Hoy se cumplen cien años del final de la
Primera Guerra Mundial.
A las once horas, del día once, del mes
once, de hace un siglo concluyó la que sería llamada la Gran Guerra. Porque
hasta entonces el ser humano no había conocido otra igual.
Hace ya una centuria que terminó la que
H. G. Wells, en un arrebato de optimismo, definió como la guerra que acabaría
con todas las guerras.
Había habido otras grandes guerras, pero
ninguna como esta había implicado a tantos territorios y escenarios, a tantos
estados y potencias mundiales, y ninguna había tenido hasta entonces tantas
víctimas.
Fue la guerra que supuso el fin del
mundo decimonónico y la entrada por la puerta grande en el siglo XX. Para bien
y para mal.
Pero sobre todo fue la guerra que supuso
la pérdida de la inocencia de occidente.
En el siglo XIX, los estados europeos,
creían a pies juntillas que el progreso y la civilización acabarían
definitivamente con las guerras. Estaban convencidos de que las potencias
mundiales, conforme se desarrollaran y se volvieran más civilizadas, serían
capaces de resolver sus disputas pacíficamente, o como mucho en conflictos
rápidos y limpios; y que conforme fueran extendiendo la civilización por el
resto los continentes, este sistema se extendería al resto del mundo hasta
conseguir la paz mundial. Realmente creían que la guerra terminaría para
siempre.
Los estadistas de las grandes potencias
se veían a sí mismos como los apóstoles del liberalismo y del progreso
industrial, que iban a ser las fuentes de la mejoría de la calidad de vida de los pueblos. Y
creían tener la obligación moral, y “el deber sagrado”, de extender esta
prosperidad al resto del mundo, a toda esa ingente cantidad de seres humanos
que habitaban las regiones “más atrasadas”, que alegremente recibirían la
civilización y el progreso, aunque ciertamente no lo hubieran pedido
para sí. Realmente creían que el mundo podía ser mejor, y que la civilización
occidental sería el motor y el medio capaz de conseguirlo. Con ese paternalismo
caballeresco, los dirigentes de las grandes potencias, creían realmente en lo
que los franceses llamaron la “mission
civilisatrice”, la misión civilizadora, por la que se veían en la
obligación de rehacer el mundo a su imagen y semejanza, para con ello conseguir
el bienestar y la paz mundial.
No concebían la guerra entre países
civilizados, si no era como una honorable pelea entre caballeros, pulcra, corta
y rápida.
Pero la primera guerra mundial acabo
siendo todo lo contrario. Y, en contra de lo esperado, aquel conflicto mundial
acabó siendo la más sangrienta, sucia e infernal guerra que ningún ser humano
hubiera sido capaz de imaginar. Y cual plaga bíblica, terminó por alcanzar
todos los confines del mundo. Y para horror de los ciudadanos de aquellos
estados “tan civilizados”, la tecnología y el desarrollo industrial, en los que
habían puesto todas sus esperanzas, y que eran su orgullo social, no solamente
no favorecieron la paz, sino que generaron atrocidades nunca antes imaginadas:
ametralladoras que segaban compañías enteras de soldados en minutos, gases
letales como el mostaza capaz de llevar la muerte a los rincones más profundos
de los refugios más protegidos, cañones capaces de lanzar obuses y destrucción
a kilómetros de distancia, lanzallamas que hacían palidecer al fuego del
infierno, zepelines, bombarderos, carros blindados y en fin, toda una enorme
colección de horrores tecnológicos nunca vista hasta entonces. Y todo ello a lo
largo de un infierno de miles de kilómetros de barro y trincheras, alambre de
espino, minas, trampas y posiciones de artillería, y todo lo necesario para que
el frente se estabilizara durante meses en batallas eternas, como las del
Somne, Verdun o Passchendaele, auténticos mataderos de hombres, y picadoras de
carne, en las que cualquier avance de unas decenas de metros, se hacía a costa
de divisiones enteras de soldados que caían presa de todos esos “adelantos” de
la civilización, de enfermedades como la disentería o el tifus, o del estrés
postraumático capaz de destrozar a los hombres tanto o más que la metralla. Y
todo ello a lo largo de cuatro años de horror, sangre y muerte.
Y como resultado de todo aquello, y para
horror de la humanidad, más de doscientos millones de personas se vieron afectadas
en mayor o menor medida. Entre ellos más de nueve millones de combatientes y
más de trece millones de civiles muertos, seis millones de inválidos, veinte
millones de heridos graves, un enorme número de desaparecidos, cinco millones
de viudas, y más de ocho millones de huérfanos. Y la ruina de tanto vencedores
como vencidos, en la que las potencias europeas, inmersas en la economía de
guerra, perdieron hasta el veinticinco por ciento de su riqueza nacional, y que
generaría, años después, una crisis que explotaría en todo su esplendor en la
depresión de mil novecientos veintinueve.
Y entre todas esas listas de víctimas,
como un caído más, pudimos encontrar la inocencia de la humanidad, muerta en
combate. Y con ella murió la esperanza de ese futuro de un mundo bondadoso,
idílico y civilizado, en el que el desarrollo tecnológico mejoraría la vida de
los hombres y acabaría con las guerras. En lugar de ello la tecnología solo
había dado lugar a toda clase de horrores con los que vestir y armar a los
cuatro jinetes del apocalipsis, a la locura, la peste, la guerra y el hambre.
Y finalmente llegó la paz. Pero tras
tanta demencia desatada, el final no podía ser mucho mejor, y los artífices de
la guerra, rebosantes de odio y resquemor, fueron incapaces de crear una paz
estable y duradera. En lugar de ello no hicieron más que cerrar todo aquel
sufrimiento en falso, como una herida emponzoñada cuya costra ocultaba el pus
infecto de los totalitarismos, del racismo, del nacionalismo exacerbado y de un
nuevo belicismo soterrado y nunca destruido, que resurgirían, apenas veinte
años después en otro conflicto más violento, sucio y sangriento como fue la
segunda guerra mundial.
Publicado por Balder
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