“Largo y escabroso es
el camino que del infierno conduce a la luz”
John Doe (citando a
Milton en “El Paraíso Perdido”). Seven
David Fincher. (1995).
Lo primero que se
pierde en la guerra es el pudor. Mucho antes que el orgullo o que el amor
propio, mucho antes de que el espíritu de la juventud nos deje, y mucho antes
de que el último sentimiento de humanidad nos abandone, antes que todo eso, lo
primero que se pierde en el frente es el pudor.
Quizá sea por eso por
lo que las llamadas conversaciones de letrina son uno de los mayores placeres
de los que disfruta el soldado en campaña.
Charlar
tranquilamente al sol, en un momento de paz lejos del combate, disfrutar de los
recuerdos, deseos y esperanzas de los camaradas, mientras se alivia el cuerpo,
es quizá el último resto de humanidad que conservamos en el frente. Bien
pensado, supongo que por eso es por lo que el vocabulario del soldado está
repleto de términos escatológicos. Supongo que mantenemos en el lenguaje
aquello que aún nos hace felices, o por lo menos nos recuerda que somos seres
vivos, e incluso humanos...
Por eso, aquel día en
retaguardia, recién relevados del frente, y con las barrigas llenas, el que más
y el que menos fue buscando un lugar cómodo, pero no muy alejado, y si era
posible a la vista de los demás, desde donde se pudiera seguir la conversación,
para aliviarse y vaciar el vientre de la pitanza con la que aún no hacía tres
horas nos habíamos hartado, y aún alguno casi había creído reventar. Y no es
que el alto mando se hubiera vuelto loco en un alarde de generosidad, o que
alguien quisiera ver como reventábamos por la comida en vez de por la metralla,
aunque solo fuera para variar. No, lo único que había sucedido es que las raciones
que habían traído para la segunda compañía, eran para ciento veinte hombres, y
los que habíamos sido relevados la noche anterior apenas llegábamos a cuarenta.
Cosas de la guerra. Y claro está, no íbamos a dejar que se estropeara el
rancho.
Así que fue entonces,
en aquel instante de paz, mientras unos dormitaban, otros jugaban a las cartas
y los más charlábamos y cagábamos, con perdón. Fue entonces cuando Agustín
encontró el pájaro aquel. Era un bicho negro, algo más grande que un gorrión,
con el pico curvo, con unas fuertes garras con las que se agarraba a todo lo
que se le ponía a tiro, y con unos ojos tristes, casi llorosos. Estaba claro
que era una cría que se había caído del nido. Pero por allí no había más altura
que un par de paredes de lo que había sido una casa antes de encontrarse en la
trayectoria de un obús.
No sé quién fue el
que dijo que era un halcón u otra rapaz o alimaña similar, pero enseguida, como
siempre, fue Manuel el que nos sacó de dudas. Manuel era maestro, y le gustaba
explicarnos las cosas. Supongo que se recordaba de los chavales a los que
enseñaba, y que nosotros éramos una especie de sucedáneo. Como la pasta oscura
y negra que nos daban en lugar de chocolate. Nosotros para él éramos su
sucedáneo de chocolate, y siempre que tenía ocasión aprovechaba para darnos la
lección. Así que nos dijo que el pájaro aquel era un vencejo, una especie de
golondrina que no se alimentaba de otra cosa que de insectos, moscas,
mosquitos, saltamontes y cosas así, y que era un animal muy beneficioso. Nos
dijo que hacían sus nidos en los tejados y en las paredes de las casas, y que
seguramente este se había caído de los muros que habíamos visto. Nos contó que
eran aves que se pasaban casi toda su vida volando, que no se posaban ni
para dormir, y que solo lo hacían cuando construían un nido para tener a sus
polluelos, y que si este no hubiera tenido la desgracia de caerse, posiblemente
en unos días se habría elevado volando, para no volverse a posar hasta por lo
menos dentro de un año.
Todo eso calentó
nuestra imaginación, y nos hizo tenerle simpatía al bicho aquel. Y decidimos
adoptarlo.
La segunda compañía
acababa de apadrinar a su nueva mascota.
Y apenas unos
instantes después se nos podía ver a todos arrastrándonos por entre los
matojos, cazando toda clase de bichos y llevándoselos a Manuel para ver si se
los podíamos dar de comer a Benito, que así es como no se quien bautizó al
pájaro, y como le llamamos a partir de entonces.
