domingo, 2 de diciembre de 2018

Solo los muertos ven a los fantasmas


"- ¿Qué es un fantasma? Un evento terrible condenado a repetirse una y otra vez, un instante de dolor, quizá algo muerto que parece por momentos vivo aún, un sentimiento, suspendido en el tiempo, como una fotografía borrosa, como un insecto atrapado en ámbar. Un fantasma, eso soy yo".
             Casares. El espinazo del diablo.
             Guillermo del Toro. (2001).

               "Ya podéis creer en historias de fantasmas señorita Turner... ¡Estáis viviendo una!
Capitán Barbossa. Piratas del Caribe: La maldición de la Perla Negra
Gore Verbinski. (2003).


No, nunca tuve miedo a la Muerte. Hasta que conocí a Rufino.
Supongo que hasta que le conocimos, ninguno de nosotros creía demasiado ni en las historias de fantasmas ni en todas esas cosas. O tal vez es que nunca nos habíamos parado a pensar en ello.
Llevábamos más de un año en campaña, y casi año y medio de guerra. Y habíamos visto morir a más de uno, tanto de nuestro bando como del otro. La muerte se había convertido en un elemento más de nuestra vida cotidiana. Si es que a estar en un frente de guerra se le puede llamar vida. Yo incluso había formado parte de un pelotón de ejecución en un par de ocasiones. Así que lo de morir o matar no me era precisamente ajeno.
Supongo que en el fondo, lo que nos sucedía a todos, es que no queríamos pensar en ello, y lo más que llegábamos a idear, conscientemente o no, era que el siguiente en caer siempre iba a ser otro. Además, que la muerte no era lo peor que le podía suceder a uno. Aún me da un escalofrío al recordar la imagen del teniente García, retorciéndose en el barro, tratando de cubrirse la cara y los ojos quemados con los muñones que le quedaban.
No, la muerte no siempre era lo peor.
Al menos no era lo peor hasta que se nos incorporó Rufino.
El tal Rufino era un andaluz delgado como un alambre, nervioso como un ratón, y más supersticioso que una gitana vieja.
Apenas un mes después de conocerlo nos empezó con el cuento.
Todo empezó una noche en que nos despertó dando alaridos. Estaba empapado en sudor, descompuesto y temblando como una hoja. Ibarrieta, que esa noche dormía a su lado le dio un par de meneos y consiguió que nos dejara dormir, aunque siguió toda la noche tiritando y balbuceando incoherencias. Con todo, no era algo que nos impresionara demasiado. El que más y el que menos prefería no soñar nada en los momentos de descanso, y no era el primero al que había que despertar a leches. Pero al día siguiente, en su guardia, se lío a tiros y monto un escándalo de padre y muy señor mío, que nos dio un susto de muerte y que nos pudo costar a todos un buen disgusto. Pero después de que el sargento lo tumbara de un bofetón, con una de esas manos que eran como barcas, y se levantara del suelo temblequeando y sollozando como un crío, todos pudimos ver que tenía la misma cara del miedo, y que estaba como si hubiera visto al mismísimo diablo. La verdad es que se te encogía el alma.
Después, cuando se calmó en parte, y consiguió un poco de atención, nos contó que acababa de ver a su hermano, al que hacía poco más de un mes que le habían dado “el paseo” en Alicante, caminando por delante del puesto de guardia, y llevándole en las manos el sudario.
Según contó a todo aquel que quiso prestarle atención, y al que no quiso prestársela también, con toda suerte de detalles que ahora no vienen al caso, cuando uno ve a un aparecido, si el muerto es un fallecido de hace tiempo, la cosa no es peligrosa porque el difunto está penando por sus pecados, y con la aparición reclama a los vivos misas y plegarias por su alma en pena. Pero cuando el difunto es reciente, y sobre todo cuando te ofrece un sudario, entonces hay que aliviar los pecados propios, porque es un aviso de que pronto te vas a reunir con él.
Así que Rufino estaba con el alma en un puño ante la perspectiva de que pronto le iba a tocar rendir cuentas. Y ni nuestras bromas de incrédulos, ni los golpes del sargento, que de ambas cosas recibió de balde, le hicieron recomponerse lo más mínimo. Con lo que en un par de días lo acabó viendo el médico del regimiento que dijo no sé qué cosa de neurosis u otro pecado parecido, y lo mandó para retaguardia en una ambulancia.
Pero así son las cosas, y al que le ha llegado la hora, le llega en el frente, en la retaguardia o en su cama. A Rufino le había llegado, y el sacarlo de allí no se lo evitó.
Según nos contaron un par de días después, la puñetera ambulancia se despeñó por un barranco, y aunque el chofer y el enfermero no salieron muy malparados, a Rufino lo sacaron con los pies por delante. Así que ya no nos volvimos a reír ni de los aparecidos ni de los sudarios, y a más de uno se le hizo un nudo en el pescuezo.
