domingo, 31 de marzo de 2019

Los muertos de la Guerra Civil


Mañana se cumplirán ochenta años del final de nuestra última guerra civil. Que en esta, nuestra piel de toro, hemos tenido conflictos internos para aburrir, y este que terminó de forma oficial hace ochenta años solo ha sido el último de muchos. Y es que a los españoles lo que más nos gusta, desde Finisterre hasta Creus y desde Matxitxako hasta Tarifa, archipiélagos incluidos, es atizarle y enfrentarse al que tenemos al lado. Porque, como nos retrató el sordo de Fuendetodos, lo que mejor sabemos hacer es matarnos a garrotazos mientras estamos enterrados en fango y en mierda hasta las corvas, literalmente.
El caso es que ya han pasado ochenta años de este último conflicto nuestro. Y las heridas siguen abiertas. Dolorosamente abiertas. Basta con escuchar cualquier informativo o con leer cualquier periódico para comprobarlo. Y una de las cuestiones que más ampollas levanta es el asunto de los muertos. Ya saben ustedes, que si hay que buscarlos, inhumarlos, trasladarlos, homenajearlos o dejarlos en paz.
Independientemente de la opinión de cada cual, que cada uno tendrá la suya, lo cierto es que la mayoría de los seres humanos queremos que nos recuerden tras la muerte, al menos nuestros deudos. Quizá solo sea un alarde pretencioso de perpetuarnos a nosotros mismos, pero es el deseo de la mayoría. Además que gran parte de los seres humanos, sino todos, deseamos y necesitamos tener un lugar donde llorar a nuestros muertos. Saber el lugar donde se encuentran, ya sea para ir a visitarlos y llorarlos, o tan solo por tener la inocente certeza de que descansan en paz.
Al final de la segunda Guerra Mundial toda de una división de soldados alemanes, en la actual República Checa, que veían como se les venía encima todo el ejército soviético, y sabiendo lo que les esperaba, se tragaron sus chapas de identificación con la esperanza de que en el futuro sus deudos pudieran reconocerlos y reclamar sus restos. Al menos estos no querían que los dejaran abandonados en paz.
Y por otra parte, siempre que sale a relucir el tema de los muertos de la Guerra Civil, me retraigo a mis propios recuerdos familiares, y en concreto a la historia de mi abuela.
Su marido, mi abuelo, murió en combate en el frente de Aragón, cerca de Zuera, dejando una viuda de veinticinco años y a cuatro hijos huérfanos. Nadie pudo ir a reclamar su cuerpo ni a localizar el lugar exacto de su sepultura.
Un año antes, el hermano mayor de mi abuela había ido a recoger el cuerpo de otro hermano que había caído en los primeros días de la guerra. Nadie en la familia supo nunca las vicisitudes, contrariedades, y humillaciones que posiblemente pasó este hombre para traerse a casa el cadáver de su hermano. Lo cierto es que juró que nunca iría a buscar a otro muerto, fuera este el que fuera. Así que su cuñado se quedó en los alrededores de Zuera. O eso supuso su viuda.
Luego, tras la guerra, la miseria y el intentar sacar adelante a cuatro hijos, no le permitieron dedicar esfuerzos a encontrar los restos de su marido. Y años después le dijeron que quizá el cadáver había sido inhumado y trasladado, no se sabía muy bien a donde. El caso es que, entre que perdió las escasas pistas que podía tener sobre su ubicación, y a que la vida siempre ponía por delante asuntos más urgentes que hacer, nunca lo encontró. Pero nunca dejó de buscarlo. Y aun hoy en día, cada vez que entro en un cementerio, me viene a la cabeza la imagen de mi abuela. Porque cada vez que sus pasos la llevaban a un camposanto, bien fuera por asistir a un funeral, o por la fiesta de Todos los Santos, o simplemente por visitar a los deudos, siempre se dirigía al final de la visita hacia la fosa común donde rezaba un rato y dejaba unas flores. Y siempre con la angustia de no tener un lugar físico y real donde dejarlas a los pies de su marido.
Así que no me digan que los deudos no necesitan saber la ubicación de sus muertos.
Pero por otra parte hay que reconocer que también hay mucha demagogia y mucho interesado en apropiarse y aprovecharse de los muertos para sus propios intereses. Y con esto siempre recuerdo otra historia de un pueblo de Teruel. De Singra.
Allí se dirigieron hace unos años, buscando los restos de doce concejales republicanos asesinados durante la guerra, los miembros de una de las asociaciones para la recuperación de la memoria histórica. Y tras excavar, donde se suponía que estaban los represaliados, se encontraron con treinta y seis cadáveres de la Guerra Civil, pero de muertos combatientes en la batalla de Teruel. Y es que, tras examinar los restos, comprobaron que no eran fusilados, sino que eran soldados jóvenes caídos en combate, con sus correajes y sus pertrechos de guerra. Y que además eran muertos de los dos bandos, del bando nacional y del republicano, enterrados juntos, en un triste paradigma de esta España nuestra y de sus Guerras Civiles. Así que la asociación no supo qué hacer con ellos. Claro, si hubieran sido los concejales republicanos, o al menos solo soldados leales a la República, se podría haber hecho el homenaje correspondiente y esas cosas. Pero eran soldados muertos en combate, y encima de los dos bandos, promiscuamente juntos. Eso ya no era tan políticamente correcto. Aunque bien pensado, el que estuvieran sepultados juntos era lo que tenía que ser, y debía de haber sido una lección para todos nosotros. El caso es que como aquello ya no vendía en los medios de comunicación, la asociación se desentendió del asunto.
¿Y cómo solventaron el problema? Pues ya se pueden imaginar, “que se encargue otro”. Y dejaron los huesos, primero sobre papeles de periódico y después en cajas de cartón en las escuelas del pueblo, abandonadas desde hacía dos décadas por falta de niños. Y allí estuvieron durante más de un año. Expuestos, como decía el abrumado alcalde de Singra, a que entrara cualquier animal e hiciera un destrozo. Y mientras, la asociación que los desenterró, lavándose las manos porque esos no eran “sus” muertos, y porque no estaban para gastar sus escasos recursos en cadáveres que no reclamaba nadie.
Me imagino a aquellos jóvenes que murieron en el frente de Teruel, partiéndose el alma unos contra otros, muy a la española, y que llevaban décadas descansando en paz y en su buena compañía, revolviéndose entre los cartones, al comprobar que después de dar la vida por su patria y por su gobierno, o por uno de sus gobiernos, no hubiera nadie que les diera tan solo un palmo de tierra donde reposar sus atribulados huesos.
Finalmente la historia acabó, bastante dignamente. Las incansables gestiones del alcalde y sus denuncias en los medios de comunicación, lograron surtir efecto. El Gobierno de Aragón ordenó que los 36 de Singra, como ya eran denominados, abandonaran sus féretros de cartón y que fueran ceremoniosamente sepultados, de nuevo juntos, en el cementerio de la localidad. Y sobre ellos se colocó una placa de zinc en la que se lee la estrofa del poeta John Donne: “La muerte de cualquier hombre me disminuye porque soy parte de la humanidad. Por eso nunca preguntes por quién doblan las campanas...”
Ojalá se tratara de forma igualmente digna a todos los muertos de la Guerra Civil. A todos nuestros muertos.
Publicado por Balder

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