El valle del
Manubles ha estado habitado desde hace miles de años. Su vega fértil,
enclavada en el Sistema Ibérico, siempre ha acogido con beneplácito a los
seres humanos. Y a pesar de ello forma parte de la España vacía, en concreto de
la antigua Celtiberia, una de las comarcas más despobladas de la Europa actual.
En esa tierra dura, pero al mismo tiempo fructífera y de naturaleza desbordante, se asentaron hace más de tres mil años algunos pueblos celtas, o celtificados, que por su ubicación, o por adquirir las costumbres de sus vecinos íberos, acabarían siendo conocidos como Celtíberos.
A pesar de los siglos transcurridos, esos pueblos, agricultores, ganaderos y mercenarios, pues a eso se dedicaban para mejorar sus magras economías, han dejado su huella en ciertas tradiciones y topónimos locales, pero también en algunas de las leyendas que aún perviven, y que han conseguido llegar, más o menos intactas, hasta nuestros días. Como esta que ahora pasaré a relatar.
Había una vez un pueblo de pastores que habitaba aquella zona de agrestes valles y colinas. Los hombres pasaban gran parte del año en el campo, cuidando de los rebaños, mientras las mujeres permanecían en las aldeas, cuidando de las pequeñas huertas, de las casas y de los niños. De tarde en tarde, alguna mujer o algún muchacho, se dirigían al monte, al lugar por donde trashumaban los pastores, para llevarles viandas, enseres y noticias.
Así que, aquel frío día del inicio de la primavera, la joven esposa se vistió con sus ropas más abrigas, se envolvió en una gruesa manta y apoyada en un largo cayado, se dispuso a salir, antes del amanecer, camino del valle donde esperaba que estuvieran por aquellas fechas los rebaños, su marido y sus demás compañeros de pastoreo. Cargaba a la espalda un abultado fardo con ropa, diferentes viandas, frutos secos, y una pequeña torterilla en la que llevaba algo del guiso que más le gustaba a su marido.
Sabía que el camino era largo, de cerca de dos jornadas, pero eso no la amilanaba ni la preocupaba en exceso.
El recorrido durante el día fue duro monte arriba, pero hasta cierto punto agradable, bajo los fríos rayos del sol primaveral. Primero entre los campos de cereales recién sembrados, y posteriormente entre las dehesas de frutales cultivados y entre los bosquecillos de árboles silvestres. Apenas se detuvo un par de veces para beber en algún manantial, así como para reponer fuerzas con algo de comida.
El sol ya se ponía tras las cumbres de la sierra sin que hubiera tenido percance ni encuentro alguno cuando oyó los primeros aullidos a lo lejos.
Aquel sonido, no por menos conocido, no le resultó en absoluto tranquilizador. Para quien debe su sustento y su forma de vida a los rebaños de ovejas, el aullido del lobo es una de las percepciones más amenazadoras que puedan imaginarse. Y más aún cuando estás sola en las inmediaciones del bosque.
El miedo atávico alimentado por tantas historias escuchadas desde niña, y reavivado ahora con aquellos sonidos le hizo apretar el paso, al tiempo que se aferraba con fuerza al palo.
El sol se ocultaba tras las montañas, y los aullidos se oían cada vez más cerca. Sabía que le quedaba poco tiempo de luz diurna, y aunque en esas noches la luna estaba llena, tenía que encontrar un refugio antes de que anocheciera por completo.
Mientras caminaba lo más rápido que le daban las piernas buscaba cualquier sitio en donde pudiera guarecerse, sin hallarlo. La desesperación y el miedo la iban aturdiendo cada vez más, lo que no facilitaba la localización de cobijo alguno. Los aullidos habían cesado, pero sentía como se le erizaba el pelo de la nuca y la invadía la absoluta certeza de que estaba siendo perseguida, vigilada, acosada.