Agustín desmenuzaba
los insectos que íbamos encontrando, y con paciencia casi maternal se los iba
dando de comer poco a poco. Al principio Benito se hacía el remolón y no quería
abrir el pico, pero Agustín, con una ternura que la mayoría de nosotros habíamos
olvidado, lo iba cebando lentamente. Y al final el animal, o se fue acostumbrando
a los mimos, o desistió de resistirse, y nos abría el pico a cada nuevo bocado
que le acercábamos. Manuel había tallado con el machete, en una madera, una
especie de palillo en el que le íbamos sirviendo toda clase de animalillos como
si fueran diminutos pinchitos. Y luego cogía gotas de agua de la cantimplora y
Benito las sorbía con fruición.
Creo que fue la tarde
más feliz para todos en mucho tiempo. El único que dio la nota fue el bruto de
Morales, que de repente, como hacía siempre las cosas, se incorporó y nos soltó
aquello:
- Lo que estáis
haciendo es una barbaridad.- Y remarcó la última palabra como hacía siempre que
quería parecer entendido en algo.
- Es lo mismo que le
pasó a la segunda mujer de mi padre.- Continuó diciendo.- Después de haberle
dado cuatro hijos fuertes y sanos como yo, sin que ningún matasanos se metiera
en medio, tuvo la desgracia de que le naciera un crío muerto. Eso la hizo débil
y temerosa. Así que cuando se volvió a quedar embarazada se empeñó en que la
visitara un medicucho de esos de la ciudad, que aparte de sacarle los cuatro
cuartos que teníamos, y de atiborrarla a potingues, consiguió que no se le
malograra el embarazo, eso sí, a costa de que naciera Miguelico, que el pobre
es más tonto que el día en que se hizo, y que... ¡Maldita sea mi estampa! Más
valiera que naciera muerto como el otro, que para lo único que sirvió fue para
amargarle la vejez a mi pobre padre. Y eso es lo que queréis hacer vosotros...
Sacar adelante lo que debería de haberse muerto, en justa medida.-
Como es natural,
nadie le hizo caso, pues todos seguimos buscando bichillos para Benito, y aún
creo que ni él mismo pretendía que se lo hiciéramos, que solo eran ganas de
hablar y de dar la nota, porque casi aún no había terminado de proferir aquella
perorata, que no venía a cuento, y ya estaba cazando saltamontes como el que
más.
Aquella noche, cuando
el teniente vino a recogernos para llevarnos a unos barracones que los
ingenieros habían improvisado, sonreíamos todos como idiotas, y nos hacíamos
burlas como chiquillos de escuela. Nos sentíamos como si acabáramos de ser
padres.
En los días
siguientes, se repetían una y otra vez
las escenas de nuestras cacerías entre la hierba, los mimos de Agustín,
y las lecciones de Manuel. Casi no hablábamos ni prestábamos atención a otra
cosa que no fuera al bueno de Benito. Poco a poco se convirtió, ya no en el
centro de nuestra vida, sino casi en nuestra única razón de ser. Y entonces fue
cuando nos volvieron a llevar al frente.
Las trincheras
seguían siendo tan asquerosamente húmedas, frías y malolientes como siempre.
Las explosiones y los tiroteos no eran especialmente violentos. Por las noches
casi podíamos dormir. La línea del frente estaba relativamente tranquila en
aquellos días. Y sin embargo nosotros cada vez estábamos más desesperados. En
aquel fangal de lodo, pólvora y sangre que eran las trincheras no había forma
de encontrar saltamontes o escarabajos suficientes con que alimentar al pobre
Benito, y eso nos volvía locos a todos. Nos pasábamos las horas muertas
intentando cazar las moscas que revoloteaban sobre los restos, y el bueno de
Pedro casi se hizo volar la cabeza por un francotirador intentando coger no sé qué
cosa que decía haber creído ver por encima de los sacos terreros. El que peor
lo pasaba era Agustín. Le intentó dar de comer de todo: migas de pan mojadas,
secas, y aun medio masticadas por el mismo, y hasta trozos de carne o de
judías, calientes y fríos, de la escasa ración que nos servían. Pero Benito no
comía nada de eso, solo sorbía las gotas de agua del palillo y comía los cada
vez más escasos insectos que lográbamos atrapar. Y los ojillos se le iban
poniendo cada vez más tristes y llorosos. Y fue entonces cuando el Vasco tuvo
aquella espléndida idea. Había un insecto del que por desgracia no tendríamos escasez
ni aunque nos lo propusiéramos. Eran pequeños y duros, pero los teníamos en
abundancia. Al principio Agustín puso reparos, pero después de ver como Benito
devoraba los primeros que le dio Manuel con ansia de hambre atrasada, casi con
codicia, ya no puso ninguna pega. A partir de ese día nuestras expediciones de
cacería no iban más allá de los dobleces de nuestra ropa o de las cabezas de
nuestros camaradas. Y Benito se convirtió en el mayor devorador de piojos de
cuartel que ninguno de nosotros pudiera haber imaginado. Hasta les cogimos
cariño a aquella plaga que hasta entonces solo había sido una incomodidad más
del frente.
