Dicen
que la lluvia no huele, pero es mentira. Huele a otoño recién encendido en el
hogar, a volutas de humo ascendente que abandonan como un sueño las chimeneas
para mezclarse con la neblina deslabazada que precede al alba, huele a las mil
gotas de pintura ocre que tiñen de colores los bosques umbríos, huele a leche
tibia con castañas y al paquete recién abierto de Cacao Carmiña. La lluvia trae
el olor incesante de la vida que comienza a recogerse para recibir al invierno,
huele a madera verde apilada contra la pared trasera de las casas, al maíz que
descansa en el hórreo y a las últimas manzanas rojas esparcidas por el suelo
del fallado. Huele a café recién hecho y a pan caliente con mantequilla. Hoy la
lluvia huele a un tiempo pasado y sus ausencias, pero huele también a un tiempo
que está por venir, a refugio y esperanza. Y porque la lluvia huele a todo eso
y a mucho más, salgo a la calle y dejo que me empape, que se deslice por mi
cara y por mi pelo, que descanse sobre mis hombros con la carga ligera de su
memoria pasada y futura.
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