Dirigía su mirada nerviosa y ansiosa hacia los árboles que flanqueaban el camino, pero se le hacían demasiado pequeños y endebles como para trepar a ellos. Las sombras y la penumbra del anochecer empezaban a cubrirlo todo, y le pareció oír a su espalda un trote sordo pero continuo siguiendo sus pasos, cada vez más cerca. Entonces la vio, no muy lejos, una enorme encina sobresaliendo entre el resto de la floresta.
Encaminó hacia ella sus pasos que ya eran una carrera desesperada.
En cuanto llegó a sus pies, dejó caer el fardo y el cayado, y aunque no había trepado a un árbol desde que era niña, su juventud, y las fuerzas que le suministró el miedo, le dieron alas para encaramarse al tronco con presteza y ascender al menos hasta donde comenzaba a dividirse en las gruesas ramas principales. En buena hora, pues apenas se acomodaba en la horquilla de las ramas del árbol apareció un grupo de fieros lobos famélicos, dirigidos por un enorme macho gris de aspecto terrible y feroz que la miraba con ojos llameantes.
Las bestias comenzaron a girar en torno a la encina mientras el gran lobo le enseñaba los dientes y se acercaba lentamente, sin dejar de vigilarla. Cuando ya casi estaba a los pies del árbol dio un enorme salto llegando hasta la altura donde ella se creía segura y, dando un enorme bocado, se aferró con los dientes a la manta que la envolvía arrebatándosela de un tirón.
La muchacha aterrorizada estuvo a punto de precipitarse hacia la jauría pero, soltando la manta, logró aferrarse a las ramas y, trepando angustiada por ellas, buscó ponerse a salvo con la altura. Sintió, más que vio, como la infernal bestia daba otro tremendo salto y con otro bocado se aferraba a sus piernas desgarrándole las medias de lana roja, sin que por fortuna lograra herirla con los colmillos, merced sobre todo al grosor y a calidad de la lana roja. La joven pataleó, pateó y golpeó la cabeza del lobo hasta conseguir derribarlo, y sacando fuerzas y agilidad del pánico, trepó árbol arriba hasta alturas y ramajes que en otras circunstancias nunca se hubiera atrevido.
Sin sentirse todavía segura, pero sin atreverse a seguir ascendiendo por los débiles tallos que la rodeaban, dirigió la mirada hacia los pies del árbol con el temor de encontrarse a su lado a la diabólica alimaña. Por suerte la bestia permanecía en el suelo sin hacer más amagos de saltar, al comprender con su maligna mente que ningún salto le permitiría alcanzar la altura donde se había refugiado la mujer.
La joven contempló atónita e hipnotizada por el pánico el odio en los ojos del animal y en aquellos feroces dientes que le enseñaba, entre los que todavía se veían claramente jirones rojos de lana de sus destrozadas medias.
La luz de la luna le permitía ver al resto de la jauría dando vueltas en torno al tronco y a su jefe, pero sin prestar apenas atención al fardo con sus suministros. Aquella noche buscaban otro tipo de carne y de caza. Mientras tanto aquel diabólico ser, sentado sobre sus cuartos traseros, no dejaba de observarla y vigilarla con inquina, sin apartar los ojos de ella. De vez en cuando le enseñaba los dientes, y los desgarrones de lana roja entre ellos, y emitía un gruñido escalofriante.
No durmió en toda la noche. Arrebujada entre las hojas de la encina, sin atreverse a mirar al suelo por el temor de encontrarse de nuevo con aquellos ojos perversos, dejó pasar las horas que se le hicieron eternas. Su único y horrorizado pensamiento era como se las arreglaría para escapar de aquellas fieras. Sobre todo de aquel ser infernal.
Pero cuando al fin despuntó la aurora, y se atrevió a mirar de nuevo a los pies del árbol iluminado con la luz clara y blanca del día, tras aquella interminable noche de insomnio y de terrores, comprobó cómo los lobos habían desaparecido. Se habían desvanecido sin dejar apenas rastro de su presencia. En el suelo, en torno a la encina, solo quedaban la manta, el fardo con sus enseres, el cayado, y algunos jirones de lana roja. Al contemplarlos, se miró las piernas casi desnudas, recordando la angustia pasada, y comprobó aliviada que no tenía ninguna herida, salvo algún arañazo provocado por las ramas en su huida árbol arriba.
