domingo, 24 de marzo de 2019

Añoranza

          Abre la puerta y el calor acumulado a lo largo del día le golpea el rostro. La casa lo recibe silenciosa. El sonido metálico de las llaves sobre el mueble del recibidor viaja a lo largo del inmenso vacío y vuelve dibujando en el aire un eco de soledad.
          Desde la entrada puede ver los grandes ventanales ligeramente entreabiertos del salón. Las cortinas separadas permiten contemplar la incipiente puesta de sol. Le ha parecido percibir un tenue movimiento en el sofá y se queda muy quieto en el recibidor, como si esa pétrea quietud pudiese conjurar, con solo desearlo, su presencia en la casa. Su deseo es tan intenso que por un instante puede ver el largo cabello castaño ondulante en el brazo del sillón. Coge aire profundamente para atrapar su aroma y se da cuenta de que aún lo lleva con él. Huele bien su pelo perpetuamente despeinado, suave, fuerte. Evoca por un instante su tacto entre las yemas de los dedos, cuando esa mañana lo acarició al vuelo, como sin querer, al darle los buenos días.
          La brisa fresca del atardecer mueve la vieja manta que cuelga del respaldo del sofá y su ilusión se desvanece en el aire. Ella no está. Nunca estará allí a pesar de que esa es su casa, su hogar, el lugar al que pertenece aunque no lo sepa.
          Compró la casa porque sabe que ella adora el mar y la llenó de sus recuerdos, de su risa franca y a veces algo escandalosa, de sus grandes ojos castaños iluminados por una broma compartida que solo les pertenece a los dos. En el invierno la evoca frente a la terraza, envuelta en su enorme jersey de lana azul con el tanque de chocolate ardiente entre las manos mientras la lluvia golpea fuertemente contra los cristales.
          Se desploma en uno de los viejos sillones de mimbre del jardín, el sol poniente enrojece la línea del horizonte. El hielo del vaso que sostiene entre las manos esparce el frío de su hogar vacío a través de la piel hasta el centro mismo de su corazón; cada latido envía el líquido helado hasta los rincones más profundos de su alma. Las frías agujas de esta ausencia lastiman al recorrer sus venas, arañan sus entrañas provocando un dolor desgarrador.
Su mente busca algo que hacer para no sumirse en la desolación.
Otro trabajo, otra charla, otra tormenta de ideas bullendo en su interior. Un mar de actividades en el que ahogar la presencia permanente de su ausencia, los recuerdos que la materializan en cada rincón de la casa.
          Sabe que este atardecer también pasará y que mañana o pasado o cualquier otro día, cuando se cruce con ella sonreirá y que aunque quiera no podrá contener el impulso de tocarla, rozará su mano con la suya, le tirará del pelo entre risas o como un adolescente enamorado de casi cincuenta años le robara con cualquier trivial excusa un beso en la mejilla.
          Mientras tomamos un café a media mañana me preguntará si creo que ella o los demás sospechan sus sentimientos y yo le asegurare que no, aunque a veces no puede evitar mirarla con esos limpios ojos azules tan ensimismados que lo traicionan.
          Pero esta noche, como tantas otras alimentará la vana esperanza de que se duerme entre sus brazos, paseará una vez más con ella a la orilla del mar rodeados por las risas de los niños, y cuando amanezca un día más, él y yo seguiremos sin comprender como puede añorar tanto algo que nunca ha tenido.


Publicado por Farela

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