domingo, 15 de septiembre de 2019

El Correo del Zar

          Desde hace varios años me toca ejercer de jefe en funciones durante el verano. Es lo que tiene el hacerse mayor.
          Como es un trabajo amargo, agobiante y poco agradecido, procuro intentar paliarlo, en las tardes que tengo libres, con alguna lectura relajante, fundamentalmente de aventuras, que me ayude a desconectar. Este año ha tocado Miguel Strogoff.
          Y es que la función de jefe en funciones es muy cansada. Entre otras cosas porque, en pleno apogeo de las telecomunicaciones y de las redes sociales, la mejor forma de contactar con alguien en un hospital sigue siendo el hacerlo en persona.
           Supongo que debe de ser que, cómo todo el mundo está muy ocupado y atareado en estas fechas, ya busques a alguien de la dirección, a una supervisora de servicios centrales, o a algún otro jefe en funciones, tan perdido como tú, el caso es que no encuentras a nadie donde debería de estar, ni por supuesto al otro lado del teléfono. Así que no queda otra que coger en mano las historias médicas, los papeles, o esos documentos vitales y secretos, armarse de paciencia y de valor, y, abandonando la seguridad del despacho, ponerse en camino lanzándose a los inciertos pasillos atiborrados de desagradables encuentros o emboscadas inesperadas, bajo el siempre frío estepario, e ir en busca de ese interlocutor que precisas localizar.
           Y eso sin saber lo que te encontrarás a la vuelta de la próxima esquina, o lo que es peor, lo que te puede acorralar en el interior de un ascensor.
          En cualquier rincón hay un anciano perdido que te aborda, un paciente que te espera solicitando una consulta rápida, o un representante de la industria farmacéutica que pretende obstaculizar tu importante misión con una barricada de folletos y fichas técnicas de nuevos medicamentos.
          Uno sabe cuándo abandona la seguridad del fuerte, pero nunca cuando concluirá su periplo y podrá entregar la carta que porta. Entre otras cosas porque cuándo ya crees llegar a tu ansiado destino, te encuentras con que la persona que buscas no está allí, y siguiendo nuevas e imprecisas indicaciones, tienes que volver a salir a la tundra hospitalaria y dirigir de nuevo tus pasos hacia otra incierta ubicación, volviendo a esquivar pacientes, acompañantes y comerciales que te acechan y te preparan peligrosas celadas cual aviesos tártaros.
           Y así, pasillo tras pasillo estepario, encaminas tus pasos intentando proteger con tu vida esos documentos que transportas y que se te hacen tan vitales como la carta del Zar.
           Para colmo de desdichas, y mientras esperas un ascensor, que llega con más retraso que el transiberiano, te alcanza, cual Iván Ogareff, el jefe en funciones de "Cosología", que interceptando tus pasos y tu ineludible misión, pretende endilgarte, con una estocada verbal, esa paciente, de la que ya tenías noticias, y que sabes que es un regalo envenenado; y es que ya sabes, «desconfía de los "cosologuistas" aun cuando traigan regalos». Tú te defiendes como puedes, esquivas y paras sus golpes esgrimiendo la exploración clínica y la ecografía, pero descuidas la guardia y él te ciega lanzándote a los ojos un puñado de analíticas e intenta darte el golpe de gracia con un TAC abdominopélvico. Por suerte, en el último segundo, consigues fintar el golpe y lanzándole a la cara la necesidad de una RNM, te arrojas a la cabina del ascensor, que acaba de llegar, y que parte veloz, dejando a tu oponente en tierra mientras te lanza una mirada de odio y resquemor en la que puedes leer perfectamente "ya te pillaré en el comité de tumores..."
           Finalmente sales a trompicones del ascensor, en tu planta de destino, y tras esquivar a una anciana con turbante y ojos rasgados y de hacerle un quiebro a dos enfermeras que te miran con ojos aviesos, atraviesas la puerta del despacho y te dejas caer en el asiento frente a la mesa de tu ansiado interlocutor que te mira con ojos de asombro.
          No dices nada. Tan solo sacas con mano temblorosa el documento arrugado y lo pones ante sus ojos.
          Lo lee lentamente concentrado, y sin perder la expresión de sorpresa de su mirada te dice:
          - "... Vale, tramito la biopsia radioguiada para mañana... Pero no tenías que haberte molestado en traerlo en persona. La próxima vez le dejas el recado por teléfono a mi secretaria, y no hay problema".
          Descansas unos instantes y con la satisfacción del deber cumplido, abres la puerta del despacho y sales de nuevo a enfrentarte a la inmensidad de la estepa hospitalaria, a las hordas acechantes de tártaros y pacientes y a la nueva misión de entregar otros vitales documentos.


          Para el próximo año, una de dos, o no me dejo sugestionar tanto por la lectura del verano, o directamente me corto el pelo a lo "húsar" y vengo de casa con el sable puesto.


Publicado por Balder.


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