Aun esperó una hora larga sin atreverse a descender, pero al no observar señal alguna de los lobos, junto con los trinos alegres de los pájaros a la luz clara del día, la animaron a bajarse de la encina. Y recogiendo manta, fardo y cayado, caminó lo más rápido que le dieron sus piernas al encuentro de los pastores y del rebaño.
En cuanto vio las primeras ovejas corrió hacia ellas buscando a su marido con la mirada. Y en cuanto lo distinguió se lanzó a sus brazos y se echó a llorar. El hombre la miraba ceñudo, serio y con el rostro circunspecto, percibiendo en la actitud de su mujer el mal trago que había pasado. Pero antes de que ella pudiera contarle las adversidades de la noche pasada, le reprochó hoscamente el que se hubiera aventurado sola y el que se hubiera puesto en peligro de aquella forma.
La mujer se sentía molesta y resentida por no haberse dejado explicar ni por haber podido relatar lo que le había acontecido, pero sobre todo por esos reproches que la recriminaban como si ella hubiera sido la causante del ataque de los lobos. Así que, dolida como estaba, sin decir nada más, extendió la manta en el suelo y abriendo el fardo, colocó sobre ella las viandas y la tortera con el guiso que le había cocinado y que habían sido la excusa para emprender tan arriesgado viaje, y por las que no había recibido ni un simple “gracias”.
Su marido, aun con el gesto severo, se sentó a su lado y se dispuso a devorar la comida que ella le había preparado.
De repente un sudor frío cubrió el cuerpo de la joven, sus ojos se desencajaron y una palidez casi mortal decoloró sus mejillas. Pues, cuando el hombre abrió la boca para dar el primer bocado, pudo comprobar horrorizada como entre los dientes de su marido se veían un montón de hebras de lana de un inconfundible color rojo.
En esa tierra dura, pero al mismo tiempo fructífera y de naturaleza desbordante, se asentaron hace más de tres mil años algunos pueblos celtas, o celtificados, que por su ubicación, o por adquirir las costumbres de sus vecinos íberos, acabarían siendo conocidos como Celtíberos.
A pesar de los siglos transcurridos, esos pueblos, agricultores, ganaderos y mercenarios, pues a eso se dedicaban para mejorar sus magras economías, han dejado su huella en ciertas tradiciones y topónimos locales, pero también en algunas de las leyendas que aún perviven, y que han conseguido llegar, más o menos intactas, hasta nuestros días. Como esta que ahora pasaré a relatar.
Había una vez un pueblo de pastores que habitaba aquella zona de agrestes valles y colinas. Los hombres pasaban gran parte del año en el campo, cuidando de los rebaños, mientras las mujeres permanecían en las aldeas, cuidando de las pequeñas huertas, de las casas y de los niños. De tarde en tarde, alguna mujer o algún muchacho, se dirigían al monte, al lugar por donde trashumaban los pastores, para llevarles viandas, enseres y noticias.
Así que, aquel frío día del inicio de la primavera, la joven esposa se vistió con sus ropas más abrigas, se envolvió en una gruesa manta y apoyada en un largo cayado, se dispuso a salir, antes del amanecer, camino del valle donde esperaba que estuvieran por aquellas fechas los rebaños, su marido y sus demás compañeros de pastoreo. Cargaba a la espalda un abultado fardo con ropa, diferentes viandas, frutos secos, y una pequeña torterilla en la que llevaba algo del guiso que más le gustaba a su marido.
Sabía que el camino era largo, de cerca de dos jornadas, pero eso no la amilanaba ni la preocupaba en exceso.