Poco a poco íbamos
tirando. Pero aquel día amaneció torcido. Una bala perdida se llevó a Márquez.
Y por la noche una andanada de artillería cayó sobre nuestra trinchera
destrozando a Carlos y a Andrés el cojo, ese que decía que un día u otro le iba
a llegar la licencia por mutilado de guerra, y dejó malheridos a media docena
más. Luego el enemigo tuvo a bien en obsequiarnos con una ofensiva aderezada
con tableteo de ametralladora y fuego graneado, que hubimos de rechazar a
bayoneta y culatazo, y tras la cual la segunda compañía apenas quedo reducida a
una veintena de andrajosas sanguinolentas y sudorosas criaturas. Tan
abotargados y embrutecidos, que apenas podíamos percibir el horror que nos
rodeaba. Y apenas los primeros rayos del sol iluminaron lo que quedaba de
nosotros cuando oímos a Agustín decir: - Creo que Benito tiene hambre -.
Maquinalmente primero, y luego ya más conscientemente, poco a poco todos
empezamos a rebuscarnos en las cabezas y la ropa el desayuno de nuestro
pequeñín. Cuando los camilleros se llevaron a los muertos y a los moribundos
más de uno nos miró como a los desquiciados que han perdido la razón en el
frente. Supongo que no debe de ser muy corriente ver como una veintena de
hombres que acaban de soportar un ataque, se despiojan unos a otros con ansia,
con impaciencia, casi como si no hubiera otra cosa más precisa o urgente que
hacer. Y después de aquello fue cuando Manuel nos convenció de que urgía soltar
a Benito. El animal estaba ya fuerte y con ganas de volar, pero si tenía que
soportar un infierno como el de la noche pasada, no sabía si podría sobrevivir.
A todos se nos encogió el alma. Imaginar a Benito muerto, sangrando sobre el
barro, era más de lo que cualquiera de nosotros podíamos soportar. Agustín fue
el primero en preguntar que teníamos que hacer. Y Manuel, como siempre que nos
enseñaba como a sus alumnos, levantó la cabeza, miró al cielo y nos habló.
Había que encontrar una buena elevación, una colina o el piso alto de una casa,
y desde allí lanzarlo a lo alto para que cogiera impulso y planeara, y pudiera
elevarse rápidamente, lejos de las explosiones y de las balas. ¿Y dónde
encontraríamos nosotros esa colina o esa casa en aquella trinchera medio
derrumbada y enterrada? Nos miramos unos a otros con angustia renovada.
La solución,
paradójicamente, nos vino del alto mando en la figura del teniente Ribera. Este,
ajeno a todo aquello, se acercó y nos dio sin querer el remedio:
- ¿Queréis vengar a
los camaradas muertos?- Nos increpó.
- ¿Cómo señor?-
pregunto Manuel.
- Mañana habrá una
ofensiva para aplastar las posiciones desde las que nos están machacando esos
bastardos. Pero el mando está buscando a un grupo de veteranos, bragados y con
ganas de lucha, que previamente reviente una defensa que el enemigo tiene un
par de kilómetros al sur, con unos nidos de ametralladoras, sobre una colina,
en un golpe de mano esta noche...
Ya no oímos nada más.
El que más y el que menos estaba pensando en la colina y en lanzar desde allí a
Benito con el primer rayo de sol, y en poder verlo volar libre...
Nos dieron equipo
nuevo, nos cargaron de granadas y de munición y nos lanzamos, tiznados de
camuflaje negro hasta las cejas, uno tras otro, por encima de la línea de sacos
terreros poco después de medianoche.
La tierra retemblaba
con el reventar de las explosiones, la metralla y los proyectiles. En el
horizonte un resplandor rojizo de incendios y estallidos lejanos dibujaba una
colina negra y al mismo tiempo radiante para nosotros.
