Mañana se
cumplirán ochenta años del final de nuestra última guerra civil. Que en esta,
nuestra piel de toro, hemos tenido conflictos internos para aburrir, y este que
terminó de forma oficial hace ochenta años solo ha sido el último de muchos. Y
es que a los españoles lo que más nos gusta, desde Finisterre hasta Creus y desde
Matxitxako hasta Tarifa, archipiélagos incluidos, es atizarle y enfrentarse al que
tenemos al lado. Porque, como nos retrató el sordo de Fuendetodos, lo que mejor
sabemos hacer es matarnos a garrotazos mientras estamos enterrados en fango y
en mierda hasta las corvas, literalmente.
El caso es que
ya han pasado ochenta años de este último conflicto nuestro. Y las heridas
siguen abiertas. Dolorosamente abiertas. Basta con escuchar cualquier
informativo o con leer cualquier periódico para comprobarlo. Y una de las
cuestiones que más ampollas levanta es el asunto de los muertos. Ya saben
ustedes, que si hay que buscarlos, inhumarlos, trasladarlos, homenajearlos o
dejarlos en paz.
Independientemente
de la opinión de cada cual, que cada uno tendrá la suya, lo cierto es que la
mayoría de los seres humanos queremos que nos recuerden tras la muerte, al
menos nuestros deudos. Quizá solo sea un alarde pretencioso de perpetuarnos a
nosotros mismos, pero es el deseo de la mayoría. Además que gran parte de los
seres humanos, sino todos, deseamos y necesitamos tener un lugar donde llorar a
nuestros muertos. Saber el lugar donde se encuentran, ya sea para ir a
visitarlos y llorarlos, o tan solo por tener la inocente certeza de que descansan
en paz.
Al final de la
segunda Guerra Mundial toda de una división de soldados alemanes, en
la actual República Checa, que veían como se les venía encima todo el ejército soviético,
y sabiendo lo que les esperaba, se tragaron sus chapas de identificación con la
esperanza de que en el futuro sus deudos pudieran reconocerlos y reclamar sus
restos. Al menos estos no querían que los dejaran abandonados en paz.
Y por otra parte,
siempre que sale a relucir el tema de los muertos de la Guerra Civil, me retraigo a mis propios
recuerdos familiares, y en concreto a la historia de mi abuela.
Su marido, mi abuelo, murió
en combate en el frente de Aragón, cerca de Zuera, dejando una viuda de
veinticinco años y a cuatro hijos huérfanos. Nadie pudo ir a reclamar su cuerpo
ni a localizar el lugar exacto de su sepultura.
Un año antes, el
hermano mayor de mi abuela había ido a recoger el cuerpo de otro hermano que
había caído en los primeros días de la guerra. Nadie en la familia supo nunca
las vicisitudes, contrariedades, y humillaciones que posiblemente pasó este
hombre para traerse a casa el cadáver de su hermano. Lo cierto es que juró que
nunca iría a buscar a otro muerto, fuera este el que fuera. Así que su cuñado
se quedó en los alrededores de Zuera. O eso supuso su viuda.
Luego, tras la
guerra, la miseria y el intentar sacar adelante a cuatro hijos, no le permitieron
dedicar esfuerzos a encontrar los restos de su marido. Y años después le dijeron
que quizá el cadáver había sido inhumado y trasladado, no se sabía muy bien a donde. El caso es que, entre
que perdió las escasas pistas que podía tener sobre su ubicación, y a que la
vida siempre ponía por delante asuntos más urgentes que hacer, nunca lo
encontró. Pero nunca dejó de buscarlo. Y aun hoy en día, cada vez que entro en
un cementerio, me viene a la cabeza la imagen de mi abuela. Porque cada vez que
sus pasos la llevaban a un camposanto, bien fuera por asistir a un funeral, o
por la fiesta de Todos los Santos, o simplemente por visitar a los deudos,
siempre se dirigía al final de la visita hacia la fosa común donde rezaba un
rato y dejaba unas flores. Y siempre con la angustia de no tener un lugar físico
y real donde dejarlas a los pies de su marido.
Así que no me
digan que los deudos no necesitan saber la ubicación de sus muertos.
Pero por otra
parte hay que reconocer que también hay mucha demagogia y mucho interesado en
apropiarse y aprovecharse de los muertos para sus propios intereses. Y con esto
siempre recuerdo otra historia de un pueblo de Teruel. De Singra.
Allí se
dirigieron hace unos años, buscando los restos de doce concejales republicanos asesinados durante la guerra, los miembros de una de las asociaciones para la
recuperación de la memoria histórica. Y tras excavar, donde se suponía que
estaban los represaliados, se encontraron con treinta y seis cadáveres de
la Guerra Civil, pero de muertos combatientes en la batalla de Teruel.
Y es que, tras examinar los restos, comprobaron que no eran fusilados, sino que eran
soldados jóvenes caídos en combate, con sus correajes y sus pertrechos de guerra. Y que además
eran muertos de los dos bandos, del bando nacional y del republicano,
enterrados juntos, en un triste paradigma de esta España nuestra y de sus
Guerras Civiles. Así que la asociación no supo qué hacer con ellos. Claro, si
hubieran sido los concejales republicanos, o al menos solo soldados leales a la
República, se podría haber hecho el homenaje correspondiente y esas cosas. Pero
eran soldados muertos en combate, y encima de los dos bandos, promiscuamente
juntos. Eso ya no era tan políticamente correcto. Aunque bien pensado, el que
estuvieran sepultados juntos era lo que tenía que ser, y debía de haber sido
una lección para todos nosotros. El caso es que como aquello ya no vendía en
los medios de comunicación, la asociación se desentendió del asunto.
¿Y cómo
solventaron el problema? Pues ya se pueden imaginar, “que se encargue otro”. Y
dejaron los huesos, primero sobre papeles de periódico y después en cajas de cartón
en las escuelas del pueblo, abandonadas desde hacía dos décadas por falta de
niños. Y allí estuvieron durante más de un año. Expuestos, como decía el
abrumado alcalde de Singra, a que entrara cualquier animal e hiciera un
destrozo. Y mientras, la asociación que los desenterró, lavándose las manos
porque esos no eran “sus” muertos, y porque no estaban para gastar sus escasos
recursos en cadáveres que no reclamaba nadie.
Me imagino a
aquellos jóvenes que murieron en el frente de Teruel, partiéndose el alma unos
contra otros, muy a la española, y que llevaban décadas descansando en paz y en
su buena compañía, revolviéndose entre los cartones, al comprobar que después
de dar la vida por su patria y por su gobierno, o por uno de sus gobiernos, no hubiera nadie que les diera tan solo un palmo de tierra donde reposar
sus atribulados huesos.
Finalmente la
historia acabó, bastante dignamente. Las incansables gestiones del alcalde y sus
denuncias en los medios de comunicación, lograron surtir efecto. El Gobierno de Aragón ordenó que los 36 de
Singra, como ya eran denominados, abandonaran sus féretros de cartón y que
fueran ceremoniosamente sepultados, de nuevo juntos, en el cementerio de la
localidad. Y sobre ellos se colocó una placa de zinc en la que se lee la
estrofa del poeta John Donne: “La muerte de cualquier hombre me disminuye
porque soy parte de la humanidad. Por eso nunca preguntes por quién doblan las
campanas...”
Ojalá se tratara
de forma igualmente digna a todos los muertos de la Guerra Civil. A todos
nuestros muertos.
Publicado por Balder
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