El recorrido durante el día fue duro monte arriba, pero hasta cierto punto agradable, bajo los fríos rayos del sol primaveral. Primero entre los campos de cereales recién sembrados, y posteriormente entre las dehesas de frutales cultivados y entre los bosquecillos de árboles silvestres. Apenas se detuvo un par de veces para beber en algún manantial, así como para reponer fuerzas con algo de comida.
El sol ya se ponía tras las cumbres de la sierra sin que hubiera tenido percance ni encuentro alguno cuando oyó los primeros aullidos a lo lejos.
Aquel sonido, no por menos conocido, no le resultó en absoluto tranquilizador. Para quien debe su sustento y su forma de vida a los rebaños de ovejas, el aullido del lobo es una de las percepciones más amenazadoras que puedan imaginarse. Y más aún cuando estás sola en las inmediaciones del bosque.
El miedo atávico alimentado por tantas historias escuchadas desde niña, y reavivado ahora con aquellos sonidos le hizo apretar el paso, al tiempo que se aferraba con fuerza al palo.
El sol se ocultaba tras las montañas, y los aullidos se oían cada vez más cerca. Sabía que le quedaba poco tiempo de luz diurna, y aunque en esas noches la luna estaba llena, tenía que encontrar un refugio antes de que anocheciera por completo.
Mientras caminaba lo más rápido que le daban las piernas buscaba cualquier sitio en donde pudiera guarecerse, sin hallarlo. La desesperación y el miedo la iban aturdiendo cada vez más, lo que no facilitaba la localización de cobijo alguno. Los aullidos habían cesado, pero sentía como se le erizaba el pelo de la nuca y la invadía la absoluta certeza de que estaba siendo perseguida, vigilada, acosada.
Dirigía su mirada nerviosa y ansiosa hacia los árboles que flanqueaban el camino, pero se le hacían demasiado pequeños y endebles como para trepar a ellos. Las sombras y la penumbra del anochecer empezaban a cubrirlo todo, y le pareció oír a su espalda un trote sordo pero continuo siguiendo sus pasos, cada vez más cerca. Entonces la vio, no muy lejos, una enorme encina sobresaliendo entre el resto de la floresta.
Encaminó hacia ella sus pasos que ya eran una carrera desesperada.
En cuanto llegó a sus pies, dejó caer el fardo y el cayado, y aunque no había trepado a un árbol desde que era niña, su juventud, y las fuerzas que le suministró el miedo, le dieron alas para encaramarse al tronco con presteza y ascender al menos hasta donde comenzaba a dividirse en las gruesas ramas principales. En buena hora, pues apenas se acomodaba en la horquilla de las ramas del árbol apareció un grupo de fieros lobos famélicos, dirigidos por un enorme macho gris de aspecto terrible y feroz que la miraba con ojos llameantes.
Las bestias comenzaron a girar en torno a la encina mientras el gran lobo le enseñaba los dientes y se acercaba lentamente, sin dejar de vigilarla. Cuando ya casi estaba a los pies del árbol dio un enorme salto llegando hasta la altura donde ella se creía segura y, dando un enorme bocado, se aferró con los dientes a la manta que la envolvía arrebatándosela de un tirón.
La muchacha aterrorizada estuvo a punto de precipitarse hacia la jauría pero, soltando la manta, logró aferrarse a las ramas y, trepando angustiada por ellas, buscó ponerse a salvo con la altura. Sintió, más que vio, como la infernal bestia daba otro tremendo salto y con otro bocado se aferraba a sus piernas desgarrándole las medias de lana roja, sin que por fortuna lograra herirla con los colmillos, merced sobre todo al grosor y a calidad de la lana roja. La joven pataleó, pateó y golpeó la cabeza del lobo hasta conseguir derribarlo, y sacando fuerzas y agilidad del pánico, trepó árbol arriba hasta alturas y ramajes que en otras circunstancias nunca se hubiera atrevido.