Íbamos arrastrándonos
de embudo en embudo, de agujero en agujero, en grupos de dos o tres hombres.
Agustín, con Benito dentro de la camisa, iba en el penúltimo grupo de dos,
donde todos pensábamos que era el lugar más seguro. De vez en cuando una
granada cercana o una bengala en paracaídas cayendo lentamente nos estremecía
y nos hacía pararnos con el cuerpo aplastado contra el barro. Poco después de
nuestra salida las ametralladoras tableteaban sobre nuestras cabezas desde
nuestras líneas, y las explosiones se multiplicaban en la ya no tan lejana
colina. El fuego era devuelto desde las posiciones de enfrente, pero cada vez
con menor intensidad debido a las explosiones que se sucedían cada vez a intervalos
más cortos. Poco a poco íbamos arrastrándonos cuesta arriba. Enseguida
encontramos las primeras alambradas que el teniente y Morales comenzaron a
cortar. Y lentamente entramos en un laberinto de alambres, estacas y socavones.
Estábamos a punto de
salir de aquella maraña, cuando de pronto una explosión hizo desaparecer el
cuerpo del teniente al tiempo que un alarido nos descubrió que Morales había
sido alcanzado. El tabletear de las ametralladoras se recrudeció desde ambos
lados, y varias bengalas cayeron lentamente sobre nosotros. Nos habían
descubierto y aun nos faltaba casi la mitad de la ascensión. Varios de los
nuestros habían sido alcanzados y apenas podíamos ver aún de dónde venían los
disparos. Y cuando ya todo parecía perdido, súbitamente oímos el grito de
Agustín:
- ¡Chicos hay que
subir a Benito!
No sé si fue Manuel
el que se levantó entonces corriendo y descargando el fusil una y otra vez.
Varios lo siguieron y yo mismo lo hice al tiempo que lanzaba varias granadas
hacia donde creía que era el origen del tabletear más cercano. La noche se
convirtió en un infierno de alaridos, disparos y explosiones donde apenas una
docena de hombres, desesperados como fieras heridas, corría colina arriba
vomitando fuego y muerte. Apenas parábamos en las trincheras y en los blocaos
para lanzar dos o tres granadas y seguir corriendo cuesta arriba. Cuando
llegamos al último agujero vomitando fuego, dos o tres hombres se alzaron con
los brazos en alto, solo para recibir mejor los últimos balazos de nuestros cargadores.
Solo habíamos llegado a lo alto de la elevación cuatro individuos empapados en
lodo y sangre. Agustín había caído varios metros atrás, pero tuvo tiempo de
pasarle a Manuel un pañuelo sucio con Benito asustado y encogido, pero aún vivo
en su interior. Yo me levanté a duras penas y con mis últimas fuerzas lancé al
cielo la bengala verde para que los de nuestro bando supieran que lo habíamos
conseguido, y no nos destrozaran con algún cañonazo perdido. A nuestro
alrededor, pero lo suficientemente lejos como para darnos cierta seguridad, las
explosiones se multiplicaron e intensificaron durante el resto de la noche.
Nosotros, allá arriba, heridos y sudorosos lloramos en torno a un ave
temblorosa, con los ojos tristes, que bebía con ansiedad unas gotas de agua de
un pequeño palillo, improvisado con un trozo de madera y un machete.
Al amanecer la
ofensiva se multiplicó a nuestro alrededor en todo el frente. Primero el
repiquetear de las ametralladoras y las explosiones secas de los morteros, y
finalmente los silbatos de los oficiales, y el grito de los hombres cargando a
la bayoneta.
Pero nosotros
estábamos muy lejos de todo aquello. De pie, los cuatro supervivientes de la
segunda compañía rodeados de humo, y de sonidos de destrucción nos dispusimos a
lanzarle un abrazo a la vida. Y como en un ritual místico, levantamos juntos
los brazos al cielo al tiempo que Manuel lanzaba a Benito a lo alto y le
gritaba:
-¡Vuela!
Y allí, en medio de
aquella humareda que nos ahogaba, embarrados hasta las cejas, sangrando ya no sé
por cuantos sitios y llorando como chiquillos, creo que pasé uno de los mejores
momentos de mi vida. Y cuando vimos a Benito elevarse volando por encima de las
llamas, las explosiones, los humos... Cuando vimos a aquel ser, que había sido
para nosotros durante aquellos días casi como un hijo, elevarse y alejarse de
nosotros y de la guerra, puede que por un momento me sintiera la criatura más
dichosa de la creación.
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