Y cuando el Gallego, un crío de dieciocho años, bastante impresionable según mi entender, se nos echó a llorar diciendo que había visto a Rufino con el sudario, ya nadie le gastó bromas, y más de uno hasta le dio el pésame. Lo que no estuvo de más, porque a los tres días lo estábamos enterrando.
Entonces fue cuando el sargento se cabreó de verdad con nosotros, nos mentó a las madres y casi se parte la cara con Manuel. Así que acabó interviniendo el capitán y el mismo capellán. Este nos hizo una misa de campaña, y en el sermón nos dijo que el que creyera en esas cosas estaba en pecado mortal, y que eso eran cosas de los rojos para minarnos la moral y para que no pudiéramos llevar a buen fin la cruzada que estábamos haciendo. Que era el mismo diablo el que nos tentaba y que, y en esto le doy su parte de razón, la forma más fácil de morir era creyéndoselo uno mismo, y en la guerra aún más.
La cosa no hubiera ido a mayores si Miguel, que era más bruto que una mula, y el individuo más cerrado de mollera que he conocido, no empezara a temblar por las noches, y no precisamente de frío, que estábamos en junio y frente al mediterráneo.
Le acabó contando a Pascual que ahora le tocaba a él, y aunque no le dijo quién era el que se le aparecía, alguien debía de ser, porque a los pocos días una mina solitaria se lo llevó, que tuvimos que enterrarlo a trozos, y que no le dio tiempo ni a decir Jesús.
La moral de todos estaba por los suelos, y fue empeorando día a día, porque, aunque como era normal, los había que se morían sin que se les apareciera nadie, y no eran los menos, cuando alguno empezaba con la retahíla de las apariciones no duraba más de una semana.
Con todo, o por eso, nos retiraron del frente a toda la compañía, y nos mandaron de guarnición a un pueblo de la sierra, con lo que casi estábamos de permiso y poco a poco nos fuimos animando. Y supongo que la cosa se nos habría ido olvidando, y hasta es posible que las apariciones se hubieran acabado, pero entonces sucedió lo del sargento y se volvió a liar.
Nunca supimos lo que le sucedió realmente aquella noche, y si efectivamente fue cosas de las apariciones, pero Pascual que estaba emborrachándose con él, nos dijo que se le había mudado la cara cuando volvió de orinar, que se le quedaron los ojos en blanco y que apurando el último trago de la botella murmuró entre dientes algo así como: “Me cago en el Rufino de los cojones”, o cosa similar. El caso es que cuando por la mañana lo encontramos colgado de una viga, con un palmo de lengua fuera, negro como un zapato y con unos ojos que se le salían de la cara, volvieron las murmuraciones y los cuentos de almas en pena. Y de nada sirvió que el enfermero dijera que lo de los ojos era cosa del ahorcamiento. El que más y el que menos quiso creer que eran los ojos del que está mirando a la muerte cara a cara, y eso, en un individuo tan bragado como el sargento, nos dejó totalmente amilanados.
Y cuando ya habían desertado tres o cuatro, y antes de que lo hiciéramos todos en pleno, que ganas no faltaban, y alguno hasta lo decía en voz alta, nos enviaron al norte, que los rojos se habían puesto farrucos, habían cruzado el Ebro, y amenazaban con dejarnos aislados. Y nos mandaron donde más se repartía, yo creo que por castigo, o por darles la razón a los que decían ver fantasmas, que ya para entonces eran muchos. Y ya fuera por lo de los aparecidos, o porque lo cierto es que se repartió mucha tela por ambos bandos, al final del año y cuando por fin el ejército republicano había vuelto a sus posiciones de antes del verano, no llegábamos a una docena los que quedábamos en la compañía de los que habíamos conocido a Rufino.
El resto de la contienda fue más tranquilo, al menos para nosotros, y cuando se leyó en todos los puestos el último parte de guerra, no habíamos vuelto a tener ni más bajas ni más fantasmas.
Nunca me ha gustado recordar aquellos años, no soy de esos que van contando batallitas a los hijos o a los nietos, y siempre que puedo eludo el tema, las raras veces en que surge; incluso creo que he conseguido olvidar mucho de todo aquello. Aunque no todo. Hay cosas que es imposible borrarlas de la mente cuando se han vivido... Como al teniente García en el barro, o los ojos saliéndose de las órbitas en el rostro amoratado del sargento, o la mirada de ratón asustada y temblorosa de Rufino, o la de todos aquellos que fueron quedándose por los caminos a lo largo de aquellos tres malditos años...
Sí, hay rostros y caras que son muy difíciles de olvidar. Y más aún después de haberlos vuelto a ver a todos reunidos de nuevo, tan solo ayer noche, ofreciéndome un sudario.

Publicado por Balder

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