solo eso, que existen seres humanos que no estaban
en la cola de la empatía cuando se repartió y mecidos en su propia egolatría y
autocomplacencia son incapaces de comprender que sus bromas, sus comentarios
“bien intencionados” o sus consejos no pedidos ni necesitados, pueden hacer
mucho daño a los demás. ¿O quizá son conscientes de ese daño pero no les
importan? O lo que es aún peor: ¿Buscan provocarlo de un modo voluntario?
Como todos los seres humanos algo mermados de
autoestima, cuando el ataque va dirigido hacía mi de modo personal, me causa
cierto grado de sorpresa y admiración que alguien me considere tan importante
como para dedicarle un solo segundo de su vida a fastidiarme, pero cuando va
dirigido, como hoy, a una persona a la que quiero y respeto personal y
profesionalmente, sigo sintiendo una mezcla de ira y pena. Ira porque mi primer
instinto sería preparar las botas de punta de metal para repartir patadas en
los h…. y pena porque siempre me he preguntado qué clase de miserable vida
tienen que vivir algunas personas para dedicar una parte importante de su
tiempo y sus energías a hacer daño a los demás. ¿No tienen hijos a los que
cuidar?, ¿maridos o mujeres, padres o madres con los que dar un paseo y a los
que abrazar?; ¿sus amigos no hablan con ellos? ¿No tienen inquietudes o
intereses en los que distraerse?
Cuando esas actitudes son en determinados
contextos, tipo “el marco de la huerta estaba más para aquí”, nos retrotraen a
una España negra que todos quisiéramos olvidar. Pero cuando se dan en
contextos, como la educación o la sanidad, donde se presupone la formación, la
educación y un cierto grado de estabilidad mental a los profesionales… me da
miedo, que queréis que os diga. ¿Hacia dónde vamos si los formadores y los
cuidadores son incapaces de ayudar en vez de hundir? ¿Qué clase de trepa
miserable no es capaz de ensalzar sus méritos sin denostar los de los demás?
¿Cómo puedes ser un buen médico si te preocupa más fastidiar a un compañero que
beneficiar a un paciente?
Y aquí estaba yo con mi mal cuerpo, cuando se
me vino a la cabeza una frase que hace muchos años, hablando de un tema
similar, me dijo mi amigo Ton Garrote. “Todos somos para siempre el niño que
éramos en el patio del colegio a los 10 años”. Y aunque parezca mentira me ha
reconciliado un poco conmigo misma y con los demás. Seré entonces siempre la
tonta tímida y estudiosa a la que le robaban el bocadillo, pero no dejaré de
entender que el que te lo roba, sea mala persona o tenga hambre, es solo
alguien que lo necesita más que tú, así que mañana saldré, pa porsi, con dos
bocadillos en la mente y en el corazón, como hacía entonces. Me ayudó a
sobrevivir cuando solo era una niña asustada que ya quería ser médico y espero
que me ayude también ahora.
A mi compañera y amiga, tan admirada personal
y profesionalmente, solo decirle que ella lleva la mochila vital petada de
bocatas… sé que no tengo que decirte que repongas a diario, porque sé que lo
haces y siempre lo harás. Las brujas buenas son así.
Publicado
por Farela
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