domingo, 13 de enero de 2019

Menopausia


          A ella no la conozco, vive dentro de mí, pero es como un ser extraño que de repente me habita. No reconozco su vejez desesperada. Me mira desde el fondo del espejo y sigo pensando que nunca ha formado parte de mí. Estoy triste, es cierto, porque nunca pensé que dejaría que este parásito colonizase mi interior. No sé de donde viene ni hacia dónde va y desconozco por completo si me arrastrará con ella o lograré expulsarla de aquí.
          Se hace vieja y no lo acepta. Quiere ser joven, quiere crecer de nuevo, volver a sentirse viva y llena de energía, recuperar las ganas de correr y de saltar, quiere borrar de un manotazo las canas que le atenazan las sienes y el alma. No quiere ser responsable, solo quiere vivir sin límites, alcanzar de nuevo todas las fronteras que en otro tiempo alcanzó y cruzar alguna que nunca se atrevió a pasar.
          Es caprichosa y de pronto un atardecer cualquiera se desinfla y vuelvo a ser yo, o quizá no, quizá es solo ella que agotada de desasosiego solo desea sentarse a descansar para dejar que su mirada vague por un mar enfurecido rodeada de su música y sus libros mientras cae lento e inexorable su placentero atardecer.
          Esta adolescente irreconocible que me habita amenaza con agotarme el alma, me sube en una montaña rusa infinita de pronunciados ascenso y descensos hasta que un día en plena caída me desdoblo, en dos, en cuatro o dieciséis y ya no soy yo ni ella es ella, ni somos las demás. Soy las millones de mujeres de los millones de segundos que he vivido y al darme la vuelta las veo a todas y me veo en todas y cada una de ellas y me reconozco y las reconozco. A ella también. Sé que es porque siempre ha estado ahí. Me arrastró a escalar acantilados, a practicar deporte, al teatro, a subir en bicicleta y descender a cuevas oscuras y extrañas, me hipnotizó la mirada a través del objetivo transparente y perfecto de matices de mi vieja Nikon, a bailar, a viajar, a crecer a vivir y a soñar, y aunque a veces parece dormida fue mi fuerza y mi sostén cuando creía que al caer nunca más me levantaría.
          Me miro en el espejo y la veo, puedo descubrirla en cada arruga que la risa y el llanto han dibujado en mi piel, en las canas que el tinte apenas disimula en mis sienes, la veo en las comisuras un poco caídas de los labios, en el pecho que ya no ocupa altivo su lugar de antaño y en el pijama de grasa que arropa la que un día fue una casi caquéctica figura. La veo con sorprendente nitidez a través de la presbicia de mis ojos y de mi alma.
          Encuentro sus ojos risueños y un poco burlones y le doy las gracias, de corazón, porque su latido en mi interior aun me permite sentirme viva, porque sé que aún tiene fuelle para hacerme saltar y caer, y romperme para descubrir que aunque ya ha llegado la osteoporosis a mi esqueleto mientras ella siga ahí sorprendiéndome y arrastrándome la carcoma no me alcanzará el alma.
          Espero que esté aquí conmigo hasta el instante mismo de mi muerte, porque aunque su dolor es desolador, su risa es la más alegre y su esperanza la más limpia y sincera.
 
          Para mis chicas de cincuenta y tantos, para esta loca desquiciada que nos ha devuelto la menopausia. Para las que estáis aquí conmigo y para las que desde el otro lado de la frontera aún se ríen con nosotras cada día. Como entonces, como mañana, como siempre.


Publicado por Farela

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