Sin sentirse todavía segura, pero sin atreverse a seguir ascendiendo por los débiles tallos que la rodeaban, dirigió la mirada hacia los pies del árbol con el temor de encontrarse a su lado a la diabólica alimaña. Por suerte la bestia permanecía en el suelo sin hacer más amagos de saltar, al comprender con su maligna mente que ningún salto le permitiría alcanzar la altura donde se había refugiado la mujer.
La joven contempló atónita e hipnotizada por el pánico el odio en los ojos del animal y en aquellos feroces dientes que le enseñaba, entre los que todavía se veían claramente jirones rojos de lana de sus destrozadas medias.
La luz de la luna le permitía ver al resto de la jauría dando vueltas en torno al tronco y a su jefe, pero sin prestar apenas atención al fardo con sus suministros. Aquella noche buscaban otro tipo de carne y de caza. Mientras tanto aquel diabólico ser, sentado sobre sus cuartos traseros, no dejaba de observarla y vigilarla con inquina, sin apartar los ojos de ella. De vez en cuando le enseñaba los dientes, y los desgarrones de lana roja entre ellos, y emitía un gruñido escalofriante.
No durmió en toda la noche. Arrebujada entre las hojas de la encina, sin atreverse a mirar al suelo por el temor de encontrarse de nuevo con aquellos ojos perversos, dejó pasar las horas que se le hicieron eternas. Su único y horrorizado pensamiento era como se las arreglaría para escapar de aquellas fieras. Sobre todo de aquel ser infernal.
Pero cuando al fin despuntó la aurora, y se atrevió a mirar de nuevo a los pies del árbol iluminado con la luz clara y blanca del día, tras aquella interminable noche de insomnio y de terrores, comprobó cómo los lobos habían desaparecido. Se habían desvanecido sin dejar apenas rastro de su presencia. En el suelo, en torno a la encina, solo quedaban la manta, el fardo con sus enseres, el cayado, y algunos jirones de lana roja. Al contemplarlos, se miró las piernas casi desnudas, recordando la angustia pasada, y comprobó aliviada que no tenía ninguna herida, salvo algún arañazo provocado por las ramas en su huida árbol arriba.
Aun esperó una hora larga sin atreverse a descender, pero al no observar señal alguna de los lobos, junto con los trinos alegres de los pájaros a la luz clara del día, la animaron a bajarse de la encina. Y recogiendo manta, fardo y cayado, caminó lo más rápido que le dieron sus piernas al encuentro de los pastores y del rebaño.
En cuanto vio las primeras ovejas corrió hacia ellas buscando a su marido con la mirada. Y en cuanto lo distinguió se lanzó a sus brazos y se echó a llorar. El hombre la miraba ceñudo, serio y con el rostro circunspecto, percibiendo en la actitud de su mujer el mal trago que había pasado. Pero antes de que ella pudiera contarle las adversidades de la noche pasada, le reprochó hoscamente el que se hubiera aventurado sola y el que se hubiera puesto en peligro de aquella forma.
La mujer se sentía molesta y resentida por no haberse dejado explicar ni por haber podido relatar lo que le había acontecido, pero sobre todo por esos reproches que la recriminaban como si ella hubiera sido la causante del ataque de los lobos. Así que, dolida como estaba, sin decir nada más, extendió la manta en el suelo y abriendo el fardo, colocó sobre ella las viandas y la tortera con el guiso que le había cocinado y que habían sido la excusa para emprender tan arriesgado viaje, y por las que no había recibido ni un simple “gracias”.
Su marido, aun con el gesto severo, se sentó a su lado y se dispuso a devorar la comida que ella le había preparado.
De repente un sudor frío cubrió el cuerpo de la joven, sus ojos se desencajaron y una palidez casi mortal decoloró sus mejillas. Pues, cuando el hombre abrió la boca para dar el primer bocado, pudo comprobar horrorizada como entre los dientes de su marido se veían un montón de hebras de lana de un inconfundible color rojo.
Publicado por Balder
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